El incienso y la mística, igual que el perfume o la religión, sirven para disimular, mediante el olor y la trascendencia espiritual, las miserias humanas. Dotan de una apariencia soportable el sucio prosaísmo de la vida. A veces incluso perpetúan el espíritu de la epopeya en un tiempo donde la épica ya es un objeto arqueológico. Debajo de la grandeur habita la tramoya de la vulgaridad. La vida no es más que una puesta en escena. Los géneros literarios ayudan a expresar sus humores, incluida la ambigüedad, uno de los rasgos de las buenas novelas.
Ignacio Martínez de Pisón (Zaragoza, 1960) ha escrito a lo largo de las últimas cuatro décadas, desde su debut como uno de los nombres más interesantes de la nueva narrativa de los años ochenta, aquella generación que fue más editorial que vital, y en la que muchos de los nombres que empezaron como secundarios han resistido el paso del tiempo bastante mejor que los supuestos actores principales, algunas de ellas. Son libros que, sin duda, van a perdurar.
Si se repasan las novelas sobre la España que existió entre las vísperas y el colofón de la Transición el nombre de Pisón es ineludible. Sin hacer un ruido innecesario, encerrado en los cuarteles de invierno del novelista –gabinetes con libros, en lugar de atrios–, el escritor zaragozano, aunque comenzase, como Cercas y tantos otros, deslumbrado por la flema británica y la extrema desnudez norteamericana, decidió orientar sus esfuerzos a explorar el tiempo y el espacio sentimental que le pertenece. A contarse y, de esta manera, contarnos.
De su carrera como novelista, sin olvidar sus incursiones como guionista cinematográfico, ha resultado una obra literaria reconocible, personalísima e imbricada dentro de una tradición –la del realismo– que es dominante en la narrativa peninsular. Obras como El día de mañana, Carreteras secundarias, Fin de temporada, La buena reputación, María Bonita o El tiempo de las mujeres prolongan esta senda donde se viaja (literariamente) a un terreno coetáneo a la existencia o vinculado estrechamente con ella, como el franquismo o la Guerra Civil.
El caleidoscopio de la posguerra ha sido también un territorio fértil para su inventiva, como demuestran Dientes de leche y sus libros ensayísticos Enterrar a los muertos, Filek o Partes de guerra, donde ejercía como editor de textos ajenos. Todos son secuelas naturales de una preocupación por el presente que incluye tanto a sus antecedentes como a ese pasado que se nos presenta con el disfraz del futuro. Castillos de fuego (Seix Barral), su última novela, bajo la apariencia de un cuadro social de la lejana España de los cuarenta, es un libro de indudable actualidad.
No se limita, como otras novelas, a evocar un tiempo consumado merced a una trabajada reconstrucción histórica, aunque el afán de entender de dónde venimos se note en la atmósfera que envuelve esta historia (colectiva). Su retrato de la posguerra española, con los sucesivos lustros de duelos y quebrantos posteriores a la Guerra Civil, está firmemente anclado sobre una colección de invariantes –los rasgos de la condición humana– que trascienden los límites temporales de la novela. Pisón habla de la dictadura, del falangismo, del nacional-catolicismo. E incluye a personajes históricos: José Antonio, Dionisio Ridruejo, Serrano Suñer o el comunista Monzón, por citar algunos nombres.
Pero su interés real dista de la mera reproducción al detalle de aquel tiempo difunto. El alma de Castillos de fuego está hecha con materiales más delicados e imperecederos: la aleación de sueños rotos, anhelos yermos y miserias con las que la vida –entonces de una forma; ahora mismo, de otra– se convierte en presente. El libro parece una extraña ópera minimalista: ambiciosa y austera, sin que ninguno de estos rasgos se imponga a su contrario.
La voluntad totalizadora del escritor aragonés es manifiesta: una estructura de cinco libros complementarios, una extensión de casi setecientas páginas, una investigación cautelosa y la nutrida galería de personajes (reales e imaginarios) evidencian la alta dimensión narrativa en la que Pisón ha decidido encaramarse. Es la tradición (infalible) de la gran novela decimonónica. Pero, más que mímesis, lo que se perpetra en este caso es una renovación.
