Premio Princesa de Asturias 2024: Ignatieff toma cervezas con Montaigne y Hume
Michael Ignatieff, que ha recibido el Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, reclama el poso que han dejado los clásicos para buscar el consuelo y “vivir con esperanza en tiempos oscuros”
3 junio, 2023 23:10Michael Ignatieff, nuevo Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales 2024. El jurado destaca su contribución al conocimiento, con obras que muestran una gran empatía con el ser humano en su relación con la sociedad. Ignatieff, que tuvo una incursión en la política en su país, Canadá, ha escrito obras como En busca del consuelo, vivir con esperanza en tiempos oscuros, un enorme tratado para entender qué nos pasa y cómo lo podemos superar como sociedad.
Los textos religiosos, la filosofía, la escritura personal, la reflexión siempre. ¿Qué nos consuela? El hombre necesita encontrar un asidero para poder seguir adelante, para interiorizar lo que le ha sucedido y para poder, también, disfrutar del momento. ¿Hay que mirar, a veces, de forma simple, lo que se tiene alrededor? Las denigradas cervezas, que se han asimiliado al disfrute de la libertad, ¿no son, en el fondo, un gran pretexto para paladear el ‘consuelo’ que nos aporta estar entre amigos? El ensayista, académico y expolítico Michael Ignatieff (Toronto, 1947) lo ha probado. Ha tomado unas cervezas con gigantes como Montaigne o Hume para mostrar que el consuelo se puede lograr de muchas formas, que la palabra trasciende y que lo cotidiano, el entretenimiento, también nos reconforta.
Ignatieff ha logrado algo que está al alcance de muy pocos ensayistas, al proponer en En busca de consuelo, vivir con esperanza en tiempos oscuros (Taurus), un recorrido a través de la historia, con acompañantes de lujo; desde el libro de Job y los Salmos hasta Cicely Sanders, desde las Meditaciones de Marco Aurelio a las Cartas a Olga de Vaclav Havel, pasando por Max Weber, por Primo Levi, Albert Camus, Karl Marx, Gustav Mahler, Abraham Lincoln, Condorcet y centrado en dos grandes: Michel Montaigne y David Hume.
Lo que el ensayista señala, como gran lección, es que no se puede ni se debe prescindir del enorme poso cultural que tiene Occidente. Centrado en ese legado, en la tradición europea, el hombre y la mujer que sufren pueden asumir las diferentes reflexiones que, a lo largo de los siglos, se han formulado. Ignatieff parte de la tradición judeocristiana, con una consideración clara: el creyente podrá extraer más provecho de esos textos primigenios, pero la palabra trasciende. La espiritualidad hace mucho bien también para el no creyente. Y olvidar que todo eso está al alcance de un lector medio, es renunciar a buena parte de lo que el hombre ha llegado a ser.
Pero, ¿a qué vienen las cerverzas en todo esto? La reflexión es oportuna en un momento en el que se desafía el pensamiento, en el que se entiende que la filosofía ya no es esencial. Han sido, precisamente, grandes pensadores los que ha puesto en cuestión la validez de grandes teorías, pero han sido ellos los que han hecho ver la grandeza de las relaciones sociales, del disfrute de la vida cotidiana, de entender que se puede vivir sabiendo que no habrá paraísos después de la muerte.
El consuelo, señala Ignatieff, “es un acto de solidaridad en el espacio –acompañar a los afligidos, ayudar a un amigo en un momento difícil--, pero también es un acto de solidaridad en el tiempo; recurrimos a los muertos para extraer el sentido de las palabras que dejaron”.
Ese conocimiento es vital para el hombre, con lo que el ensayista y académico recuerda, --lo expone como una reivindicación a lo largo de todo el libro—que si se desprecia el poso humanista en las sociedades occidentales lo perderemos todo. Su apuesta es clara a favor de algunos autores, como Montaigne. El autor de los Essais, que tuvo una vida privilegiada, pero también sufrió –físicamente, ya mayor, con piedras en el riñón que le llevaban a desear la muerte—por las constantes guerras religiosas. Desde su Castillo de Montaigne, escribía sus páginas, llenas de citas de autores griegos y latinos, y asumía que le era difícil concentrarse en la lectura.
