Xita Rubert: "La experiencia vivida no se traduce de forma directa en el arte"
La escritora catalana publica Los hechos de Key Biscayne, su segunda novela con Anagrama, donde explora una historia sobre la pérdida de la inocencia y la búsqueda de la libertad en el marco de una relación entre un padre y una hija
Hija de la escritora Luisa Castro y del filósofo Xavier Rubert de Ventós, Xita Rubert ha crecido rodeada de libros, pero ajena al mundo intelectual y académico hacia el cual, desde su primera novela, mostró una cierta desconfianza. Lo vimos en su primera novela, Mis días con los Kopp, y lo volvemos a ver en su segundo trabajo, Los hechos de Key Biscayne (ambas editadas por Anagrama). En estos dos títulos tenemos a una narradora en primera persona que cuenta, desde la distancia espacial y temporal, un viaje hacia la pérdida de la inocencia que se lleva a cabo en un mundo de adultos de clase media alta. Cultos y académicamente respetados, estos adultos parecen sin embargo no responder, desde un plano práctico y moral, a los valores que dicen representar. La relación padre-hija está en el centro de ambas historias, puesto que es la revisión de esa relación lo que lleva a las protagonistas a replantearse el relato del mundo y a cuestionar las mascaradas intelectuales, el fingimiento, la aceptación o las supuestas rarezas de quienes rompen con determinados códigos.
Varias veces ha dicho que sus novelas son ficción. Sin embargo, cuando se las lee se tiene la impresión de que está hablando de usted misma o, por lo menos, de que escribe desde la propia experiencia.
¡Has ido al hueso! Es verdad que hay libros que uno siente vividos. En mi caso esta sensación no se debe a que mis libros nazcan directamente de mi experiencia. Diría que es más bien un efecto técnico, casi, para mí. Siempre trabajo la complicidad con el lector; necesito que sienta que el narrador ha vivido lo que está contando, pero no solo: quiero que el lector tenga la sensación de ser él el protagonista, de que él es quien está montado en el coche, el que cruza el puente, el que llega al condominio… Por esotrabajo mucho sobre la fisicidad de los escenarios. Este interés me viene, muy probablemente del teatro y del cine.
Me gusta mucho trabajar con las imágenes. Trabajo sobre el lenguaje de modo en que el lector se olvide que está delante de una página escrita. Además, la experiencia vivida no se traduce nunca de forma directa en el arte ni en la literatura; se puede hablar, en todo caso, de una traducción imprevisible de esa experiencia; y digo imprevisible porque una nunca sabe exactamente cómo terminará mostrándose una vez convertida en literatura. Como lector puedes leer una escena y creer que eso que ahí se narra lo ha vivido la autora, pero en realidad lo que ha vivido la autora es otra cosa, que se plasma de una manera extraña, distinta… Es decir, quizás esa escena no es sino una traducción de un magma de experiencias vividas.
Al respecto, tanto en esta novela como en la anterior usted parece tensar los códigos realistas introduciendo momentos hiperbólicos y situaciones extrañas.
No hay una voluntad consciente de poner en crisis el realismo más decimonónico o, por lo menos, no es con esta intención con la que yo me pongo a escribir. Cuando escribo una de las cosas que más me interesa es trabajar la escena: individualmente, pero también observándola desde dentro de la historia. Y al construir la escena lo que busco es hacer emerger lo absurdo, lo obsceno o, en el caso de esta novela, lo moralmente cuestionable de manera natural; es decir, sin subrayar su extrañeza, si bien promoviendo que el lector sí que la perciba así. En otras palabras, yo introduzco lo absurdo como algo normal dentro de lo que se está contando para que el lector perciba su carácter extraño.
¿Quiere provocar en el lector una sensación de extrañamiento?
Totalmente. Este es precisamente el efecto que me quiero. No me interesan en absoluto esos narradores que están contantemente indicando lo extraño que está sucediendo; los narradores que me interesan son aquellos que pertenecen a ese mundo extraño, de tal manera que sea el lector el que identifique lo terrorífico. Lo resumiría diciendo que me gusta trabajar desde dentro de esa extrañeza.
El hecho de que El Quijote sea un libro muy presente en su novela, siendo una lectura compartida por el padre y su hija del relato, ¿podríamos leerlo como guiño sobre cómo debe leerse su novela?
Alude a esa mirada algo trastornada, es decir, a esa mirada desde dentro de la extrañeza. El personaje del padre no hace nada de lo que se espera que debiese hacer un padre. Su figura me permite darle la vuelta a lo previsible, pero sin subrayar su carácter extraño: dentro de los parámetros de la novela y del contexto familiar y geográfico en el que se desarrolla la trama la figura del padre encaja perfectamente.
Como en su anterior novela se centra en la relación hija-padre, una relación que no es de odio, pero tampoco puede considerarse de amor.
