Tibulo o la rueda de la pasión

Tibulo o la rueda de la pasión FARRUQO

Letras

Tibulo o la rueda de la pasión

Las Elegías del poeta de Gabii, cuyo ideal era vivir al margen de la fama de los hombres, reprueban el culto a la guerra y elogian una vida dedicada al amor carnal (entre ambos sexos) y a los placeres esenciales

10 junio, 2024 17:29

Desde su temprana muerte el nombre de Tibulo suele asociarse a la dulzura de su poesía sin que la posteridad haya encontrado el momento de desdecir, o por lo menos matizar, está reducción escandalosa. Porque si bien la dicción elegante y la dulce cadencia de sus versos son compatibles con la suavidad, el juicio solo es admisible a la manera que lo aplicaríamos a Keats o a Auden, con el compromiso de reconocer al instante el poso de resentimiento que arrastra el autor de Oda a una urna griega y el lúcido cinismo que anima Elogio de la piedra caliza. 

Como las pruebas no tardarán en acumularse, empecemos por señalar que Tibulo es el poeta antiguo que de manera más firme y decidida ha desligado su suerte de la fama, el esfuerzo, el mérito público y la guerra. Ni siquiera Horacio, que tanto celebró la áurea mediocridad, se atrevió a tanto. Lo que en sus antecesores aparece como un momento de duda o de fatiga, de juerga o de consuelo, Tibulo lo eleva a programa vital. Sus aspiraciones pasan por alejarse de los grandes escenarios: el teatro, los juzgados, el campo de batalla… y replegarse en una existencia ociosa entre tiernas vides, mieses abundantes y mosto espeso. Y el poeta expresa este abandono de lo público sin el menor disimulo ni complejo: “Ni me cuido de mi gloria / ni me importa que me llamen cobarde”. 

Tibulo en casa de Delia

Tibulo en casa de Delia LAWRENCE ALMA TADEMA (1866).

Tibulo dedica la décima elegía a explorar su antibelicismo: maldice el primer pino que sirvió para construir una nave de guerra y al primer hierro con el que se forjó una espada: 

¿Quién forjó primero las horribles espadas? 

Nadie más salvaje y de hierro que él. 

Qué locura convocar con la guerra el espanto de la muerte. 

Si ya está tan cerca, y se aproxima más y más con paso silencioso. 

En su reino no hay cosechas ni vino ni cultivos.

Y vaga una muchedumbre espectral

con las mejillas cortadas y el cabello quemado

Todos los valores marciales (la gloria, la fama, el honor) quedan denunciados como atajos hacia una muerte para la que el poeta solo tiene palabras de desprecio: “Aparta, negra muerte, tus manos codiciosas / apártalas, muerte sombría, por favor”.

El vitalismo de Tibulo está sembrado de sentido común, pero en el mundo antiguo la idea de una vida digna está tan entreverada con la fama y el deber que para refrendarse imagina una edad de oro donde no existían ciudades ni riquezas que defender, y el culto a los dioses se expresaba de manera sencilla en copas de madera y capillas discretas, el pastor se acostaba en paz junto a su rebaño y las canas llegaban a cubrir sin esfuerzo las cabezas. Una era que demuestra que la paz cultiva mejor los campos, que la paz nos enseño a trabajar las vides y templó un hierro sin sed de sangre para el arado. Una era ideal para disfrutar de Delia, su amor, porque el único criterio para juzgar una vida como buena que admite el poeta es la cantidad de horas que puede retozar, sin preocupaciones, con la muchacha que le gusta.

El ciclo de Delia 

La segunda de las elegías está dedicada a Venus, la diosa en cuyas filas sirve Tibulo, quién después de todo sí respeta un código de honor. Ajeno a las seducciones de la vida marcial Tibulo se desvive por ser dócil ante Venus, de cuyo bando se siente soldado. Y se desborda de agradecimiento al recordar los beneficios que la diosa otorga a quienes son atrevidos a su servicio: “Quien está protegido por el amor / no debe temer emboscadas / porque es inviolable / no me dañan los fríos perezosos de la noche / tampoco la lluvia torrencial”. 