Montaigne se inclina ante el “seguimiento del placer”, que entiende que está en las relaciones sociales, en la vida cotidiana. Y llega a sentenciar que “de nuestras enfermedades la más salvaje es el menosprecio de nuestro ser”. ¿Qué papel deja, entonces, a la filosofía? Su escrito es severo: “La filosofía hace una colosal niñada cuando se pone a gallear, predicándonos que es una feroz alianza la de casar lo divino con lo terreno, lo razonable con lo irracional, lo honesto con lo deshonesto. Que la voluptuosidad es cosa de índole brutal e indigna de ser por el filósofo gustada. Que el único placer que este alcanza con el goce de una esposa hermosa y joven es el mismo que su conciencia le procura al realizar una acción conforme al orden”.
¿Buscar la salvación de Dios? Es razonable, en cuanto esa apuesta reconforte. Pero Montaigne, que ve delante de sus narices de lo que es capaz el fanatismo religioso, de protestantes y católicos, llega a otra conclusión. En lugar de confiar en la salvación de Dios, o en su misericordia, quiso confiar y así lo expuso “en el apego más profundo que tenemos: nuestro amor a la vida misma”, como destaca Ignatieff.
David Hume recoge el testigo. Para el lector, se trata de una auténtica fiesta. Las páginas del libro de Ignatieff se leen con fervor, y provocan una extraña sensación que guarda una estrecha relación con el propósito: el consuelo con el hombre como género, con uno mismo. Lo que ofrece sobre Hume, en su capítulo La carta no enviada, muestra la debilidad y fortaleza de uno de los grandes pensadores que ha dado la Humanidad. Hume tiene ambición, quiere llevar a cabo una aventura intelectual de primer orden, pero cae en la depresión, en la imposibilidad de poner en pie su proyecto, que, sin embargo, construye con solvencia: el Tratado sobre la naturaleza humana.
Soportar la vida
Pero lo que destaca Ignatieff de Hume es su complementariedad con Montaigne. Lector del ensayo del autor gascón, De la diversión, Hume entiende también que la filosofía no ofrece consuelo, pero sí lo hace la compañía humana. Y escribe: “Como, echo una partida de ajedrez, converso, me divierto con mis amigos, y cuando después de tres o cuatro horas de diversión vuelvo a estas especulaciones, me parecen tan frías, violentas y ridículas, que no me siento con ánimo de penetrar más adelante en ellas”.
Los dos maestros dejan a un lado las enseñanzas de otros dos clásicos, Cicerón y Marco Aurelio, para quienes se debía despreciar la vanidad de los deseos humanos. En lugar de recomendar la indiferencia ante las comodidades y distracciones ordinarias, lo que constatan Montaigne y Hume es que la “única manera de soportar la vida era, como el resto de sus congéneres, vivirla junto a ellos”.
El disfrute es compartir, precisamente, el libro de Ignatieff con otros hombres y mujeres. E interiorizar lo escrito previamente, entender que no puede haber ya pensamientos adanistas, o fórmulas que pretendan cambiar la vida.
Con Hume, el hombre entendería que la filosofía debe “reconciliarse con los rituales de la vida social y comprender su comodidad”.
¿Investigaciones sobre la felicidad que corroboran lo escrito hace siglos? Los doctores Robert Waldinger y Marc Shulz han plasmado esos estudios, que se realizan desde 1938, como una larga serie histórica, en el libro Una buena vida. Las personas más felices son aquellas que “cuidan y mantienen sus relaciones personales”, señalan. Perfecto.
Lo tuvo claro Montaigne, desde la torre en su Castillo, donde escribía sus reflexiones. También Hume. Por eso Ignatieff ha decidido tomarse unas cervezas con ellos, y ha invitado a muchos otros para lograr esa felicidad, para superar la angustia de la propia existencia, sin filosofías que censuren la diversión o el entretenimiento.
Y eso vale para muchos discursos de hoy en día, para esa guerra cultural que atenaza a los países occidentales. La bebida, la propia cerveza, es ilustrativa. Que cada uno interprete lo que considere y que cada lector se consuele con el que autor que más le satisfaga. Ignatieff los abraza a todos, aunque tenga preferencias.