Es como todas las relaciones: se entremezclan sentimientos. Este es un libro sobre la relación sobre un padre y una hija, pero también sobre cómo un padre puede llegar a construir para su hija un relato de los hechos totalmente alterado. Cuando me mandaron la lectura que el jurado del Premio Herralde hizo de mi novela me llamó la atención que Marta Sanz señalara que giraba en torno a la violencia vicaria. Yo no llo había pensado de esta manera, pero esto demuestra que cada uno lee de manera distinta.
También podríamos leerla como una novela sobre la pérdida de la inocencia.
La narradora es adulta y, desde el primer momento, le dice al lector que va a contar lo que ella quiere y como quiere, modificando lo que considere. Por tanto, no es del todo fiable. Pero sí es cierto que lo que ella narra es un viaje hacia la pérdida de la inocencia, pero también hacia la libertad, hacia esa libertad que te da una nueva percepción de los hechos del pasado.
Pero ¿es una percepción correcta? Es decir, la protagonista nos dice que modifica los hechos, así que, en verdad, lo que nos narra no es lo que sucedió, sino una reconstrucción ficcionalizada.
En la novela se habla de la relación problemática entre la realidad y la ficción, pero estas reflexiones, a veces en forma de conversación, no son reflejo de una posición teórica o literaria concreta. A mí las discusiones literarias no me interesan mucho. Ese rodeo alrededor de lo real tiene más que ver con mi convencimiento de que hay algo de indecible o de inconfesable en las cosas que quiero narrar. Esto es algo que les pasa a otros autores que me interesan, como Onetti o Clarice Lispector: hay algo en el núcleo de las experiencias sobre las que quieres escribir, independientemente de si las has vivido o no, que no puedes atacar directamente. Tienes que dar una especie de rodeos y, si eres lo suficientemente hábil te llevas al lector contigo para que te acompañe en todos los derrapes de la novela.
Uno de los grandes temas del siglo XX es la insuficiencia del lenguaje a la hora de nombrar.
Yo no tengo ninguna confianza en el lenguaje ni apego por él. Digo esto, pero me dedico al lenguaje. Es una paradoja y es una tensión, ¿no? Trabajo con un material en el que no confío. A veces pienso que si supiese bailar mejor o si fuese muy virtuosa con algún instrumento buscaría otro modo de expresión, porque creo que muchas veces las palabras no dicen lo que querría decir con ellas. Tengo la impresión de que el lenguaje suele ser más cháchara que incisión en la realidad.
Esa insuficiencia del lenguaje, de todas maneras, no es exclusiva de la palabra escrita: la pintura con la crisis de la representación y la música la su experimentación con los silencios o los contrapuntos reflejan esa misma crisis de confianza.
Es cierto. Y, en efecto, uno de los protagonistas de mi primera novela es una especie de escultor y pintor extraño. En esa novela hay varias páginas que son reflejo de la manera mediante la cual el diálogo se convierte en cháchara masculina o, como dicen en inglés, el locker room talk propio del compadreo masculino. Cuando lees esos diálogos, tú como lectora te das cuenta de lo lejos que estás de todo ese intercambio de palabras. Lo que me interesaba era observar de qué manera, con el lenguaje, surfeamos sobre los hechos o cómo, cuando nos acercamos a ellos, patinamos.
Hay algo de teatral en sus novelas. Ambas tienen lugar en espacio delimitados y tendencialmente cerrados
Seguramente se debe a que, cuando era pequeña y durante algunos años, trabajé como actriz en una serie de televisión en Galicia. Es posible que esa experiencia del plató y de la cámara, o el aprendizaje del guion, haya terminado por influir en mi trabajo con la literatura, puesto que, sí, mis novelas siempre suceden en espacios no sé si cerrados, pero sí contenidos, aunque llenos de capas y de complejidad. A pesar de ser espacios reducidos hay personajes de lugares distintos -ingleses, norteamericanos, latinoamericanos…-, pero también hay seres sanos, enfermos, locos y cuerdos.
Sus dos novelas tienen lugar en Estados Unidos, país que conoce bien, pero que no es el suyo. ¿Entiende la escritura como una forma desplazamiento?
Es algo inconsciente, si bien creo que es necesario salir de la propia mirada para escribir. Escucho muchas veces que un escritor empieza a serlo cuando tiene su mirada, sin embargo, en mi opinión, es todo lo contrario: el escritor empieza serlo cuando abandona su propia mirada para así desplazarse hacia otra forma narrar y narrarse desde ahí.
Sus dos novelas proyectan una mirada irónica y crítica hacia el hombre intelectual de clase acomodada que vive entre palabras, pero es incapaz de llevar adelante el día a día.
