Carmen Laforet / DANIEL ROSELL

Carmen Laforet / DANIEL ROSELL

Letra Clásica

Laforet y la luz (sombría) de las ventanas

‘Nada’, la novela con la que la escritora ganó el primer Premio Nadal en plena posguerra, conquistó la imaginación popular por mostrar la solidaridad entre mujeres

11 septiembre, 2021 00:10

Seguro que conocen la sensación. Llegar de noche a un país extranjero o a una ciudad lejana, donde pasaremos semanas o meses, quizás años. Estamos cansados, pero llevamos mucho tiempo pensando en el sitio y en cómo será nuestra vida allí. Nos gustaría salir a recorrer las calles, empezar a confrontar nuestro futuro, pero se interpone la noche, como si protegiese con celo nuestro futuro: ¿en qué nos convertiremos? ¿seremos felices? ¿cómo nos pinchará la vida? Nos retiramos al hotel, a la pensión, al apartamento o a la casa amiga (nombres variados para la misma extrañeza: una cama nueva) con los ojos recibiendo las primeras impresiones de lo que pronto se irá volviendo familiar: árboles, barandillas, cortinas, pasajes de vida doméstica en los cuadros de luz de las ventanas

Se trata de una sensación corriente, y en mi caso vampirizada por el arranque de Nada, la primera y más famosa novela de Carmen Laforet, escritora de quien celebramos este mes su cien aniversario. Sospecho que a muchos de los que han leído la novela les sucederá lo mismo: ya no podrán llegar a una ciudad o a un país de noche sin recordar las imágenes y las palabras con las que Laforet narra la llegada de Andrea a Barcelona. Pocos elogios mayores se les puede hacer a un novelista que conquistar un pedazo de nuestra imaginación.

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La escritora Carmen Laforet

Carmen Laforet y Nada cuentan con un aura casi legendaria. Corría el año 1944 y una muchacha de poco más de veinte años enviaba a última hora un manuscrito al recién creado Premio Nadal y, como diría un cronista deportivo, se alzaba contra pronóstico con el triunfo. La confluencia de ser mujer, joven y ganadora de un premio de prestigio ha coagulado en una anécdota irresistible que se cuenta una y otra vez. Pero lo cierto es que su atractivo depende más de las circunstancias accidentales que de otra cosa. Hoy en día ya no nos sorprende leer libros escritos por mujeres, sabemos que la precocidad literaria es un fenómeno relativamente corriente, y nos hemos acostumbrado a convivir con la anomalía de que los grandes premios literarios en España se concedan a libros inéditos, en campañas de lanzamiento publicitario encubiertas. 

Así que mejor dejar atrás la leyenda y centrémonos en el libro que, como todas las grandes novelas, es hijo de su tiempo y nos concierne más allá de su valor documental e histórico. Nada es, después de todo (y prometo que no habrá más juegos de palabras, un impulso irresistible con este título), una novela magnífica. La nada a la que alude el título tiende a interpretarse como un vacío existencial, un espasmo de náusea ante la cálida repelencia de la vida y el vacío angustioso de la muerte. Popularizada décadas más tarde en numerosas películas de autor, esta angustia existencial estaba en auge en el pensamiento europeo de entreguerras, y una combinación entre la cercanía con la fecha de publicación y una perezosa inercia la mantiene viva hasta nuestros días como interpretación preferente

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Primera edición de 'Nada' en la colección 'Áncora y Delfín' / EDICIONES DESTINO

Pero la lectura no tarda en demoler esta vía interpretativa. Andrea llega a Barcelona asqueada de su vida en provincias, pero cargada de ilusiones sobre el futuro; su nada brota justificada por lo que se encuentra al llegar a la casa donde ella misma se ha condenado a vivir: una familia (su abuela y sus tíos) venida a menos que Charlotte Brontë admitiría como personaje secundario de Cumbres borrascosas. Una anciana viuda entregada a la depredación a la que la someten sus hijos, una tía solterona y beata que renuncia al amor por el qué dirán, un maltratador, una vamp reducida a un espasmo de piedad por las palizas continuas y la bebida, y una sirvienta reclutada entre los trasgos oscuros, componen el bosque humano que deberá atravesar Andrea en su proceso de aclimatación a Barcelona. 

Como estará el ambiente que ni siquiera el perro que ronda por la casa está por la labor de ofrecerse como reposo moral, al estilo de las novelas de Faulkner. El estupor de Andrea no proviene de una angustia metafísica sino de una reacción a la realidad emocional y a la materialidad de la violencia que la envuelve. Conviene señalar que la violencia de la novela no está elidida ni sugerida, es de una brutalidad contundente y explícita. Puede funcionar como emblema de un tiempo siempre que respetemos su terrible concreción sobre unos personajes que en el dolor (como sucede con las personas) solo se representan a sí mismos

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Recorte de prensa donde se da el resultado de la votación del primer Premio Nadal

No solo hay gritos ni vejaciones verbales, encontramos patadas, puñetazos, estrangulaciones, duchas frías y torturas de sueño. Andrea, aunque no se dedique a contarnos sus lecturas y sus impresiones, ni se entregue a grandes reflexiones morales y humanísticas, es una muchacha sensible (Laforet lo señala desde el principio: con el toque sutil de una maleta tan cargada de libros que cuesta arrastrarla) y reacciona con una especie de atonía defensiva, un repliegue de la empatía. 

Uno de los grandes logros del libro es la construcción de una narradora lo bastante sensible e inteligente para entender y sentir todo lo que ocurre, y al mismo tiempo desinteresada, deseosa de no implicarse, de no mancharse con el barro miserable de lo que se vive en la casa familiar (caída de unas alturas económicas considerables, y embrutecida por la atmósfera miserable de la posguerra). Una narradora deseosa de escapar del escenario donde ha sido arrojada; metida en un papel (variable, pues cada miembro de la familia le pide algo distinto desde su esquina de la casa: santa, confidente, amante, donante de fondos, amiga...) que no reconoce como el suyo. 

