Portada de la revista ilustrada La Esfera del 2 de abril de 1927. Noticia de la elección de Antonio Machado como miembro de la Real Academia Española

Portada de la revista ilustrada La Esfera del 2 de abril de 1927. Noticia de la elección de Antonio Machado como miembro de la Real Academia Española LA ESFERA

Letras

Antonio Machado en la RAE

El discurso de aceptación como académico del poeta sevillano, resucitado siglo y medio después de su nacimiento, se separa de la voz poética del sujeto romántico para anunciar un retorno a la objetividad y a los otros, un sendero que comienza en la poesía medieval y que proseguirán T.S.Eliot y Wallace Stevens

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“El gran problema de la crítica es siempre el análisis de lo presente y cercano”, escribió Antonio Machado en su discurso de ingreso en la Real Academia Española. Elegido en 1927, el poeta, sin embargo, nunca llegó a ingresar en la institución por razones inciertas, aunque hay sospechas de motivos políticos y personales. Ahora la RAE, cuando se cumplen ciento cincuenta años del nacimiento de su autor, ha rescatado el discurso, escrito en 1931, en una edición no venal, acompañado de una respuesta figurada de Azorín –que fue uno de sus principales valedores en la docta casa– y de otros textos informativos, como un comentario de Alfonso Guerra, comisario de la exposición que la Academia acoge estos días, Los Machado. Retrato de familia.

En su disertación, titulada “¿Qué es la poesía?”, Machado empieza tomando conciencia del estado de la lírica en su tiempo, admitiendo que el género ha ensanchado sus fronteras hasta la novela. Joyce y Proust pueden ya considerarse poetas aunque no hayan escrito en verso, puesto que sus obras representan una extenuación del lenguaje poético y, por ello mismo, constituyen a la vez un final y un principio: “Cuando una pesadilla estética se hace insoportable, el despertar se anuncia como cercano. Cuando el poeta ha explorado todo su infierno, tornará, como el Dante, a riveder le stelle, descubrirá, eterno descubridor de mediterráneos, la maravilla de las cosas y el milagro de la razón”.

Retrato de Antonio Machado de Leandro Oroz (1925)

Retrato de Antonio Machado de Leandro Oroz (1925)

Para Machado, cuando en aquella época se hablaba de la crisis de la poesía o incluso de su final, en realidad se estaba apuntando al agotamiento de la estética romántica, a una interioridad que ya había dado de sí todo lo que podía ofrecer y que ahora exigía una nueva objetividad. Curiosamente, Machado habla también de una “nueva sentimentalidad”, que para la generación del medio siglo –el grupo de poetas que se congregarían en su tumba, en Colliure, en 1959– sería algo así como el mot d’ordre de su intento de renovación estética y moral. El exceso de subjetividad, viene a decir Machado, ha conducido a una reacción antisentimental e irracional que bien podía estar indicando un nuevo camino, en lugar de denotar tan solo una agonía.

No deja de ser llamativo que, en este extremo, el poeta coincidiera con otra gran figura coetánea a la que sin embargo no cita. Por esa misma época, T.S. Eliot estaba poniendo en práctica en su propia poesía unos presupuestos estéticos muy polémicos y revolucionarios con los que se discriminaba a los románticos para privilegiar a los medievales –Dante, sobre todo, en detrimento de Shakespeare– y a los barrocos –John Donne y los metafísicos–, buscando una “huida de la emoción” y una detonación del yo a través de diversas máscaras poéticas.

