El verdadero rostro de cualquier hombre es una suma de máscaras, a menudo azotadas por una tormenta interior y agitadas por una tempestad exterior. En el caso de Johan Wolfgang Goethe (1749-1832), eje del canon de la literatura clásica escrita en alemán, encontramos, fundidas en una única aleación, a las dos grandes tradiciones culturales de Occidente. Por un lado, el pathos romántico, la emoción súbita, vitalista y desinhibida; la obstinación adánica, una perspectiva del mundo vista desde la cima de una colina, al modo de El caminante sobre el mar de nubes, el famoso lienzo de Caspar David Friedrich. Por otro, el ethos clásico, el perfil (exacto) de una bella estatua que ha sobrevivido al pretérito, las columnatas derruidas, pero triunfantes ante el tiempo, de la Roma Eterna, que empezó –como recordase César Augusto– siendo de barro y ladrillo y terminó con templos y palacios de mármol, antes de extinguirse debajo de un campo agreste y abandonado de ortigas y hierbas descuidadas.
El recuerdo de aquel mustio collado con el que el poeta Rodrigo Caro cantó a las ruinas de Itálica, entre cuyas arenas un día dejó de bramar la viril civilización latina, influyó tanto en Goethe como los bosques húmedos del condado de Hesse, las casas de Francfort (donde vio por primera vez la luz), Leipzing –lugar de inicio de sus estudios–, la Alsacia de Estrasburgo, donde los culminó sin entusiasmo, o Weimar, la corte menor en la ejercería el más envidiable mandarinato que han visto los tiempos pasados y, sin duda, verán los venideros. Sensibilidad e ímpetu romántico y querencia por la serenidad identifican por igual al padre de la poesía alemana, afiche, busto, estatua, lienzo y egregio tótem de una cultura que aspiraba, igual que el propio Goethe, a la inmortalidad. A ser posible, en vida.
Sobre esta idea –un artista que sabe que jamás será olvidado– ha escrito la germanista Helena Cortés, Premio Nacional de Traducción y profesora en la Universidad de Vigo, una biografía, documentadísima y precisa, nada académica, que la editorial Arpa acaba de colocar en las librerías. Todo un acierto: el libro, que realiza un viaje por el itinerario vital del autor de Werther, y acompaña este recorrido con una guía de lectura sobre sus diez mejores obras, logra no tanto popularizar a Goethe, algo innecesario, sino desenmascararle, hacerlo bajar del pedestal, sin derribar su estatua con violencia revisionista y, en suma, humanizarlo.
El efecto, hasta cierto punto, es encantador: Cortés devuelve al gran héroe de las letras germánicas a la tierra. Lo que vemos entonces es a un individuo que, caminando varios metros por encima del suelo, como corresponde a los elegidos, no puede librarse –muy a su pesar– del prosaísmo de la existencia. El Goethe de Cortés es un inmortal de carne y hueso. Un hombre que huía del compromiso, la enfermedad y la muerte, adúltero y tierno, exquisito e incorrecto, genial y vulgar. Todo al mismo tiempo. Igual que un caleidoscopio.
La obra no es estrictamente un ensayo literario –aunque las guías de lectura analicen sus obras– sino un viaje por la forja del personaje, cuya adoración (buscada, deseada, obstinada) acaso le haya perjudicado, como sucede con otros autores canónicos, a quienes no se les discute pero se les lee poco o con un grado tal de reverencia que neutraliza la sinceridad de su literatura. Que le ocurra al poeta que escribió Poesía y Verdad, donde inventa su propio devenir, y que se confesaba con Eckerman –no se pierdan la edición de las Conversaciones con su secretario de Athenica, traducida por Francisco Ayala– no deja de ser una paradoja.
La santificación cultural, a pesar de los justicialistas posmodernos, a veces resulta mucho más negativa para algunos escritores que el limpio castigo del anonimato. Lo segundo tiene solución; lo primero, es más complejo. A Goethe, aunque buscara –como demuestra Cortés en este libro– el éxito, el amor y la adoración de sus semejantes a toda costa, le ha sucedido esto. Es famoso e indiscutible, pero muchos de sus libros no abandonan los anaqueles de las bibliotecas salvo por prescripción escolar o estudio especializado. Su casa en Weimar es un museo que muestra la vida burguesa de un intelectual que vivía –a costa de sus insignes protectores– como un aristócrata, pero que desazonaba a todos con sus ardores crepusculares –como el que mantuvo con Christine Vulpius y, antes, con otras mujeres– o sus huidas (que se dilataban años) a Italia.