Tibulo entra en casa de Delia o la lleva a la suya, y nadie les acusa ni les señala, incluso los maldicientes guardan silencio. Las aspiraciones de Tibulo se sacian en sus encuentros con Delia, en horas llenas de caricias, besos y reposo, ajenas al coro de ambiciones, y que le inspiran dulces versos que ofrece a la “blanda Venus”. Pero si este mundo ideal exige precauciones es porque atenta contra las leyes romanas; al fondo de este remanso de cálido ocio late un coágulo oscuro: Delia es una mujer casada, y para disfrutarla Tibulo se la roba a su marido.  

La elegía quinta supone el primer desgarro en el cuadro estático (casi de cuento de hadas) que Tibulo se ha pintado de las relaciones amorosas. Delia ha estado enferma, y pese a la separación el poeta está convencido de haberla curado a distancia gracias a la fuerza de su amor: “Yo soy aquel que cuando dormías agotada por la despiadada enfermedad / te salvó con sus promesas e impidió que te perjudicasen las pesadillas”. 

El confiado Tibulo no tardará en descubrir que Delia le esquiva, y  que ahora prefiere a otro amante: un hombre mayor que ambos, pero con dinero suficiente para cubrir a la muchacha de regalos. Tibulo entra por primera vez en contacto con otro metal, el dinero, tan doloroso para el espíritu como la espada para la carne, capaz de imponerse a Venus. Aunque Tibulo asiste al desplome de la fantasía de paz agrícola que había imaginado para él y Delia se lo toma con resignación. Apenas deja se permite un resignado reproche a su diosa:  He perdido el orgullo de ser valiente”. 

Lo que viene después es uno de los cambios de tono más violentos de la poesía de cualquier época: las elegantes cadencias que elogiaban la suavidad del amor se precipitan ahora hacia una maldición aterradora: 

Que ella solo se sacie comiendo carne cruda

que sus labios ensangrentados sobran la hiel más amarga.

Danzen a su alrededor las almas de los condenados

y a su paso granze desde los tejados el lúgubre buho.

Que un hambre atroz la impuse a comer la hierba de los sepulcros

y mastique los huesos que han despreciado los lobos.

Que una jauría de perros rabiosos le asalte por los caminos.

Ocurrirá: el dios asiente, 

al amante despechado también le protegen sus dioses.

Estas inflexiones, cercanas al ensañamiento se recrudecen en la elegía sexta donde encontramos a Tibulo ardiendo en la pira de los celos, aseteado de despecho y remordimientos: “Fui yo mismo, para mi desgracia, / quien le enseñe la manera de burlar la vigilancia, / y ahora me vence mi propia estrategia”. Conviene aclarar que no se trata de un remordimiento moral, sino de un arrepentimiento práctico. A Tibulo ni se le ocurre que el abandono de Delia sea un justo castigo por el trato que le ha dado a su marido, ni siquiera lo percibe como una justa ironía del destino. Lo que lamenta es haber despreciado su ventaja.

'Elegías amatorias'

'Elegías amatorias' CÁTEDRA

En una de las secuencias más crudas de la poesía antigua Tibulo ofrecer el reverso violento del culto a la blanda Venus entre las fantasías campestres de una edad de oro. Comparecen los jugos de hierbas con los que disminuir los cardenales y los mordiscos de la pasión. Delia se transforma en una perra que ladra su placer excitado, y ambos amantes se revuelcan en la animalidad para disfrutar de los azotes y las cadenas.

Tibulo no bromea cuando asegura que “Venus ama el delirio”, y que si Delia vuelve a su lado para retenerla le ofrecerá a la diosa la sangre, revuelta, que mane de sus heridas de amor.  Recién salido de estas texturas masoquistas Tibulo trata de aterrorizar a Delia con imágenes de la vejez: ¿quién va a quererla cuando los hombres ya no la encuentren atractiva? Pero Tibulo es un poeta demasiado penetrante para engañarse con estas pamplinas. ¿No envejecemos todos? ¿En qué ensombrecen las arrugas futuras de Delia al placer que ahora disfruta con otros? Tibulo se sacude el tópico y le propone a Delia un nuevo acuerdo: “Todas estas maldiciones caigan sobre otros / Nosotros, Delia, seamos ambos ejemplos de un amor con canas”. 

