Leonard Cohen, fragmentos del pretérito
La editorial Lumen publica, junto a quince cuentos y un guión, Un ballet de leprosos, la primera novela del poeta y músico canadiense, escrita durante sus años de juventud, inédita, póstuma y sepultada por el tiempo y la fama
22 septiembre, 2023 18:30Todos tenemos un pasado, pero ese tiempo secreto, que se diluye con el curso de los años, estrechándose, no siempre explica lo que somos en el presente. La vida consiste en esto: dejar de ser aquellos que fuimos para convertirnos en otros, distintos: los que somos ahora mismo y dejaremos de ser mañana. En el caso de Leonard Cohen, poeta y músico canadiense, estos antecedentes personales hablan de una firme, decidida y temprana vocación por la literatura que, en el caso concreto de la poesía, su manifestación más pura, se convirtió en un oficio diletante, aunque con suerte relativa. Los grandes artistas lo son porque fracasan.
Tuvo que contarlo muchas veces, como si rememorase un viejo desengaño: rebasados los treinta años, más o menos con la misma edad de Cristo, Cohen descubrió que no podía pagar sus facturas con las escasas regalías que le dejaban sus libros de poemas y las dos novelas que había escrito entre Montreal y Grecia. Salió desde Hydra, su paraíso diminuto, para pasar una temporada en Nueva York, donde logró atraer la atención que siempre causan los desconocidos, escribiendo algunas canciones folk para otros. Casi siempre, damas.
Judy Collins grabó dos de ellas –Suzanne y There is no way to say goodbye– y lo que parecía un episodio circunstancial acabaría convirtiéndose en su medio de vida y en su identidad pública. Nunca un fracaso (íntimo) mutó tan rápido en éxito (público). En cierto sentido, se trata de un caso inexplicable. Las canciones de Cohen, que grabó en su primer disco con este somero título, como si no tuviera la más mínima intención de hacer más, eran piezas sombrías, desconsoladas y tristes.
Más que cantar, recitaba letanías. Se acompañaba torpemente de una guitarra española –cuya historia contó en su emocionante discurso del Premio Príncipe de Asturias– y parecía un ser lánguido, inocente y melancólico. Un juglar oscuro surgido de entre las sombras. Ideal para provocar la condescendencia y la ternura femenina. La mayor parte del tiempo, por supuesto, el principiante estaba drogado, como era la costumbre del mundo del show business, pero sus homilías poseían –todavía lo hacen– una extrañísima capacidad hipnótica. Aquel tipo hablaba con voz grave y profunda sobre un mundo que era irreal y también próximo, porque era el nuestro, pero enunciado a través de la poderosa retórica de la biblia. Un lenguaje antiguo para describir un mundo moderno.
Sus melodías eran simples; sus palabras, poderosas. Bastaron ambas cosas para abrir las puertas de Jerusalén. La literatura quedó atrás, o más bien se mudó a sus discos, y el poeta judío, con su eterna cara de estudiante de letras, se transformó en músico. El pasado, sin embargo, no desapareció. Siempre estuvo ahí, agazapado. En un baúl. Cohen, que como poeta lograría cierta notoriedad entre los círculos universitarios de Montreal –era un anglófono en un ambiente francófobo–, guardó entre sus papeles, cuya posesión se disputan ahora en los tribunales sus dos hijos y un antiguo agente, una novela inédita: Un baile de leprosos. Un libro temprano, escrito hacia finales de los años cincuenta, donde está el germen de su estilo.
La editorial Lumen acaba de sacarlo en español –con traducción de Miguel Temprano– junto a una colección de quince cuentos y un guión de cine –Comercio– que jamás llegó a filmarse. En apariencia, son los embriones de la obra posterior. O así se nos presentan. Tal asociación, siendo lícita, se antoja insuficiente.
La primera novela del joven Cohen es excelente si tenemos en cuenta que se trata de un debut. Coetánea de Let Us Compare Mythologies, su primer poemario, y muy anterior a The Favourite Game y Beatiful Losers, ambas publicadas a lo largo de los años sesenta, con un paréntesis (editorial) de tres años, la danza narrativa que interpreta el Cohen que todavía no era músico está tramada por un sentido del humor negro, descoyuntado, y una crueldad emocional que evidencia que, a tan temprana edad, el poeta canadiense ya tenía definida su mirada sobre el mundo, esa rara y seductora combinación entre la simpleza (expresiva) y el trasfondo (telúrico) de sus poemas y canciones.
Un narrador en primera persona cuenta a sus lectores –en un ejercicio de dialogismo encantador que se torna drama– su visión sobre la familia, el amor, la violencia y el deseo sexual. Sus temas: lo sagrado, lo profano, Dios y la muerte. ¿Acaso puede escribirse de algo más importante? La prosa, hecha con frases cortas y directas, trenza un marco confesional donde lo cotidiano se vuelve extraño.
El protagonista es un joven trastornado –como todos– por la irrupción en su vida de su desconocido abuelo, que representa un origen desconocido y desconcertante, al margen de cualquier convención social. Ambos personajes representan dos edades antitéticas de la existencia. De su contraste surge este cuento de terror.
Parte de la crítica ha leído el libro en clave biográfica, cosa que también sucedió con sus dos novelas posteriores, donde la cultura del judaísmo colisiona con las pasiones humanas. La novela es oscura, ácida y grave, sobre todo para los paladares delicados que esperan encontrar rosas sin espinas. Su brevedad muestra su naturaleza de ensayo general. Cohen hizo cuatro borradores de la narración, del cual los editores han elegido el segundo, añadiéndole la última página del tercero, que estaba ausente en la segunda versión.
La adición, que puede ser discutible tratándose de una publicación póstuma, cierra el relato, pero el tono estilístico, esa intimidad gélida, solemne y al mismo tiempo sencilla, donde la cercanía se proyecta desde la contención y la distancia, ya está aquí. Por completo. Cohen escribe de la soledad, sentida como incógnita, y de las tentaciones de la perversión. En el libro resuena la dicción hebrea y se contraponen el remordimiento y la ira. También hay sexo, entendido como mística carnal.
A su modo, se trata de una novela moral sobre la hipocresía y el fingimiento, dos pecados eminentemente sociales, contemplados desde el grotesco de Montreal, su ciudad natal, que irrumpe, cual pesadilla, en la vida interior del narrador, que aparenta ser una buena persona pero, como cualquiera de nosotros, también es capaz de sentimientos ambivalentes de odio y furia. ¿Por qué no la publicó en su momento? Es un misterio. Sin duda, debió recibir varios rechazos editoriales.
“No estamos locos, somos humanos y queremos amar, alguien debe perdonarnos por los caminos que seguimos para amar, que son muchos y oscuros, y nosotros somos ardientes y crueles en nuestro viaje, asesinamos todo lo que se interpone en nuestro camino, ya sea roca, animal, niño o cadáver”. Cohen asesinó este pasado, reduciéndolo a fragmentos, para reinventarse como músico. El tiempo nos devuelve a aquel joven cachorro. Y es fascinante.