Vargas Llosa y el criollismo sentimental

Vargas Llosa y el criollismo sentimental DANIEL ROSELL

Letras

La verdadera Barcelona de Vargas Llosa

Los años que el escritor peruano pasó en la Ciudad Condal han sido descritos mediante una larga serie de tópicos tan reiterativos que acabaron dando forma a un decorado de cartón piedra de la cultura española tardofranquista

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Barcelona era entonces, todavía, pobretona, cosmopolita y universal; ahora es riquísima, nacionalista y provinciana”. Así evocaba Mario Vargas Llosa la ciudad en la que vivió durante unos años, a finales de la década de 1960 y principios de la siguiente, en un artículo memorable titulado Sombras de amigos (El País,17/05/92), una espléndida Conversation piece sobre el encuentro del entonces joven e incipiente escritor peruano con el grupo de poetas y novelistas agavillados en torno a la autoridad de Carlos Barral, su primer editor, cuya memoria siempre veneró y quien a su juicio había convertido Barcelona, por un tiempo al menos, en la capital literaria de América Latina. 

El artículo se publicó cuando la mayoría de los retratados –a excepción de Gabriel Ferrater, que se había suicidado en 1972– acababan de morir. Muy reciente era la muerte de Juan García Hortelano, madrileño a quien Vargas Llosa frecuentó sobre todo en Barcelona, lo mismo que las de Gil de Biedma y el propio Barral, todos fallecidos con poco más de sesenta años. Para Vargas Llosa, esas pérdidas suponían el final de una época que en su biografía había constituido el principio de su madurez y de su reconocimiento, esa oportunidad que los griegos llamaban kairós y que determinó el resto de su vida. Pocas veces se repara, sobre todo cuando un figurón como Vargas Llosa desaparece, en que lo más importante en el desarrollo de un gran escritor no es tanto su consagración, –los sonados laureles tardíos y convencionales–, como ese periodo de incertidumbre, riesgo y estudio en el que empiezan a latir todas las virtualidades de su talento y que luego, paradójicamente, la gloria suele sepultar bajo las frías pavesas de la publicidad.

'Usuras y figuraciones', de Carlos Barral

'Usuras y figuraciones', de Carlos Barral LUMEN

La época barcelonesa de Vargas Llosa ha sido tan mitificada como banalizada por una serie de tópicos que conforman ya una especie de decorado de cartón piedra de la cultura española tardofranquista. Por eso son tan valiosos los retratos, espléndidos, conmovedores y vivísimos, que el novelista nos dejó de Gabriel Ferrater, Juan García Hortelano, Gil de Biedma o Carlos Barral en aquel artículo, gracias al que uno puede respirar la misma atmósfera de diversión noctámbula y alta exigencia intelectual que deslumbró al disciplinado aprendiz de escritor. 

Antes que Carmen Balcells, fue Carlos Barral –y Esther Tusquets, brevemente, con la estupenda edición de Los cachorros en Palabra e Imagen, ilustrado por el fotógrafo Xavier Miserachs– quien de verdad animó la carrera del joven peruano. Como dice en Sombras de amigos, “Él publicó mi primera novela, luchando como un tigre para que salvara el obstáculo de la censura, me hizo dar premios, traducir a varias lenguas, me inventó como escritor. Ya se ha dicho todo lo que hace falta sobre el ventarrón refrescante que fue, para la embotellada cultura de España de hace treinta años, la labor de Carlos en Seix Barral. Pero nunca se dirá lo suficiente sobre el encanto del personaje que creó de sí mismo y sobre el hechizo que era capaz de ejercer, entonces, antes de las durísimas pruebas que tuvo que sobrellevar”.

Gabriel Ferrater

Gabriel Ferrater ARCHIVO FERRATER

El perfil que traza luego de aquel poeta, memorialista y editor excepcional, a menudo eclipsado por su propia leyenda, es una de los homenajes más generosos y justos que un escritor haya tributado jamás a su descubridor. No en vano, cuando recibió la noticia de la concesión del Nobel, él quiso acordarse de Barral antes que de nadie. Igualmente lúcido y vivaz es el recuerdo del desmesurado Gabriel Ferrater, a quien Vargas Llosa no duda en calificar de genio: “Genio es una palabra de letras mayúsculas, pero no sé con cuál otra describir esa monstruosa facultad que tenía Gabriel para aprender todo aquello que le interesaba y convertirse, al poco tiempo, en un especialista. Entonces se desinteresaba del tema y movía en una nueva dirección. Un diletante es un superficial, y él no lo fue cuando hacía crítica de arte y desmenuzaba a Picasso ni cuando discutía gesticulando como un molino de viento las teorías del Círculo de Praga, ni cuando pretendía demostrar, citando de memoria, que el alemán de Kafka provenía de los atestados policiales”. 

Para García Hortelano tuvo Vargas Llosa las palabras más emocionantes, recordando la rara virtud de aquel novelista al que todo el mundo quería: “Nunca conocí, entre las gentes de mi oficio, a alguien que me pareciera tan íntegro y tan limpio, tan naturalmente decente, tan falto de vanidad y de dobleces, tan generoso como Juan. La bondad es una misteriosa y atrabilaria virtud, que, en mi experiencia –deprimente, lo admito–, tiene mucho que ver con la falta de imaginación y la simpleza de espíritu, con una ingenuidad que a menudo nos parece candidez”. A diferencia de Ferrater, García Hortelano era “discreto, medido, servicial y, sobre todo, modesto para exhibir su inteligencia, a la que disimulaba detrás de una actitud bonachona y una cortina de humor. No era de Barcelona, pero en esta ciudad lo conocí y allí lo vi muchas veces –más que en su Madrid–, y el día que nos presentaron fuimos a comprar juntos una gramática catalana y nos confesamos nuestra idéntica debilidad por esa tierra”. 

