La herencia de Vicente Aleixandre
La mítica casa madrileña del poeta sevillano, ahora en disputa entre las dos ramas familiares herederas del Premio Nobel tras años de permanecer en ruinas, fue la cueva filosofal de varias generaciones de poetas españoles
Los proyectiles lanzados desde el Jarama se veían todavía apelmazados sobre los edificios o incrustados en las fachadas de las iglesias. Así era el aspecto de las calles de Madrid, cuando Vicente Aleixandre hizo de su domicilio, en Velintonia número tres (hoy Calle Vicente Aleixandre), el centro del exilio interior, en la Colonia Metropolitana de Chamberí. Velintonia se convirtió, con el tiempo, en la cueva filosofal de los grandes aprendices, la Casa Rusia de Carlos Barral, Caballero Bonald, Gamoneda, Ferrater, José Agustín Goytisolo, Julia Uceda, Ángel González o Claudio Rodríguez; en suma, la llamada Generación del 50, el Medio Siglo, los poetas del doble sentido, el rastro de los simbolistas que aprendieron del maestro a proteger el verso, ante la amenaza de la censura.
Y allí, en Velintonia, sobre el asfalto que cubre ahora la ausencia de adoquines, el consejero de Cultura de la Comunidad de Madrid, Mariano de Paco, aseguró el pasado mes de septiembre que el Gobierno de Isabel Díaz Ayuso tenía intención de adquirir la vivienda del poeta por 3,2 millones de euros. Pero Amaya Aleixandre, sobrina segunda de Vicente y heredera mayoritaria de la finca, ha puesto pie en pared con una demanda judicial, cuyo desenlace se ha convertido en contienda entre dos ramas de un mismo linaje: los Usera Estirado con un 40% de la herencia, frente a los Aleixandre, dueños mayoritarios, con el 60%. El litigio encasta a un bufete de alto rango contra la firmeza de un bien raíz; enfrenta a la ley del más fuerte con el recuerdo de un piano junto al balcón difuminado como en los óleos de Gabriele Dante Rossetti. Es la pequeña guerra del nuevo rico frente y el hilo genético; el modelo Zendal -la administración paga primero para después privatizar- frente a la herencia natural; la púrpura contra el canon poético.
Aleixandre escribió siempre inclinado sobre su cama o sobre un sofá. Nunca se sentaba con la pluma en la mano, ni tampoco se ponía erguido para recitar o blasfemar según la tradición rutilante del café Pombo o del Gijón, reuniones literarias a las que él no asistía por recato. Recibía en casa, a media tarde, la hora de los más grandes, Jorge Guillén, Altoguaire o Dámaso Alonso, luciendo cardigán y juego de té recién lustrado por la hermana del poeta. Salía poco, pero se imponía a sí mismo realizar paseos en busca del vecino imaginado “porque no es bueno quedarse en la orilla, como el malecón o como el molusco que quiere calcáreamente imitar a la roca” (En la plaza).
Si el viento las susurra, sus palabras resuenan en las paredes de su casa convertida en fortín a partir de 1977, año en el que le concedieron el Premio Nobel. En la última etapa de su vida (falleció en 1984), el poeta se identifica con su breve enjambre de hombre marcado por la probidad, enemigo de la nostalgia, como se manifiesta en sus libros Poemas de la consumación y Diálogos del conocimiento. Chamberí significa para él su trozo del Madrid bonito en el que la gente se cruza en plena calle con ilusionistas y afiladores; su Colonia está hecha a base de casas de dos plantas, a las que se accede atravesando un jardín sin cancela, poca luz y serenos de noche. La disposición única de los signos que uno pueda haber visto -o imaginado- en su interior le conceden al conjunto el valor de símbolo. En una casa hecha de letras, como la de Aleixandre, el alfabeto castellano es una realidad inmutable; contiene el principio y el final de cada verso narrado. Frente a Velintonia vacía, en ausencia del poeta del conocimiento, uno cree entender que Aleixandre abandonó la literatura al final de su vida porque se sintió incapaz de verter conceptos abstractos sobre su entorno físico. Y así, el día en que dejó de formularse preguntas, desapareció.
El gran poeta del amor lo resumió casi todo en Historia del corazón, alma mater de prospecciones posteriores como el “No te olvides, temprana, de los besos un día/ De los besos alados que a tu boca llegaron”, incluido en Pasión de la tierra, pasaporte hacia la lírica del poeta andaluz más neobarroco de todos los tiempos, admirador insondable de Proust. Y miembro de una generación de frontera vocacionalmente alejado del ruido, no del compromiso; muy celoso siempre de su encumbrada intimidad de la que no pudieron disfrutar dos de sus mejores camaradas, como García Lorca, arrastrado al drama de su asesinato o Luis Cernuda, tocado por el abandono.
La Comunidad de Madrid quiere llevarse ahora la casa de Aleixandre a sus juegos de marquetería residencial; para ello ha depositado mas de tres millones en el juzgado instruye una disputa civil desencadenada por la estrategia procesal de la Administración. El Chamberí de hoy no es el de la Colonia Metropolitana. El distrito presenta la exclusividad, sin la tranquilidad de La Moraleja, pero con el sello de la alta calidad. No es el Salamanca de los lujosos áticos, pero ofrece el pie a tierra que tanto gusta a los nostálgicos del Guadarrama, que estos días retoman el pulso de la capital después de un indian summer cerca de casa.
Aleixandre no pudo intuir el rebote del valor de su metro cuadrado. Él se limitó a ser el latido inestimable del corazón poético de España, desde Antonio Machado -ruiseñor de Campos de Castilla- y Juan Ramón Jiménez (el otro Nobel), encastado en Moguer y refugiado en Puerto Rico-, hasta llegar a la prolongación surrealista de la meseta recogida en los memorables Cuadernos Velintonia (Seix Barral), de José Luis Cano. En marzo de 1995, junto a otros como Alejandro Sanz, Cano denunció el abandono institucional del histórico inmueble, un intento secundado entonces mayoritariamente por editores, académicos y escritores. Hoy, seguimos en las mismas.
Hombre de la República, Vicente Aleixandre nació en Sevilla, pasó su infancia en Málaga, visitó Marruecos en el tiempo de las kabilas insumisas, veraneó en balnearios y acabó viviendo en la misma casa de Madrid que había comprado su padre, capitán de ingenieros, en la década de los veinte. Hoy, los saloncitos sobre las ventanas están vacíos; son solo la pomada de una hermandad, la del 27 y sus seguidores del 50; el eco de unas notas en un teclado viejo; la esencia ausente de las visitas esporádicas, como las de Gil de Biedma, o de presencias perennes, como la de Carlos Bousoño, recogida como suma anecdótica en el libro Vicente Aleixandre, la memoria de un hombre son sus besos, una recopilación epistolar aumentada por el mismo Bousoño en La poesía de Vicente Aleixandre (Ínsula), con prólogo de Dámaso Alonso.
Este último libro estimula la confesión homoerótica eliminada de la foto costumbrista, oculta por la bota y el correaje y, posteriormente, la madurez largamente alimentada por la ficción del versador único. Dos etapas de su vida: una epopeya doliente en la España pía de la posguerra y un resumen amplísimo del juego de la palabra incrustada en el pensamiento, más que en la figura, en el símbolo más que en el cuerpo evocado. La poesía de Alexandre rebasa constantemente sus orígenes; se aleja del éxtasis y de la pena. Restaura un régimen nuevo, al margen de la inspiración y en busca de una sublimación. Esta idea resume dos de sus mejores aportaciones: Espadas como labios y La destrucción o el amor (ambas publicadas en Espasa Calpe).