El doodle dedicado por el buscador Google a la escritora barcelonesa en el centenario de su nacimiento

El doodle dedicado por el buscador Google a la escritora barcelonesa en el centenario de su nacimiento

Esta fantasía de fuga se cumple antes en la estructura de la novela que en el orden de la narración. Laforet empaña deliberadamente el pasado de Andrea, del que sabemos poquísimo, y siempre a pinceladas diminutas, y sitúa el tiempo desde el que nos cuenta la historia en un futuro impreciso. La novela flota entre un pasado y un futuro distantes, pero si la imprecisión del pasado incrementa la sensación opresiva del relato, las menciones a ese futuro abren un respiradero, le ofrecen algo de alivio al lector. No sabemos si Andrea se dedica a poner en claro sus recuerdos desde una vejez protegida, con la vida ya jugada, o desde la treintena y la cincuentena, en plena brega y madurez vital

Nos gustaría saber más, agradecemos que haya escapado, nos alegraría saber que le ha ido bien. Porque aunque la estrategia vital de Andrea, su empecinamiento por no implicarse, la empuja a una serie de crueldades pasivas hacia su tía, su abuela y con la continuamente maltratada Gloria, para las que raras veces tiene una palabra o un gesto de consuelo, Laforet se cuida mucho de que estas dejaciones de empatía no nos predispongan en contra de su narradora. Con un manejo admirable de las modulaciones del pensamiento y de las impresiones precisas del entorno que la rodea (árboles, edificios, juegos de luz) sentimos que está protegiendo una sensibilidad de fondo vivísima que. de enredarse, en el ambiente podría echarse a perder. Con una escena de una inteligencia artística asombrosa, Laforet nos muestra que Andrea podría hacer un papel bien distinto en una novela de otro tono. Es el día al aire libre que la narradora pasa con su amiga Ena y su novio, y que se proyecta sobre la imaginación del lector con el impacto de una escena a todo color (casi de estridencias pop) que irrumpiese en un metraje que hasta ese momento transcurría en blanco y gris

Claudio Stassi : PLANETA CÓMIC

Adaptación de Nada al lenguaje de la novela gráfica hecha por Claudio Stassi / PLANETA CÓMIC

Si Andrea no se implica más en Barcelona, si pasa por la ciudad sin hacer nada, sin intervenir ni mezclarse, sin ayudar ni comprometerse más, se debe también al escaso agarradero que le ofrecen las personalidades masculinas con las que se cruza como posibles intereses románticos: el amigo chulesco que se presenta citando el escaso valor que Schopenhauer otorgaba a la inteligencia femenina (acaso la estrategia de seducción más desafortunada de la historia de la literatura), el niño bien cuya atracción hacia Andrea decae por un comentario de su madre sobre los pobres zapatos de la chica, y su tío pintor, que trata de compensar el fracaso de su arte y la mezquindad de su vida ejerciendo un estéril sadismo doméstico. 

Laforet dedica varias páginas a otro intento de integración de Andrea, esta vez sin carga romántica, cuando sale a buscar a su tío Juan (el maltratador) que se dirige hacia el barrio chino con el propósito –más o menos explícito– de estrangular a su mujer, Gloria. El capítulo funciona como un magnífico descenso literario a los infiernos sociales (y nos predispone a que lo leamos como contrapunto de la escena a todo color) y su desenlace constata los temores intuitivos de Andrea: en esta atmósfera implicarse equivale a hundirse en el desagradecimiento y a progresar en la propia debilidad. 

En una situación muy parecida a la Hamlet en Elsinor, obligada a interpretar un papel que no le interesa en un entorno degradado, su estrategia de supervivencia difiere de la del príncipe de Dinamarca: incapaz de organizar una obra de teatro que envuelva al resto de personajes decide quedarse quieta, dejar que el tiempo le pase por encima manchándola lo menos posible, progresando en la impasibilidad. La ausencia de armonía emocional de Andrea, la sensación de que no está viviendo plenamente, de que avanza entre sombras de pasiones ajenas, no es endémica ni fruto de su carácter. No admite leerse como una reflexión existencial. Laforet señala la disposición de Andrea a vivir: el gusto por los libros, los atracones que se regala con su primera paga, la sensualidad con la que describe su gusto por los cigarrillos y, sobre todo, la amistad con Ena, la bellísima chica rubia, de clase alta y feliz a la que trata de proteger de su sádico tío, arrastrada por un enlluernament [deslumbramiento] adolescente

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La compleja relación entre Ena y Andrea es un buen motivo para leer la novela; es posible que un miedo anticipado a la censura volviese su amistad más ambigua de lo que Laforet tenía en mente, pero la indeterminación termina siendo de lo más sugestiva, en una alternancia de los papeles de protectora y protegida (¿no somos todos más inocentes que los otros en algún aspecto?) donde va a resolverse el nudo del argumento. Suele decirse también que Nada es una novela de formación donde la protagonista no aprende demasiado. Pero cuanto más pienso en la novela menos creo que salga con las manos vacías. 

Al fin y al cabo Andrea no abandona Barcelona de manera natural, sino que es extraída por la idea de Ena de que se traslade a Madrid para trabajar en la empresa de su padre. Aprender es una palabra amplia, compleja y admite vacilaciones. No cabe duda de que Andrea experimenta que la amiga por la que se ha implicado se implica ahora con ella. ¿No es el juego libre de los compromisos la base de la experiencia social? El escape y el aprendizaje de Nada confluyen así en una solidaridad entre mujeres.