Existe cierto consenso en que el padecimiento segrega alguna clase de saber, aunque sea práctico; que, por citar a Ovidio, lo que sufrimos hoy nos será útil mañana. ¿Ha aprendido algo Tibulo del desgraciado desenlace de su amor? De buenas a primeras el poeta parece solidarizarse con el marido engañado, pero no se le escapa que si ambos han perdido a Delia se debe a motivos muy distintos. Donde Tibulo actuaba bajo las órdenes del amor el marido actuaba obligado por la ley. Tibulo todavía es un hombre joven y no encuentra un terreno común donde solidarizarse: ¿para qué quiere un marido una esposa más joven si no puede retenerla? Delia ladraba de placer para Tibulo, ahora aullará para otro. Y es así como el poeta comprende, desde orillas contrarias, el principio de la euforia del amor, que solo es cruel para el que queda atrás. En la gran elegía anti-bélica Tibulo aprovecha para expiar su violencia y recuperar su tonos más suaves:

Se encienden los combates de Venus

y la joven se lamenta de sus cabellos arrancados

el vencedor llora por la fuerza de sus manos

quién sea cruel de manos que busque escudo y espada

y se aleje de la Venus suave.

Hubiese sido un cierre excelente, pero Venus le tenía reservadas otras batallas.

El ciclo de Márato

La atracción por los muchachos asoma en las elegías de manera indirecta. Tibulo le pregunta a Priapo (el dios hijo de Baco, cuya figura desnuda y con una erección grotesca se ponía en los campos para proteger a los rebaños y atraer buenas cosechas) como consigue, pese a su desagradable aspecto, seducir a tantos muchachos. Priapo le da la vuelta a la pregunta y le advierte que cuando se trata de muchachos el auténtico peligro es que siempre se encuentra algo atractivo en la tierna edad: uno le seduce por su bravura al domar un potro salvaje y otro porque a la mínima insinuación se le sube el rubor a los mejillas. Pero lo mejor para Priapo es que los muchachos son obedientes: “Si al principio te dicen que no / poco a poco pondrán el cuello en el yugo”. Los besos están asegurados y serán besos leales: primero se los dejará robar, luego los ofrecerá a manos llenas. 

Después de su experiencia con Delia, Tibulo se siente atraído por esta promesa de lealtad, y Priapo le aconseja que se de prisa, que el atractivo de los muchachos se va enseguida (cuando les sale la primera sombra de barba). Si le gusta uno y se entera que sale de viaje, es mejor no esperarle e irse con él, aunque las condiciones climatológicas sean pésimas, y tenga que cargar con todo el equipaje. Un lenguaje que el poeta reconoce enseguida: el de la valentía y la sumisión a Venus. La mejor disposición para amar, ya que: “Un dios quema con más crueldad a quien ve postrarse de mala gana”. Tibulo pregunta desafiante por el poder de los conjuros y las hierbas mágicas y los filtros de amor, y con la confianza recuperada presume de sus habilidades naturales para seducir y retener a sus amantes: “Haber tocado tu cuerpo / haber besado largo rato / haber trabajado muslo con muslo”.

Volumen dedicado a Catulo y Tibulo

Volumen dedicado a Catulo y Tibulo GREDOS

Tibulo observa con una curiosidad renovada los amores del joven Márato. El muchacho, que solía reírse de la tristeza de los amantes abandonados se sumerge en la desdicha cuando la mujer que le gusta se burla de sus esfuerzos. El poeta se pone de parte del muchacho y le augura a la mujer que también un día caerá víctima de su altivez y suplicará por la atención de un amante que se aleja. 