Al igual que Eliot, Machado censura el exceso “egolátrico” de la poesía del ochocientos, la ilusión idealista que hizo creer en la autonomía absoluta del sujeto. Demostrando un admirable dominio de la historia de las ideas –la filosofía, dice, ha sido su principal ocupación en los últimos tiempos–, el poeta apunta entonces una cuestión fascinante. El XIX fue a su juicio un siglo solipsista que en realidad supuso una reacción violenta “contra los dos temas esenciales de la cultura occidental” que son, por un lado, la dialéctica socrática –que inventa la razón humana, la comunidad mental de una pluralidad del sujetos– y, por otro, “la más sutil dialéctica del Cristo, que revela el objeto cordial y funda la fraternidad de los hombres emancipada de los vínculos de sangre”. “Solo Platón y Cristo”, continúa Machado, “supieron dialogar, porque ellos más que nadie, creyeron en la realidad espiritual de su prójimo”. El poeta recuerda entonces una afirmación de su Juan de Mairena según la cual “el hombre del ochocientos no creyó seriamente en la existencia de su vecino”.

T.S. Eliot

T.S. Eliot

Al mismo tiempo, Machado se revuelve contra los dictados apocalípticos de Oswald Spengler, que apenas una década atrás había constatado en su célebre ensayo la decadencia de Occidente, un diagnóstico que para el poeta tan solo revelaba la frustración de los alemanes en su intento de dominar el mundo. La noción de decadencia era tan solo una forma de disimular un etnocentrismo racista del que, por otra parte, Machado no llegaría a conocer su manifestación más siniestra. Por ello impresiona aún más su temprana intuición de que, bajo las jeremiadas de los nacionalistas, anidaba una araña mortífera.

Machado, por tanto, quiere terminar su espléndido discurso, lleno de luminosas digresiones, con una nota de esperanza:

“El mañana, señores, bien pudiera ser un retorno –nada enteramente nuevo bajo el sol– a la objetividad, por un lado, y a la fraternidad, por otro. Una nueva fe –porque es en el campo de las creencias donde se plantean los problemas esenciales del espíritu– se ha iniciado ya. Comienza el hombre nuevo a desconfiar de aquella soledad que fue causa de su desesperanza y motivo de su orgullo. Ya no es el mundo mi representación, como en lo más popular, la única verdad metafísica popular del ochocientos. Se torna a creer en lo otro y en el otro, en la esencial hetereogeneidad del ser. El yo egolátrico del ayer aparece hoy más humilde ante las cosas. Ellas están ahí y nadie ha probado que las engendre yo cuando las veo, enfrente de mí hay ojos que me miran y que, probablemente, me ven, y no serían ojos si no me viesen”.

Retrato de Ortega y Gasset de Ignacio Zuloaga y Zabaleta

Retrato de Ortega y Gasset de Ignacio Zuloaga y Zabaleta

Antes Machado ha citado elogiosamente la polémica expresión de Ortega sobre la “deshumanización del arte” para referirse a la tendencia de los nuevos poetas a que sus imágenes adquirieran un valor algebraico, emancipado del hic et nunc. No otra cosa, por cierto, es lo que estaba haciendo por entonces Wallace Stevens, que bien podría servir como epítome de ese nuevo lenguaje. Pero el apunte de Machado también nos serviría para ver en la “deshumanización” orteguiana un matiz más positivo, puesto que, al fin y al cabo, el proceso también implica una apertura a todo aquello que está fuera del sujeto, ni más ni menos que a la “circunstancia”, en un sentido amplio, sobre la que Ortega basó su pesquisa filosófica, el intento de reinsertar al yo en el mundo, superando tanto los límites del idealismo como los de la ciencia, dos formas de reducción que a la postre habían terminado por desahuciar el fenómeno de la existencia.

Y esa fue, también, la tentativa de T. S. Eliot, que en su obra final –en los Cuatro cuartetos, sobre todo– buscaría su propia manera de integrar lo otro y al otro en una poesía religiosa, ortodoxa incluso, que se proponía trascender la experiencia individual para formular una vivencia espiritual ecuménica. Aunque Machado estaba en las antípodas ideológicas de Eliot –que se definió como católico, monárquico y conservador, su antena poética registró las mismas ondas humanas en busca de una expresión más amplia, generosa y profunda –la Neue Sachlichkeit de Weimar tampoco andaba lejos de ahí– que superara las constricciones de la modernidad. Un camino que todavía seguimos haciendo con nuestro andar