Cortés, avalada por su trabajo como germanista, elige hacer un relato divulgativo y narrativo. Los conceptos aparecen entreverados con la peripecia y, aunque en ciertas partes para nuestro gusto incurra en un excesivo coloquialismo, sin duda por la noble pretensión de reducir la púrpura del personaje, traza con solvencia el retrato de un mito donde la epopeya se conjura con un fino análisis de índole psicológica. Resucita al Goethe real, aquel que deja pasar una década sin visitar a su madre, que no la entierra cuando muere y que tampoco despide a su gran mentor y mecenas, Carl August de Sajonia. A primera vista se trata de un narcisista mayúsculo. Pero, detrás de su máscara, su biógrafa muestra el reverso de su familia, cuyos hijos –los hermanos del poeta– no sobrevivieron a su infancia, provocando en el carácter del autor de Fausto, sin duda su mejor obra, traducida también por Cortés, una huella secreta de dolor, oculta ante los ojos de los demás.
La biógrafa no aspira a juzgar in absentia a su protagonista. Tampoco la mueve el ánimo de la cancelación. Su tarea es desacralizarlo. Y no era un labor sencilla, toda vez que –como escribió Harold Bloom– Goethe es más el final de una era que el principio de otra. Para el crítico norteamericano, el poeta alemán encarna la estación término de la venerable tradición literaria europea que comienza con Homero, pasa por Dante, Shakespeare y Cervantes y llega hasta el Romanticismo. “Goethe ya no es nuestro ancestro. Su sabiduría permanece, pero parece proceder de un sistema solar distinto al nuestro”.
El libro de Cortes matiza tal afirmación: la literatura de Goethe, aunque parezca remota, está hecha con sangre. Es fruto de una modernidad que se proyecta sobre el tapiz de la sabiduría antigua. Sus poemas tienen vocación de perfección. Muchos son cristalinos, pero su espíritu personal palpita en cada verso, en cada línea. El poeta siempre escribe –de forma directa o camuflada– de sí mismo. Habla acerca de sus desconsuelos y de sus anhelos. Tan presente está en sus libros que Bloom ironiza al describirlo como la prueba, el mentís, de que la estúpida teoría de la muerte del autor es un infinito camelo. Cortés avanza en este enfoque, ya que analiza y vincula sus mejores libros con sus avatares vitales, incluyendo su nutrido currículum sentimental, sus manías o sus excentricidades.
En cierto sentido, este libro responde a aquella estampa que Walter Benjamin escribiera sobre su gabinete de trabajo en Weimar: una habitación sencilla –existen grabados donde el poeta aparece dando consejos a ayudantes y escribanos–, sin alfombras, con muebles corrientes de madera, iluminada a través de las ventanas que dan al jardín interior de la finca y que cobija, en uno de sus extremos, un diminuto y deshecho dormitorio con un camastro. Allí –cuenta Benjamin– “bajo la luz de las velas el anciano se sentaba a estudiar por las noches, con la camisa de dormir y los brazos extendidos sobre una almohada desteñida”.
El Goethe privado desmiente al intelectual público. Cortés nos transmite esta falla a través de escenas emocionantes, en las que desentraña sus heridas íntimas, camufladas bajo una firme autoestima que, en el fondo, suscita ternura. El hombre feliz tenía que lidiar con sus propios monstruos. “Todavía” –anota Benjamin– “esperamos una filología que descubra ante nosotros ese ambiente próximo y determinante de la verdadera antigüedad del poeta”. La biografía de Cortés liquida quizás esta deuda.
Nos devuelve a un Goethe, oculto por los tópicos del intelectual bon vivant y despreocupado, que, al abandonar las recepciones, tras las cenas soberbias, después de haber disfrutado del placer de las tertulias, practicar el coleccionismo, reunirse con Schiller o celebrar veladas líricas, se veía atormentado por sus miedos, tratando de huir del destino que a todos nos espera. Igual que Unamuno, Goethe no tenía ninguna gana de morirse. Si lo hizo fue porque no tuvo más remedio. Cortés acierta al enfocar su retrato desde esta ambivalencia entre la tormenta interior y la felicidad exterior. Es Goethe con sus fantasmas, tal y como aparece en su última visita a la cabaña de Ilmenau, en cuya pared dejó escrito estos versos: “Sobre las cumbres todas, / la calma; / entre las copas todas / no sientes nada: / apenas un soplo que pasa. / Los pájaros del bosque callan. / ¡Paciencia! ¡Aguarda! / Pronto estarás tú también en calma”.