De buenas a primeras uno podría pensar que Tibulo se entrega a una transferencia: que se identifica con Márato y sigue amenazando a Delia a través de la figura sustituta de la mujer. Pero algo más complejo se está articulando en estos poemas. Del fondo bucólico de viñas y mieses, y bueyes arando en lontananza, emerge la silueta de una gozosa y deprimente, alegre y atormentadora, rueda del amor, que obliga a quién se monta en ella a experimentar las situaciones amorosas desde perspectivas distintas: el joven raptor de recién casadas se convertirá más tarde o más temprano en el amante abandonado por un pretendiente adinerado; y la esposa que desprecia el amor de un joven se transformará en la anciana que se desvive por merecer la mirada amable de un hombre de mediana edad.  

El interés de Tibulo por los muchachos se vuelve personal en la elegía IX. Su relación con Márato (un nombre con el que seguramente Tibulo se refería a varios jóvenes) acaba de irse a pique porque el joven he preferido “manchar con oro su belleza”. No son las artes de Venus por las que el poeta pierde a sus amantes sino por la estrechez de su bolsa. De buenas a primeras Tibulo reacciona reanimando su violencia masoquista: “marca mi frente con fuego / hiere mis costillas con un cuchillo  / despelleja mi piel a latigazos”. Pero enseguida se deja ganar por el hastío, se arrepiente de haberse enamorado de Márato, le pide que se aleje con desprecio, y espera que un “río de aguas dulces” borre los poemas que le dedicó.

Tibulo dirige dirige después su atención hacia la clase de hombre que corrompe a Venus con sus riquezas. Le desea que se enamore de una mujer joven, y que ella se acueste con él con indiferencia; que aproveche sus ronquidos para acudir a la cama de un joven amante donde  entregarse a las distintas posturas de los trabajos amorosos”.  Tibulo, tan visual en el despecho como en la venganza, vierte ahora los celos en el oído del amante rico y exculpa a la joven imaginaria que tanto se parece a su Delia: “No es que huya por vicio / es natural que una mujer joven / se escape del abrigo de una piel arrugada / y del contacto con un cuerpo podrido por la gota”.  

La rueda de la pasión gira y los actores intercambian los papeles sobre el escenario del amor. Tibulo se resigna a la fluctuación de éxitos y fracasos, y atempera su amargura en un lúcido cinismo. ¿Para qué atormentarse por el adiós de Márato si pronto otro “joven me disfrutará encadenado / y dominará un reino que fue tuyo”?

El ciclo de Némesis

En su segundo libro de elegías Tibulo confunde a sus lectores desviando su talento hacia una serie de poemas más bien rutinarios sobre los ritos agrícolas. El ciclo de los amigos desempeña en su obra un papel similar a los epitalamios en la de Catulo o los homenajes a la patria en la Horacio, aunque algo menos áridos para el lector. El poeta parece reservar lo mejor de sus facultades para seguir describiendo los giros de la noria de la pasión, encarnada ahora en una joven a la que llama Némesis.

La voz que habla en la elegía III parece haber dejado hace mucho atrás los amores con Delia y Mároto. Ya no suena eufórica ni expectante, ni se lamenta ni parece resentida. Un Tibulo maduro (quizás sea la mejor palabra para acercarnos al sereno aire práctico que domina las primera estrofas) se lamenta desde Roma de que su amada se haya trasladado al campo y pase las tardes “aprendiendo las toscas palabras del labrador”. Pero Tibulo sigue siendo el siervo voluntarioso de Venus. Para ver a Némesis está dispuesto a reemprender las labores del campo que llevaba desatendiendo desde la primera elegía: azadón, arado, bueyes, tejer canastillas de mimbre, cuajar queso… y promete hacerlo sin quejarse de las quemaduras del sol. 

