El escritor Enrique Vila-Matas / DANIEL ROSELL

El escritor Enrique Vila-Matas / DANIEL ROSELL

Letras

Vila-Matas, esa atmósfera insensata

El escritor regresa a la novela con ‘Montevideo’, una fábula ‘shandy’ de causas y azares literarios donde usa su biografía y sus mitos para explorar el espacio ambiguo entre la realidad y la ficción

9 septiembre, 2022 23:15

Una de las paradojas más asombrosas de los Estudios Literarios, esa disciplina que aspira a construir una filosofía sobre la escritura artística con la ayuda de la Historia, el desprecio (temerario) a la Lógica y el auxilio (milagroso) de la Retórica, es que su propia materia no cuenta con una definición indiscutible, despejada o que sea universalmente aceptada, aunque a lo largo del tiempo haya sido nombrada con diversos términos –poesía, decían los antiguos: literatura, la rebautizaron los modernos– y remita a algo que, en el fondo, es inaprensible, fugaz y diríamos que hasta inquietante: una convención cambiante, que no deja nunca de moverse, se desmiente a sí misma y se transforma sin parar.

¿Una ciencia incapaz de delimitar su objeto de investigación merece tal nombre? Se diría que no. Y, sin embargo, desde Aristóteles a Steiner, la exploración sobre la naturaleza de lo inequívocamente literario no ha desfallecido un solo día en un arco temporal que se alarga durante siglos. El primer capítulo de cualquier manual acerca de la materia –desde el volumen académico escrito por Aguiar e Silva al review del marxista Terry Eagleton, pasando por el ejemplar compendium de Jordi Llovet– se pregunta obsesivamente qué diablos es la literatura, sin alcanzar nunca un punto exacto como destino, pero mostrándonos un mapa desdibujado –y a veces venerable– donde las fronteras tradicionales se confunden.

Enrique Vila-Matas / ANTONIO NAVARRO WIJKMARK

Enrique Vila-Matas / ANTONIO NAVARRO WIJKMARK

La literatura parece ser, al cabo, lo que uno mismo entiende por tal y los demás (lectores o ágrafos) acaban por aceptar. En el caso de Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) se trata de un universo expandido, conectado mediante un sinfín de referencias a autores, libros, frases milagrosas, encuentros azarosos, casualidades intempestivas, suposiciones irreales, presuntos lugares en apariencia geográficos, sonoros espacios ambientales y sugerencias surrealistas. En este mundo libresco, que se nos presenta como si fuera material, no hay más unidad que la que configura, en el acto mismo de enunciarse, la voz narrativa de sus novelas.

Es la atmósfera shandy, una bruma insensata –por usar el título de una de sus narraciones– donde se rinde culto (y otras veces se cometen sacrilegios) a la escritura, igual que los antiguos filósofos hacían en los albores de la metafísica. En este interludio no existen categorías estables ni referencias indiscutibles: todo fluye, las ideas se formulan sin desarrollarse, los personajes (con nombres reales) viven en los libros como si fueran aparecidos y no habita más orden que el sublime arte –tan incomprendido– de la cita.

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En Montevideo (Seix Barral), la novela con la que el escritor barcelonés vuelve a las librerías después de un trasplante de riñón, aparecen, por supuesto, todos estos rasgos de estilo que configuran su particular mirada sobre la literatura. La narración discurre por hipotéticos enclaves urbanos –París, Cascais, Montevideo, Reikiavik, Bogotá, París de nuevo– que son,  al tiempo, sentimentales. Y, como es norma de la casa, carece de argumento, más allá de la red que trazan los saltos (psicológicos) que tienen lugar en la mente de un escritor que no escribe –el bloqueo literario, ese infierno tan temido, que diría Onetti– y pretende desentrañar el misterio de una puerta condenada en la habitación del hotel donde Cortázar sitúa uno de los relatos de Final de juego.

El escritor argentino eligió la pieza 205 del Hotel Cervantes para colocar al lector en esa vislumbre en la que la realidad deja de ser tal y la ficción emerge. El gozne entre la fantasía y la objetividad. Allí es donde Petrone –su protagonista– se instala antes de verse asediado por su propia incertidumbre y su angustia. Padece un mal interior que no se sabe nunca si es irreal, cierto o ambas cosas. Vila-Matas usa este motivo para componer un caleidoscopio de instantes y secuencias vinculadas artificialmente –a la manera de las películas de Fellini– en las que combina elementos autobiográficos (siempre tamizados por la autoficción), lecturas, escritores, seres imaginarios y hechos. Todo concebido para alimentar –a lo largo de sus trescientas páginas– un diorama de la ambigüedad que entrelaza la mentira con la verdad.