El escritor y poeta Jaime Gil de Biedma

El escritor y poeta Jaime Gil de Biedma WIKIPEDIA

De Gil de Biedma, Vargas Llosa destacó su afición al malditismo y a la “nostalgia del fango”, aunque también observó que en realidad “era mucho menos malvado de lo que hubiera querido ser y menos duro y cerebral de lo que se presenta en su Diario, cuando, en un círculo restringido de amigos, en la alta noche, se cansaba de posar, ponía de lado la máscara del maldito, y aparecía el fino lector, el hombre descuartizado entre una vocación y un oficio, el de la ambivalencia sexual, el vulnerable y atormentado muchacho que escribía versos.”

Gil de Biedma, por su parte, había discutido, durante una conversación en la librería Cinc d’oros en 1970, la reseña que Vargas Llosa había publicado años atrás sobre Últimas tardes con Teresa de Juan Marsé, a su juicio desenfocada, aunque al final fuera ditirámbica. Gil de Biedma, de todos modos, no dejó de elogiar al mismo tiempo a su amigo, diciendo que el peruano era “un personaje dieciochesco que está muy bien”, calificación muy propia del poeta, a quien le gustaba identificar a sus amigos con distintos periodos literarios. Y no hay duda de que el Siglo de las Luces era el que mejor le sentaba a Vargas Llosa, quizás el último escritor en pedir para mí mismo esa condición estatuaria propia de una tradición que va de Goethe a Thomas Mann, cuando los jefes de Estado aún recibían a escritores. 

Juan Marsé

Juan Marsé

Cuando Marsé, por cierto, recibió el Premio Juan Rulfo durante la FIL de Guadalajara, en 1997, fue Vargas Llosa el encargado de pronunciar una inolvidable laudatio, que no pudo ser más rotunda: “Marsé, aseguró, “es uno de los mejores escritores de lengua española. Su obra dignificó el realismo literario, que andaba estancado en los convencionalismos narrativos, abrió un espacio al idioma vivo de la calle y trituró ferozmente los lugares comunes y los estereotipos. Juan Marsé no sabe realmente cuánto talento tiene, qué importante es la obra que ha hecho, ni cuánto le debemos sus lectores". Fue otra muestra de la generosidad que siempre dispensó a sus amigos. También cuando Félix de Azúa ingresó en la RAE, hace muy pocos años, él se ofreció a contestar su discurso de ingreso con unas de las apreciaciones más justas y vibrantes que se han hecho de un intelectual al que había conocido de muy joven en aquella misma Barcelona.

No es menor, entre todo lo que cristalizó en Vargas Llosa durante su estancia barcelonesa, la efímera colaboración con Martín de Riquer –a quien dedicó otro obituario ejemplar–, para la edición de El combate imaginario (1972), las cartas de combate de Joanot Martorell, el autor del Tirant lo Blanch, novela que le había deslumbrado durante su juventud y que le aficionó para siempre a los libros de caballerías. “Nadie que yo haya leído”, escribía en aquel obituario, “ni siquiera el gran Huizinga de El otoño de la Edad Media, me ha hecho vivir tan de cerca y con tanta verdad como los ensayos de Martín de Riquer lo que debió ser la vida en Occidente hace ochocientos o mil años, esa sociedad donde la espiritualidad más refinada y la brutalidad más feroz se confundían y se pasaba del cielo al infierno o viceversa sin darse cuenta: de los salones cortesanos donde se inventaba el amor, a los helados monasterios donde se resucitaba a Platón y Aristóteles y se traducía a Homero, a los bosques plagados de forajidos, de santos, de peregrinos, de locos y leprosos, o a las plazas de las aldeas donde masas de analfabetos escuchaban, alucinados, las venturas y desventuras de las canciones de gestas”.

Martí de Riquer

Martí de Riquer

No hay que olvidar, por último, que en Barcelona fue donde Vargas Llosa escribió el que quizá sea, junto a Historia de un deicidio (1971), su mejor ensayo de crítica literaria, La orgía perpetua (1975), sobre Madame Bovary, a la vez ambiciosa autobiografía de lector, riguroso análisis de composición y subrepticio anuncio de un programa formal propio que se cumplió con creces en el ciclo de sus mejores novelas. 

Barcelona no fue solo para Vargas Llosa, por tanto, el escenario de su amistad con García Márquez y tantos otros escritores latinoamericanos, esa crónica más bien rosa del boom –etiqueta lamentable donde las haya– sino sobre todo una ciudad que ya era entonces la capital mundial de la edición en castellano y cuyo rico acervo cultural en sus dos lenguas contribuyó decididamente a elevar el vuelo de un gran escritor en ciernes, cuya verdadera vocación –aún inocente, luminosa y afirmativa en aquellos años– tantas veces olvidan sus detractores como sus aduladores.