Ambas novelas retratan personajes de clase alta o de clase medio alta con cierta cultura y vínculos con el mundo intelectual. En el caso de Los hechos de Key Biscayne me divertía mucho la idea de colocar a un filósofo en Miami, ciudad que asociamos con la cultura hortera de los nuevos ricos. Pero ¿hay realmente tanta diferencia entre la alta y la baja cultura? ¿Estamos seguros de que la posición social y cultural equivale a una cierta altura moral? Quería observar cómo un narcotraficante, hacia cual tenemos bastantes prejuicios, puede llegar a actuar de modo mucho más normal y ético que un profesor universitario o que un cónsul.
Sobre eso han escrito David Lodge, Philip Roth o Nabokov.
-Sí, todos son autores que han representado la decadencia del mundo intelectual y académico. Nos muestran personajes que miran desde una posición de superioridad, pero que, finalmente, acaban actuando de manera muy cuestionable. Se les retrata de manera devastadora. La contradicción entre lo que son y lo que representan es lo que interesa a todos estos autores y a mí también.
-¿Ese interés tiene algo de biográfico? Su padre, Xavier Rubert de Ventós, era filósofo y su madre, Luisa Castro, es escritora.
Es cierto, pero yo crecí en Galicia con mi madre, mi tía y mis abuelos. Mi día a día estaba muy alejado del mundo cultural y ajeno a toda la pompa intelectual. Es cierto que había muchos libros en mi casa, pero mi abuelo era pescador y mi abuela es ama de casa. Yo llegué a Barcelona con dieciséis años y, por tanto, esos plumajes y esas pantomimas de las imágenes públicas siempre me parecieron bastante extrañas. Diría que escribo precisamente desde esa extrañeza y desde una cierta desconfianza hacia lo que se presenta como digno, bueno, interesante, culto. En mi primera novela el personaje más interesante es aquel al que todos consideran un tonto porque no sabe lo que es la compostura. En Los hechos de Key Biscayne me interesa poner el foco en los personajes que se escapan de lo académico o de lo cultural.
Usted está haciendo un doctorado en Princenton. ¿Cómo gestiona su formación y su trabajo en una universidad norteamericana con su mirada descreída hacia este mundo académico-cultural?
Estudié filosofía porque me interesaban los textos y tuve un muy buen profesor de filosofía en el bachillerato. siempre he leído mucha ficción y cuando entré en la universidad ya escribía. Lo que quería era aprender historia de las ideas. La teoría o la filosofía en abstracto no me interesan; lo que me atraen son las ideas complejas que pueda llegar a encarnar y a convertir en personaje, en escenas, en desastre, en caos y en la resolución al final de un libro. Me atrae más todo esto que la pura abstracción. No me convencen las novelas donde se filtra la teoría. Si un libro te aporta algo nuevo, aunque sea una simple imagen, es porque está pensando fuera de lo que se oye, fuera de lo que ya se ha dicho. Claro que todo lo que hemos aprendido, estudiado y oído te influencia, pero hay que ir más allá. Los académicos tienen la idea de que no existe la originalidad, pero eso no es cierto. La originalidad existe. Evidentemente hay quien es incapaz de alcanzarla, pero a lo largo de la historia encontramos a más de un escritor raro, tal y como se les suele llamar, que dan una vuelta de tuerca a las cosas.
¿Cree que el talento es algo de innato?
Yo creo que hay una parte innata que no se puede explicar muy bien, pero hay otra que tiene que ver con la voluntad y la disciplina. Y luego está la suerte, que a veces acompaña y te permite encontrarte en la vida con escritores que te acompañan en el camino, que es muy arduo.
En su caso, ¿piensa en sus padres?
No solo, pienso también en los escritores que descubrí en mi biblioteca. Me hubiera gustado que mi padre me leyera, pero, desafortunadamente, hacía años que estaba enfermo y no llegó a tiempo. A veces siento que escribo intentando que él pueda leerme. Mi madre, en cambio, sí me lee, pero empezó a hacerlo muy recientemente. Nuestra relación nunca estuvo mediada por la escritura. Mi madre era mi madre y mi padre era mi padre, y ya está. Sí puedo hablar de escritores que me han acompañado y que de algún modo me han enseñado a romper con los modos, los modelos y las referencias; pienso en Melville, que tiene un elemento muy metafísico y espiritual. Moby Dick es una historia de aventuras, pero es también mucho más: en cada frase hay una cosmovisión. Y luego está su prosa, su uso de la adjetivación, del orden o el ritmo… Podría estar mil horas hablando de Melville. Y luego está Kafka con su interés por los bajos fondos, digamos, sociales y psicológicos, emocionales.
Los hechos de Key Biscayne es su segunda obra. ¿Se ha sentido igual de libre a la hora de escribirla que con Mis días con los Kopp o la buena recepción de este primer trabajo la ha condicionado?
No hay que dejar que te marquen ni que te influyan ni los elogios ni las críticas, porque uno está en un camino, explorando lugares, no sé si decir, del alma o de la experiencia que no pueden verse predeterminados por las opiniones ni por los aplausos. Por esto, intento constantemente tomar distancia de la recepción de mis libros.