
Martín Caparrós
Las vidas de Martín Caparrós, mortal sin rosa
Las memorias del periodista y escritor porteño, enfermo de ELA, condensan las luces y las sombras de toda una generación de argentinos y reflexionan sobre el paso del tiempo, la mística de la vejez y la dramática rotundidad de la muerte
“Había descubierto que la muerte es algo cierto, que yo también me iba a morir alguna vez. Eso es, en realidad, morirse: cuando, tras unos cuantos años de saber teórico, llega ese momento fatal en que uno entiende que es inevitable. Una revelación idiota: descubrir de pronto lo evidente, hundirse en el descubrimiento. Ahí empieza de verdad la vida. Los Reyes Magos son los padres, los hombres son mortales”.
El desengaño del final de la infancia se asemeja bastante a la decepción que causa, en el caso de poder contemplarla de forma consciente, cosa que no siempre sucede, la hondísima certeza de la muerte. En ambos casos nos encontramos con un hecho equivalente: la aceptación (amarga) de que nuestros anhelos, sean grandes o diminutos, heroicos o prosaicos, están condenados de antemano –igual que nosotros mismos– a extinguirse sin haber llegado a ondear por completo, como si fueran banderas estériles.

Martín Caparrós
De infantes quisiéramos creer –así nos lo contaron nuestros padres, que son los primeros que nos mienten– que existe la magia y las monarquías obedecen los méritos; cuando somos viejos, que es una etapa que a veces empieza en la mitad del camino de nuestra vida, inventamos que estamos resguardados por una idea falaz de la inmortalidad, esa facultad que Borges imaginó como espanto, en vez de tenerla como regalo de los dioses.
Todo esto, por supuesto, es un juego vano. Puro pasatiempo. La vida no es más que una cadena de desengaños. Nada dura. Nada permanece. Nada se está quieto. Incluso los instantes que creemos felices acaban con la realidad irrumpiendo dentro de la ficción en la que nos cobijamos. Hace falta tener cierta sangre fría, llámenlo también valentía o desesperación si lo prefieren, para admitir esta lógica última de las cosas, ponerse a cavar por anticipado tu tumba o esculpir la estatua aquel que ya no serás.

Martín Caparrós
El periodista y escritor argentino Martín Caparrós (1957) hace este difícil ejercicio en Antes que nada (Random House), sus inesperadas memorias, una larga rememoración íntima sobre sus edades, viajes, experiencias, geografías, pensamientos, dogmas, filias y fobias, surcada, igual que un día lo estuvo su rostro, por la cicatriz de una enfermedad, la ELA, incurable. Una maldición equivalente a recibir una sentencia (infalible) de muerte.
Descendiente de padre español y madre judía, hijo del glorioso sincretismo argentino, Caparrós pertenece a una generación –la que vivió con veinte años el tránsito entre los sesenta y setenta del pasado siglo– altamente politizada, en general fascinada con el marxismo, enamorada sin duda de sí misma, convencida de que el viento de su época la había situado en la orilla correcta de la Historia. Dueña de una libertad que no siempre ha sido consciente de la responsabilidad que supone decidir con autonomía.

'Antes que nada'
En su figura convergen pues los rasgos de un tiempo de la historia de Argentina: el conocimiento de primera mano del totalitarismo, sufrido en primera persona; la fascinación por la mística de los partisanos, los ecos de la revolución cubana, convertida hace años en una cárcel–, la voluntad de ser sin someterse a más convenciones que las propias. Caparrós usa todo este material para documentar cómo el río de su vida, a veces estrecho, otras con más caudal, se ha ido alimentando de toda una constelación de tributarios políticos, culturales y sentimentales.
Sus confesiones relatan los hechos de una vida concreta, la suya, pero disponen a su alrededor a personajes –mujeres, amistades, maestros– de un cosmos en vías de extinción. Como nadie vive para contar su propia muerte, Caparrós ha querido escribir antes del fin esta crónica personal, que por momentos adopta la forma de un misal y a veces suena como un libro de meditaciones. Levanta así el acta de su vida desde ese punto donde empieza la vejez, sabiendo ya de partida que el desenlace, que siempre es el mismo y, a la vez, nunca se repite igual, no queda lejos. De hecho, el vértigo que nutre a este libro consiste en que el momento del telón está demasiado cerca. Detrás de una curva. A la vuelta del camino.