La composición de Castillos de fuego lima con sabiduría determinados excesos de esta estirpe literaria –la verbosidad de época, una parte de su querencia melodramática, la característica obstinación deicida de sus narradores– de forma que el resultado, y aquí reside el gran mérito de este importante libro, sea –sin contradicción– clásico y moderno. Firme e innovador. Claramente superior al nivel medio de la narrativa más reciente, eternamente perdida en los laberintos de la autoficción, el adanismo o la obscena ausencia de técnica y pudor.
Pisón se disuelve por completo en el relato. Su narrador –omnisciente– es una cámara que registra y selecciona las estampas de un inmemso puzzle sobre la primera posguerra española. Sin ocultar la condición de artificio que, por su propia naturaleza, tiene cualquier novela, sabe equilibrar las marcas del formalismo –el léxico, los diálogos, las referencias históricas– con una textura de verdad que nace de los seres comunes, las criaturas sine nobilitate a las que les tocó vivir en un país moralmente hundido y empobrecido materialmente.
Otra virtud del libro es la sostenida voluntad de ecuanimidad. Aquí no hay buenos y malos. No se cae en el maniqueísmo ni hay un gramo de revisionismo interesado. Todo está contado como probablemente sucedió. Sin hacer juicios sumarísimos ni rubricar concesiones gratuitas a la autoestima o a la herencia familiar. Con elegancia y temple, pero sin atenuar ni la violencia ni la tragedia, Pisón habla de víctimas que no pertenecen a un bando en exclusiva y de verdugos que actúan de manera análoga en ambas orillas, aunque sea por causas distintas.
El ojo del novelista describe con precisión la superficie de las cosas y, gracias a la elipsis, nos traslada el trasfondo del libro. Su estilo es preciso y efectivo. Sin gestos innecesarios. Lograr este grado cero de escritura, tarea nada sencilla, ya que exige embridar la montura a lo largo de muchas leguas, demuestra la mayúscula meticulosidad de esta novela. Es justo esta condición de miniatura holandesa, el tono descriptivo, el afán objetivista, la fidelidad al infinito pormenor de la realidad, los elementos que definen su aliento. Lejos de lastrarla, dotan a la narración de condensación, capacidad de sugerencia y polisemia.
Sin dejar de escribir una obra de ficción, el escritor opta por poner un límite a las posibilidades potenciales de la invención para consumar un retrato de la España del primer franquismo que es sugerente, depuradísimo. A ratos, perfecto. Ni el horror se obvia ni se justifica. No se relativiza nada de lo que sucedió. No se cae en el expresionismo efectista. Es como si Raymond Carver contemplase (desde dentro) la tragicomedia española y, en vez de los sangrientos guiñoles de Valle-Inclán, nos describiera el miedo y la miseria con la precisión de un entomólogo.
Castillos de fuego no es una fábula soleada ni un memorial de agravios con víctimas inocentes. Es un cuadro panorámico, coral, sobre cómo el destino destroza los anhelos de unos individuos que, sin ser iguales, pueden ser intercambiables. Todos atrapados por la cotidianidad duradera de una existencia ciertamente pavorosa.
La atmósfera de miseria moral, dignidad asesinada y muerte gratuita, o el pragmatismo de la supervivencia y el fatídico aire de la delación, dotan al lienzo narrativo de Pisón de todos los matices del color gris, alejándolo del aguafuerte en blanco y negro. El franquismo de aquella hora simulaba una atosigante ansia de eternidad que era el reverso de su inseguridad íntima. Mataba con crueldad y sin tasa porque se sabía mucho más mortal de lo que fingía ser. Idéntico motivo alimentaba las purgas (entre camaradas) de la clandestinidad comunista.
El escritor zaragozano se sumerge con talento en una época de la historia sobre la que se ha escrito de forma abundante y generosa. Nada, de Carmen Laforet; La colmena, de Cela; La sombra del ciprés es alargada, de Delibes, las Memorias de un niño de derechas, de Umbral, el periodismo sentimental de Vázquez Montalbán o la narrativa de Carmen Martín Gaite, entre otros ejemplos, como Madrid, 1945, de Andrés Trapiello, son piezas literarias excelentes sobre esa patria de pan negro, trenes de estraperlo, gasógeno, misticismo nacionalista, toros y curas, niñas topolino, misas infinitas y retórica chusca. Pisón no se adentra pues en solitario en un territorio desconocido, aunque logra salir del laberinto con una melodía sin estrambote y gracias a una sentimentalidad madura que nos habla de lo que somos a través de la compasión.