Baudelaire
Baudelaire y sus consejos (diabólicos) para diletantes
La editorial Espuela de Plata rescata una edición de Roger Pla de los Consejos a los jóvenes escritores y los prólogos descartados a Las flores del mal del poeta francés, padre, fundador y arquetipo absoluto de la literatura moderna
Lo recogió Marino Gómez-Santos, uno de los más esforzados biógrafos de la literatura española, en su famoso libro de aventuras sobre César González-Ruano –Ruano en blanco y negro –Clipper, 1958; Renacimiento, 2020– y lo repite Javier Varela en su biografía: La vida deprisa (Fundación Lara). El articulista madrileño, siendo aún un perfecto desconocido, un día irrumpió en el Ateneo de la capital con el pelo teñido de colores y, en un acto literario, proclamó a gritos ante la audiencia allí congregada que el Quijote –el mejor libro que vieron los tiempos pasados y verán los venideros– es una bobada y Cervantes un perfecto impostor.
El escándalo fue de tal magnitud que, al día siguiente, el episodio apareció en los periódicos. Titular: “A González no le gusta Cervantes”. El que años después sería el gran articulista de su época deja automáticamente dejó ser un desconocido y, sin haber escrito todavía nada memorable, pasó a ser el enfant terrible del momento. El gesto precede al artista, que simula serlo merced al teatro, más que a la escritura. Ruano, cuya prosa tiene el atractivo de la levedad extrema, deslumbró a sus iguales e inspiró a imitadores –el más célebre, sin duda, fue Umbral–, pero fue incapaz en toda su vida, no exenta de canalladas, de hacer un libro como Dios manda, a excepción de su ensayo impresionista sobre Baudelaire.
Fotografía de Charles Baudelaire (1855)
¿Casualidad? En absoluto. Del poeta francés, más que los versos, le interesaba la actitud, el personaje, el símbolo. El autor del Spleen de París le otorgaba la oportunidad de –a través de una persona interpuesta– retratase a sí mismo e inventar su propia estirpe, esa cadena invertida de influencias en la que el discípulo siempre se antepone al modelo. Modestia, la justa. Baudelaire hizo en su tiempo lo mismo, con la salvedad de que, en su caso, la representación no era sólo escénica, sino metafísica. Padre de la poesía moderna, a los 26 años, edad en la que se vive y se siente, pero no siempre se piensa, publicó sus Conseil aux jeunes littérateurs (1846), un libro breve donde instruía a los escritores diletantes, como él mismo, sobre cómo alcanzar la gloria imposible de las letras.
Usó, por supuesto, un periódico –L’Esprit– y lo hizo sin más aval que su propio arrojo. Y, sin embargo, detrás de semejante machada, late ya la actitud de una modernidad que, al separarse de la subjetividad romántica, se torna clásica, sin dejar en ningún momento ser trágica. Espuela de Plata, uno de los sellos de la editorial Renacimiento, acaba de rescatar esta preceptiva, acompañada de los proyectos de prólogos (descartados) para Las flores del mal, en una edición a cargo del escritor argentino Roger Pla. Un libro delicioso, publicado por la editorial Poseidón por vez primera en Buenos Aires, en el lejano año de 1946, que anunciaba la idea de la literatura que encarnó el poeta francés, el primero que se dio cuenta de que, desde mediados del siglo XIX, a un artista no le quedaba otro camino más que instalarse en la más absoluta y rotunda soledad.
'Consejos a los jovenes escritores'
La edición de Espuela de Plata viene precedida de una nota de Manuel Neila. La traducción es de Alfonso Salazar y el prólogo de Pla (Roger). En el se explica, con una admirable capacidad de sugerencia y un altísimo grado de condensación, el tránsito desde el arquetipo del escritor romántico –representado en Francia por el excesivo Víctor Hugo– hasta desembocar en Baudelaire, pasando antes por el impersonalismo de los parnasianos –Leconte de Lisle–, toda una línea de fuga que continuarán (a su manera) Rimbaud y Mallarmé.