'La crónica'
Esta certeza condiciona el tono de la historia, pero también la forma. Las memorias de Caparrós son un sostenido desahogo –655 páginas donde lo narrativo convive con lo lírico, evitando en lo posible caer en la autoindulgencia– sobre la experiencia acelerada de la mortalidad, pero sin una flor –“Rosa es una rosa es una rosa es una rosa”, escribió Gertrude Stein– a la que acogerse. El periodista argentino huye del sentimentalismo, aunque el diario de su enfermedad, en el que el pasado se cruza con el presente y la ausencia de futuro, contenga una inequívoca y poderosa carga emocional, camuflada bajo una mirada contenida.
La encontramos, sobre todo, en los pasajes acerca de la enfermedad degenerativa que padece, que se relevan en la carrera con muchas estampas de su biografía: los años políticos como militante en grupos de izquierda radical, el exilio europeo (París, primero; Barcelona y Madrid después), los regresos (siempre temporales e imperfectos a Buenos Aires) y la crónica de su enraizamiento (inconsciente) en el centro de la Península, donde descubre el horror de su dolencia asesina e impía.

'La Historia'
También aparece en esta relación su trayectoria profesional: su estreno, con 16 años, en el diario Noticias, propiedad de los montoneros, los años como locutor en Radio Belgrano, los encuentros y desencuentros con Jorge Lanata, los inicios míticos del diario Página 12, su etapa (gozosa) como crítico gastronómico, la aventura de Babel, una revista sobre libros; su labor en el semanario Primera Plana, la salida con estrambote de The New York Times, el aposentamiento en las páginas del El País, el ejercicio liberal del periodismo, los viajes, los reportajes, las columnas. Su obsesión por explicar las razones de una generación que flirteó con el terrorismo político e idolatró a la guerrilla.
Todo eso que fue llenando los días sucesivos con rutinas. La vocación de escribir contra el viento y las mareas. A toda costa. El sueño perpetuo de convertirse en escritor. Caparrós, igual que otros muchos cronistas, es un profesional de la escritura desde hace muchos años, aunque en estas confesiones muestre, en un gesto de vulnerabilidad antológico, cierta resignación mansa por no haber sido apreciado como autor de ficciones, a pesar de consagrarse en el periodismo latinoamericano.

'El hambre'
También hay secretos, que dejan aquí de serlo, de su vida personal. Desde la evocación de una visita, con su padre, a Puerta de Hierro para conocer la efigie grave del dictador Juan Domingo Perón; un retrato lejano de Rodolfo Walsh, el recuerdo de Juan Gelman, los últimos días de vida de Tomás Eloy Martínez (uno de sus maestros), la comprensible admiración por Ricardo Piglia, la historia de un affaire homosexual con Juan José Saer, el descubrimiento de la cocaína, las mujeres (cambiantes) de sus noches, la pasión por el Boca Juniors, la evocación de sus años como jugador de rugby, la vana aspiración de hacer cine, su pasajera afición por los toros y el cordero al horno, la devoción por la poesía y la prosa de Quevedo. La resolución de dejarse crecer un bigote decimonónico para dotarse de un estandarte. La paradoja de estar toda la vida siendo independiente y acabar pidiendo ayuda para todo.
Caparrós afirma que morirse es de una banalidad casi humillante. Sus memorias nos hablan de esta rutina, que es también ruina, pero van equilibrándolas con fugas narrativas hacia sus mejores años, las lecturas esenciales, el milagro de explicar el mundo gracias al alfabeto o el repaso de algunas causas nobles –como la batalla civil contra el hambre– que considera justas. Acaso las partes en las que el periodista argentino incluye textos de su autoría publicados en otros sitios que considera importantes en su vida, emulando la Antología personal de Piglia, sean prescindibles, pero se intuye que Caparrós ha preferido hacer un libro sincero (con su actual estado anímico) más que una obra perfecta. Y está perfecto. Cada uno debe ser el único señor de sus crepúsculos.

Martín Caparrós
Quizás por eso regala a sus lectores muchas definiciones hermosas: “La adolescencia, esa sensación de que por fin lo que te pasa es cosa tuya”; “La jerarquía es como los estantes: mientras más altos, menos sirven”; “Tu país es sobre todo ese lugar donde tu historia nunca es solo tuya”; “Nombrar a un hijo es definirlo”; “Ser periodista es el trabajo de los escritores”; “Argentina es la decepción que nunca falla”; “El paraíso, el infierno son los otros. Pronto sólo estarán los otros”; “Inventaron la vejez pero no la supieron hacer buena. No prolongaron la vida sino la decadencia”.
La enfermedad atraviesa por completo el libro, pero no de una forma agónica o dramática, sino como una suerte de asombro irreal: “Es curioso que la idea de dejar definitivamente de sufrir pueda provocar tanto sufrimiento”. Caparrós rubrica aquí su testamento. Su autorretrato. Al leer sus memorias no oímos la voz de un hombre paralizado, con el pie ya en el estribo, difunto. Vemos a un individuo vivo. No cabe concebir mejor despedida.