Letra Clásica
Harold Bloom, animal mitológico
La obra del crítico literario norteamericano es una reivindicación razonada de la verdadera cultura frente a la dictadura de lo políticamente correcto
16 octubre, 2019 00:00Harold Bloom (1930-2019) gozaba hasta este lunes, fecha de su inevitable deceso, de una leyenda comparable a la de un animal mitológico. Lo sabía absolutamente todo. Lo había leído todo. Algo realmente asombroso en un mundo –el campo de los estudios literarios– que acostumbra a sustentar sus teorías a partir de la interpretación (talentosa) de una ingente bibliografía, cuyo conocimiento exige mucho más de una vida. Profesor en la Universidad de Yale, el crítico literario norteamericano, último gran defensor de la vigencia del canon occidental, esa obra colectiva alimentada a través de los siglos mediante sucesivos consensos y disensos razonados, logró, como también hiciera Umberto Eco, rebasar los estrechos límites de la filología académica para asentarse, igual que un Dios, en la cúspide de lo que podríamos llamar el Parnaso de la influencia cultural. Al contrario que el intelectual turinés, su mérito reside en una forma de creación inversa: la lectura, esa hermana siamesa de la escritura.
Bloom escribió, por supuesto, un sinfín de libros, ensayos, artículos y conferencias, además de una novela (olvidada), pertenecientes en su mayoría a ese género endogámico que es la literatura de investigación, raramente leída (por sus pares) y compuesta casi siempre para superar, mediante la amplificación en el tiempo, el cursus honorum de los que ambicionan ocupar vitaliciamente las cátedras mayores. Su particularidad es que, viniendo de un gremio tan especializado, nada cordial con los profanos, supo hacer de este trabajo titánico, que exige no sólo ser brillante, sino poseer una disciplina indestructible, otra cosa: un diccionario del buen gusto.
Su verdadero oficio fue la actividad intelectual más compleja que existe: la valoración profesional de las obras de arte. Un ejercicio de riesgo que exige independencia de criterio en un foro, como el académico, dado a las capillas y donde, igual que en cualquier iglesia, disentir se considera una herejía. Sobre todo cuando uno se enfrenta, aunque sea con argumentos propios y en buena lid, con los dogmas de las ideologías buenistas, que pretenden hacer encajar en su patrón, o directamente anatemizar, la libre interpretación de los grandes monumentos literarios, que no contienen discursos morales, sino retóricas avaladas por el único juez supremo, que es el tiempo. Una actitud revolucionaria en un tiempo en el que los ataques redentoristas son la nota dominante, sobre todo en nuestros días.
Extraordinario lector profesional, Bloom creía en la literatura a secas, sin adjetivos, y rechazaba con vigor sus manipulaciones. Cuando a mediados de los años noventa publicó El canon occidental (Anagrama), su obra magna, a la que siguieron otras relaciones genéricas dedicadas específicamente a la poesía o a la narrativa (publicadas en español Páginas de Espuma), lo tildaron de tradicionalista, machista y de “supremacista blanco” tanto desde la izquierda como desde la derecha, acostumbradas (ambas) a politizar la creación individual para presentárnosla como si fuera fruto de una lucha entre clases, minorías, élites y sacristías. Su satanización por parte de los militantes ideológicos del campo de los estudios literarios –abandonó el departamento de Literatura de Yale para ocupar una cátedra unipersonal– respondía a una impotencia: ninguno de sus adversarios era capaz de desmontar el eje de su discurso, que concibe el ejercicio literario como la relación, tormentosa o salvífica, eso es lo de menos, de cada escritor con sus antecedentes. Nadie como Ezra Pound ha expresado mejor esta idea: “Cuando un hombre aspira a conservar una tradición, bien hará si descubre antes en qué consiste”. Porque para cuestionar la herencia cultural, que no es un espacio cerrado, sino abierto, es necesario dominarla, una tarea que no está al alcance de todos.
Para el crítico norteamericano cada autor transforma, de una forma u otra, a sus precedentes, midiéndose directamente con ellos. En esta pugna se produce una suerte de darwnismo: caen los peores y quedan los mejores. Es cruel, pero fecunda. Por su puesto, asumir esta idea no implica aceptar todos los juicios de Bloom, que otorga más importancia a la tradición literaria anglosajona –Shakespeare es el centro de su mitología– que a la estirpe hispánica (donde sólo reconoce a Cervantes, Borges y Neruda), obvia a Dostoievski en beneficio de Tolstoi, y donde las mujeres ocupan un espacio secundario. Se puede disentir de sus referentes. Lo que resulta inapelable es la arquitectura que su pensamiento, basado en argumentos literarios, no en los caprichos de género, cuotas o en esa prosopopeya que postula que el Parnaso es una asamblea de instituto, en lugar de lo que es: un campo de batalla entre un pretérito que es presente y un presente que, en demasiadas ocasiones, no es sino la pálida variación del pasado.