Sólo el prólogo ya justifica el libro. Roger Pla explica con solvencia que, tras la Revolución, los literatos franceses debían elegir entre acercarse al bando de la burguesía progresista o mantenerse como portavoces de la aristocracia conservadora. Tal disyuntiva llevaría a los románticos a refugiarse en un ámbito distinto: su subjetividad. Muchos lo hicieron en clave combativa –frente a su público– y con evidentes excesos. Cuando Baudelaire se pregunta qué orilla elegir decide romper la baraja: prefiere hacer un descenso vertical a los infiernos –en busca de la poética del mal– y exaltar la condición del escritor como profesional, libre de ataduras, salvo con el arte, y alérgico a las convenciones sociales.
Manuscrito de 'Las flores del mal' (1857) con anotaciones de Baudelaire
Toda la rebeldía posterior está ya en esbozo en estas dos piezas menores del poeta francés, donde se defiende la disidencia construida a partir de la inteligencia crítica y la virtud poética. Donde el Romanticismo defiende la espontaneidad sobre todas las cosas, Baudelaire propone una mística. La bohemia deja de ser un divertimento para convertirse en una vía de ascesis. El alcohol y el hachís son sus sacramentos. Todo cambia porque el mundo –el incremento demográfico del Segundo Imperio preludia ya la sociedad de masas– también estaba cambiando. El poeta está solo. Pero este aislamiento hace que tome una conciencia nueva y plena de sí mismo.
Las flores del mal son, como bien explica Roger Pla, la gran discordancia que suena sobre el tumultuoso tapiz sinfónico del Romanticismo. Se trata de una música nueva cuyos compases ya se atisbaban en los poemas de Nerval pero que en Baudelaire se manifiestan como partituras. “No tengo el deseo” –escribe el poeta en el bosquejo del prólogo para la tercera edición de su poemario– “ni de demostrar, ni de asombrar, ni de divertir ni de persuadir. Tengo mis nervios, mis humores. Aspiro a un reposo absoluto y a una noche continua (…) No saber nada, no enseñar nada, no querer nada, no sentir nada, dormir y siempre dormir, tal es actualmente mi única aspiración. Aspiración infame y desalentadora, pero sincera”.
'Baudelaire, pantomina sobre esmalte'
Baudelaire es un artista al margen de la sociedad –escandalizada ante sus paraísos artificiales– pero, en vez de sentir miedo, muestra un orgullo íntimo: “Sé muy bien” –reza el borrador del prólogo de la segunda edición de Las flores del mal– “que el amante apasionado del bello estilo se expone al odio de las multitudes; pero ningún respeto humano, ningún falso pudor, ninguna coerción, ningún sufragio universal serían capaces de obligarme a utilizar la jerga incomparable de este siglo ni a confundir la tinta con la virtud”. El poeta sabe bien cuál es su destino y el sacrificio que exige su obra, que es la única forma de hacerse él mismo: “Tú me has dado tu barro y yo he fabricado el oro”, escribe en una dedicatoria.
En sus Consejos a los jóvenes escritores, una pieza donde ensaya la tradición genérica de la transmisión del saber literario, en la que, entre otros muchos autores, han incurrido desde Rainer María Rilke –Carta a un joven poeta (1920), dirigidas al meritorio Franz Xaver Kappus– a Mario Vargas Llosa –Carta a un joven novelista (1997)–, el estilo es abiertamente irónico: “Los preceptos que van a leerse a continuación son el fruto de la experiencia; la experiencia implica una cierta suma de equivocaciones”.
Baudelaire, Salón 1846'
Bajo esta aparente frivolidad inteligente, sin embargo, hay sustancia. El poeta francés emula el ingenio de Voltaire, que escribió una obra equivalente dedicada a los polemistas. Y aconseja a sus pares que no olviden que el escritor moderno habita en un universo mercantil, es un artista libre pero dependiente en lo económico –el público burgués debe todavía asumir el papel financiero del antiguo mecenas– y “el arquitecto literario, cuyo sólo nombre no es una probabilidad de beneficio, debe vender a cualquier precio”.
La tarea literaria no es fácil. Sobrevivir de la pluma, mucho menos. “Hoy por hoy hay que producir mucho, de modo que hay que andar deprisa (…) Para escribir rápido hay que haber pensado mucho; haber llevado consigo un tema en el paseo, en el baño, en el restaurante, y casi en casa de la querida”. Son palabras escritas hace más de siglo y medio. En 1846. Todavía explican la brega cotidiana de la literatura y el periodismo.