Claro que el Tibulo amaba más las perspectivas bucólicas de una edad de oro moldeada a su medida  que las labores agrícolas, y no tarda en lamentar la separación: “No se puede esconder a una muchacha en un campo triste / no valen tanto los mostos”. Lo que él quiere es disfrutarla a solas, en la ciudad, y se expresa abiertamente a favor de la seducción gracias a las antes tan odiadas riquezas:

Vengan ya los frutos del robo

para que mi Némesis nade en lujo

y camine envuelta de admiración cubierta

de mis regalos: vestidos finos tejidos con hilos de oro

La rueda ha dado otra vuelta y ahora es Tibulo quien dispone del dinero con el que antes le arrebataban a sus amantes. Su Venus admite ahora las riquezas. El poeta asume las reglas del juego aprendidas con tanto sufrimiento y está decidido a emplearlas a su favor. La elegía cuarta supone el regreso con tintes crudelísimos al examen de los deliciosos tormentos de la pasión amorosa. Tibulo convoca toda la parafernalia masoquista: hierros, cadenas, látigos y ataduras… y nos asegura que se siente como esa saliente rocoso expuesto a los abusos de la tempestad, con el agravante de que él esta formado con una materia sensible y viva. 

Como si cada perspectiva de la rueda de la pasión nos esperase para transmitirnos una enseñanza amarga Tibulo aprende que tampoco el dinero es suficiente para retener a Némesis. La muchacha le atormenta con su rechazo porque puede y se divierte. Pero en los ásperos versos del poeta apenas hay rastros de ira, ha dejado de sentirse víctima de la injusticia. Es cierto que puede lamentarse del descrédito que ha sufrido la Venus romántica que: “ahora vaga errante como una divinidad sin reputación”, y que sigue cantando la nostalgia por esa edad de oro donde: 

los dioses más poderosos

se enorgullecían de arrodillarse ante Venus

pero ahora está dispuesto a cometer crímenes y delitos, a vender la libertad que le legaron sus padres, a desembarazarse de sus bienes y a quemar la casa de sus abuelos a cambio de que Némesis siga aceptando sus regalos. Si Némesis le mirase con un rostro apacible (ni siquiera con pasión o ternura) bebería el líquido que destila el sexo de una yegua en celo. La precisión y la violencia expresiva de sus imágenes sigue activa mientras el poeta resbala por el abismo sin fondo de la humillación. Tibulo experimenta ahora las miserias del amante adinerado que había intuido al final de su juventud, ¡y parece tan conforme en su miseria! Solo en este estado de agitado consentimiento se explica que Tibulo cierre su ciclo para Némesis con una conmovedora tirada sobre la esperanza: 

La esperanza confía que la semilla entregada al surco

el campo la devolverá con más sustancia,

y cuando el cebo oculta el disimulado anzuelo

ella ya caza peces con la imaginación,

y al preso atado con cadenas induce 

a cantar al ritmo de sus grilletes. 

La esperanza siempre dice que será mejor mañana.

El poema a la puella 

¿Hacía dónde se hubiese dirigido la poesía de Tibulo de haberse prolongado su vida? Sabemos que en una situación parecida, gastada la pasión que animaba sus poemas, Propercio acumuló cientos de versos inertes sobre las glorias romanas. La pregunta sería ociosa si en el tercer libro de las elegías de Tibulo (casi íntegramente escrito por otros poetas) no asomase un breve poema que parece escrito desde esa vejez que no conoció. Si uno podía sospechar de la edad de Delia, Márato y Némesis, la palabra puella no ofrece dudas sobre la extremada juventud de su nueva amante. Como de costumbre encontramos a Tibulo en el trance de ser abandonado.

Los versos pasan de un argumento a otro como reflejos de la misma urgencia de retener como sea a la puella, y fluyen a una velocidad que hubiese despertado la admiración de Shakespeare: a Tibulo le atemoriza levantarse de su cama por si la niña no le permite volver, le gustaría que fuese fea para reducir el acoso de otros pretendientes,  sueña con encerrarla en una selva alejada de la civilización, se lamenta de haberle jurado fidelidad ante los dioses pues ya no puede amenazarla con abandonarla, y jura que hará todo lo que la puella le diga, pues antes de ser  su amante es su esclavo. Desde un ramal de un futuro hipotético Tibulo constata que se ha convertido en el viejo celoso del que tanto se reía en el amanecer de sus primeras elegías. 

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Edición recomendada: Tibulo. Elegías. Gredos. Biblioteca Clásica 188