Para el crítico norteamericano cada autor transforma, de una forma u otra, a sus precedentes, midiéndose directamente con ellos. En esta pugna se produce una suerte de
La gran lección que nos lega Bloom es que a las escuelas del resentimiento –como denominó a las corrientes feministas, marxistas, historicistas o estructuralistas que tanto predicamento tienen desde mediados del pasado siglo en los foros académicos– conviene cuestionarlas a partir de la materia a discutir, no en función de sus bondadosas pretensiones, que suelen imponer una lectura única de los grandes textos literarios. Leer, en contra de lo que estos ideólogos proclaman, es un acto de creación. Pretender que todos lo hagamos exactamente igual, o en función de una serie de casilleros preconfigurados, es equiparable a acabar con la materia prima del arte, que es la libertad individual. Porque son sujetos concretos –los grandes poetas– quienes se miden ante los lectores con aquellos que les preceden, como ocurre en el caso de Shakespeare o Cervantes, haciendo así avanzar el mecanismo milagroso de la literatura.
Bloom aprendió todo esto, por intuición, en las bibliotecas públicas de Nueva York. Antes de alcanzar la púrpura universitaria, concedida tras escribir una tesis sobre la poesía de Shelley, ya era un lector hedónico y omnívoro. Esta forma de llegar al estudio de la literatura marcaría su obra intelectual, en la que la búsqueda de lo sublime es el fin principal, con independencia de cuál sea el sentido político de las obras. Poco importa que muchos de sus iguales lo criticaran: Bloom no escribió nunca para ellos, sino para sus alumnos y para el lector ordinario, al que pretendía ayudar en la difícil tarea de elegir qué leer. “La mayoría de los que se llaman a sí mismos poetas sólo son versificadores. Y la mayoría de los que se denominan críticos no lo son de ningún modo; se trata de periodistas, ideólogos o propagandistas”, explicaba en una entrevista, en la que reivindicaba el magisterio del doctor Johnson. Para Bloom emitir una opinión de cualquier materia sin el necesario conocimiento de la cuestión puesta en discusión es una perfecta impostura, lo mismo que los dioses de las grandes religiones –sustentadas en sus respectivos libros sagrados– son meros personajes literarios.
Bloom aprendió todo esto, por intuición, en las
El dominio del arte se conquista mediante la exigencia, lo que impide el protagonismo que reclaman –a la hora de la valoración literaria– factores exógenos a lo artístico, como las ventas o las tendencias editoriales. Ninguna de estas variables tienen que ver con la creación, sino con el negocio. Lo mismo que las criticas (interesadas) a la tradición, los ataques ideológicos, nada aportan a la literatura, cuyo poder reside en la emoción que causa un poema, no en la disección moral (y a capricho) de los pecados de su autor. La defensa del canon de Bloom, que no excluye la crítica, sino la incorpora como parte de su mecanismo evolutivo, es una forma de blindarse ante los discursos, omnipresentes todavía, que banalizan el arte para convertirlo en una mercancía, creen que la literatura es propaganda y tratan de adoctrinar al hombre, convirtiéndolo en un esclavo de la tribu.
De todo esto versa uno de sus libros más deliciosos –¿Dónde se encuentra la sabiduría? (Taurus)–, en el que repasa, desde la Biblia a Proust, las enseñanzas de la gran literatura sapiencial. El crítico norteamericano defiende las grandes obras del pasado, pero no por mera nostalgia ni vocación arqueológica. Lo hace porque estos libros escogidos, firmados por escritores muertos hace siglos, son una forma de presente continuo. Un refugio seguro ante cualquier forma de demagogia. Bloom ha muerto y, probablemente, haya ascendido al fin al Parnaso siguiendo la mítica senda del Eneas de Virgilio (Ibant obscuri sola sub nocte per umbram) pero, en contra de lo que proclamaba Roland Barthes, su principal enseñanza, que es la confianza en el autor (clásico) y el lector, sigue viva. Porque es eterna.
De todo esto versa uno de sus libros más deliciosos –