Julio Cortázar / EN Wikimedia Commons

Julio Cortázar / EN Wikimedia Commons

Es una novela para los muy cafeteros. El artefacto, que sin duda fascinará a muchos de los devotos del escritor, no funciona siempre con la exactitud que se le exigiría a un reloj suizo, pero a cambio deja instantes memorables, los mejores en muchísimo tiempo. Uno de ellos es París, el primer capítulo y supuesto último fragmento literario escrito por el narrador antes de su bloqueo creativo. Una especie de memoir de los años vividos en la capital francesa, como una apostilla a París no se acaba nunca que, en este caso, nos presenta a un escritor caricaturizado –y caricaturizante– que ambiciona tener “un garaje propio” (una burla sobre el famoso cuarto de Virginia Woolf) y convertirse en un autor de la Generación Perdida sin reparar en que, siquiera para conseguirlo, antes hay que sentarse a escribir.

El narrador de Montevideo se imagina el infierno como un lugar –en la novela se representa con una habitación secreta dentro de una exposición en el Centro Pompidou de París– donde un coro de voces recita las frases de sus libros, condenándolo a la tortura de soportarse a sí mismo. Vila-Matas usa el efectismo de la farsa (el género más grave de la preceptiva) para expresar el fondo de su canción: la crisis íntima de un artista que ha olvidado el camino a casa y se pregunta si su obra va a perdurar o quedará atrapada en una habitación condenada, sumida en una oscuridad absoluta y donde su legado reposa en una vetusta maleta.

Fachada del Hotel Cervantes de Montevideo

Fachada del Hotel Cervantes de Montevideo

Este interrogante, que el escritor barcelonés se cuida de no despejar por completo, emulando la fórmula del iceberg de Hemingway, alumbra, igual que una antorcha, el fondo dramático de Montevideo, que se camufla con la representación del escritor que renace de sus cenizas. Es este poso de tristeza inmensa el que dota de una singular poesía (en prosa) al libro, aunque en ciertos pasajes la intensa capacidad de sugerencia se diluya cuando las asociaciones literarias –mecánicas cabriolas a lo shandy– se tornan excesivas, persiguiendo una caricaturización demasiado intensa. “Somos demasiado parecidos a nosotros mismos, y el riesgo estriba precisamente en que acabemos pareciéndonos a nosotros mismos”, se justifica el narrador de la novela, consciente –sin duda– de los peligros del artificio superlativo, que también son descritos por Vila-Matas en una guía (irónica) sobre las fórmulas narrativas.

En Montevideo no pasa absolutamente nada. Y, sin embargo, en la mente (verbalizada) del narrador se suceden las asociaciones, los enlaces y las digresiones, siguiendo las estrictas normas de la poética de Vila-Matas, que prescriben que todas las categorías referenciales pueden alterarse sin problemas y no existen barreras entre lo que se lee, se escribe o se imagina y lo que se vive. Los interludios entre ambas orillas son las puertas y los umbrales que, como los cuadros de Magritte, dislocan lo esperado mediante puntos de fuga imaginarios.

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El escritor barcelonés se acoge al amparo de Voltaire para justificar muchos de los silencios de su partitura –“El secreto de aburrir es contarlo todo”– pero la partida de dados con la que reta a sus lectores tiene lugar en un tablero melancólico. Es el que representa el clochard que conoce en París –“Desde aquí puede uno verlo bien: pasan los hombres y no son felices”– o sugiere una canción de Marianne FaithfullNo Moon in Paris– que suena en el Bar Bérgamo de la calle Mallorca de Barcelona. En ambos casos se cumple el augurio de Monterroso y Bárbara Jacobs: “Un buen cuento será siempre un cuento triste”.

Vila-Matas abraza en Montevideo su síndrome Rimbaud –aquel que define a los escritores que dejan de escribir o escriben únicamente sobre su incapacidad para hacerlo– pero, debajo de la galería de sus criaturas, inmortales, casualidades, viajes y coincidencias, con las que, igual que un depuradísimo prestidigitador, seduce a su parroquia, lo que entona es una elegía. Lamenta que la sacralización de las cosas no nos salve del tiempo –la visita a la Torre de los Panoramas es uno de los mejores instantes de la novela– y se pregunta si tiene sentido narrar en una época en la que la literatura parece estar en plena liquidación, “sustituida por la épica del transinfantilismo, la sórdida ambición de los arribistas, la sinceridad imposible de la no ficción, los escribidores de bodrios sin la menor experiencia literaria, y tantas y tantas tendencias narrativas propulsadas por la Internacional de la Usura”.

“Nuestra época” –prosigue el narrador– “es como un recipiente de agua que hemos puesto a hervir a borbotones y que está lleno de gente que ignora que todos podemos disolvernos en ella, siendo éste el verdadero espíritu de los tiempos”. La puerta condenada de Montevideo es el pasaje que franquea el sendero al reino de la extrañeza. Ese mundo en el que –lo dice uno de los personajes– “los idiotas (digitales) nunca lograrán entrar”.