El mundo de Magritte / DANIEL ROSELL

El mundo de Magritte / DANIEL ROSELL

Artes

Magritte, la pintura de la incertidumbre

El artista belga, cuya obra se expone en el Thyssen de Madrid, puso en cuestión las normas de la representación a través del absurdo y el poder paradójico de las imágenes

9 octubre, 2021 00:10

El tiempo ha ido ensanchando el espacio del artista belga René Magritte (Lessines, 1898-Bruselas, 1967), aunque el suyo es, en realidad, un territorio difícil de definir porque sus lienzos lanzan preguntas y sólo se completan con el espectador. Más o menos lo que es el arte, el cine, la literatura, pero en su caso con una intención de confundir, de hacer dudar que sobrepasa géneros para establecer un territorio donde todo sucede: su ironía y su desacato. Todo en él empuja a la extrañeza. Al juego. Al extravío. A lo feliz de profesar la magia sin cautelas.

Aunque emparentado estrechamente con el surrealismo, Magritte está al comienzo de una tradición singularísima: la de aquellos artistas que aceptan el ilusionismo como brújula, los que miran por el ojo de la cerradura de las cosas, los que saben que la realidad, en el fondo, es una mitología inconcreta. Todo objeto puede ser otro y su misión más alta es traicionar la evidencia. Todo es todo y, a la vez, podría no ser lo que creemos. No es esoterismo ni afán de confusión, sino una voluntad irrenunciable de cuestionar lo que parece inmutable. 

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René Magritte y El bárbaro, London Gallery, 1938 / COLECCIÓN PRIVADA, CORTESÍA BRACHOT GALLERY, BRUSELAS

Sucede así en sus lienzos que el mundo adquiere esquinas distintas. Nada es lo que parece. El paisaje está en el interior de la habitación cuando se caen los cristales rotos de la ventana, la piel desnuda de la mujer se asemeja a las vetas de la madera, un pene ocupa el lugar de la nariz en el rostro de un señor y una piedra de gran tamaño llena una habitación o se sostiene en el aire. Todo forma parte de un extraño principio de incertidumbre, el de este pintor que sintetizó su revolución artística en un dibujo sencillo y una frase (aún más) sencilla: “Ceci n’est pas une pipe [Esto no es una pipa]”.

Tuvo fama de señor extravagante, ceñido a esa condición de hombre en fuga cuyas ideas del arte traspasan primeramente el arte mismo y después cualquier protocolo, cualquier reglamento, cualquier trampantojo de cuantos adornan el difuso ámbito de lo contemporáneo. Sin embargo, a día de hoy, Magritte es uno de los creadores más celebrados y convocados del siglo XX, subido al podio de los grandes superventas del arte. El cielo con nubes, el bombín, el espejo, la manzana con máscara y el cuadro dentro del cuadro son algunas sus marcas comerciales.

Así, situado al lado de Dalí, Magritte batió todos los registros de público en Bruselas justo antes de la pandemia (Dalí & Magritte sumó 195.133 visitantes hasta su clausura el 26 de febrero de 2020). El MoMa de Nueva York revisó en 2013 la producción del belga en los años veinte y treinta en Magritte: the mistery of the ordinary y, más recientemente, el Centre Pompidou de París exploró su raíz filosófica en René Magritte. La trahison des images (2016). También es un reclamo habitual en las citas sobre el movimiento surrealista, como la potente exposición de la suiza Fundación Beyeler, Surrealismus in Paris, celebrada entre octubre de 2011 y enero de 2012.   

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El gran siglo (1954), de René Magritte / KUNSTMUSEUM GELSENKIRCHEN,  RENÉ MAGRITTE, VEGAP, MADRID, 2021

Con todo, Magritte es un cofre que, en muchos de sus rincones, sigue todavía a oscuras. Basta arañar su biografía para descubrir que no tuvo que impostar delirios ni gestos estrafalarios para superar el casting de las vanguardias. Traía con él de serie un repertorio de episodios infantiles que convertía su cerebro en una mina de oro: el pasatiempo de destripar animales pequeños, las correrías por las criptas subterráneas del cementerio y, sobre todo, la visión del cuerpo sin vida de la madre esquizofrénica arrojada a las aguas frías del río Sambre, con las ropas blancas cubriéndole la cara.

Tenían que suceder muchas cosas aún antes de que la firma de Magritte se grabara en el mármol del presente. Entre ellas, la furia creativa que canalizó al lado de los surrealistas, quienes, invocando la fertilidad del azar, el sueño y las obsesiones, retomaron la condición gestual de la pintura introduciendo en ella la paradoja para dinamitar la fe automática que identifica la imagen con la realidad. A su modo, André Gide alumbró qué hacían estos francotiradores: “Es tan difícil y tan raro observar bien como pensar bien o escribir bien; un gran sabio es apenas un buen observador”. 

De ahí que, aún hoy, asistir a la obra de Magritte sea como habitar la relojería viva de las cosas muertas hasta que el pintor les da cuerda mutándolas, aplicándoles la cirugía de una imaginación sugerente, poética, pulcra, elegante. Su puntería estuvo en inyectar lo insólito al mundo real, a lo más cotidiano. Hacer que las cosas fueran lo que nunca se esperaría de ellas; y por eso mismo, subversivas, tremendas, libres. Los objetos no tienen un único significado. Ni un sentido solo. Es más, si los miras desde otro prisma adquieren posibilidades insólitas. Verdades asombrosas. 

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Tentativa de lo imposible (1928) es uno de los cuatro autorretratos de Magritte / TOYOTA MUNICIPAL MUSEUM OF ART, RENÉ MAGRITTE, VEGAP, MADRID, 2021

Pero no es delirio ni locura. Toda su obra es, más bien, una reflexión sobre la representación, sobre la pintura misma, cuestión que aborda con la paradoja como herramienta fundamental. Lo que se nos revela en el cuadro, por contraste o por contradicción, no sólo es el objeto, sino también su representación, el cuadro mismo. Cuando la pintura se limita a reproducir la realidad, el cuadro desaparece, y sólo reaparece cuando el artista saca las cosas de su orden lógico: la pintura únicamente se hace visible mediante el sobresalto, es decir, a través de la introducción de lo inesperado, lo increíble, lo singular. 

La propuesta es, por tanto, rabiosamente actual. “Nuestra cultura descansa sobre las imágenes hasta el punto que una foto photoshopeada puede desencadenar una revolución. Seguimos profesando una fe en la autoridad de las imágenes, seguimos identificando las imágenes como la verdad revelada. Lo que Magritte enseña, y eso tiene un enorme valor crítico, es que toda imagen es sospechosa. Cuanto más atractiva, más sospechosa”, explica el director del Museo Thyssen de Madrid, Guillermo Solana, quien está al frente de la exposición La máquina Magritte, la primera que se le dedica en España desde las citas en la Fundación Juan March (1989) y la Joan Miró (1998).  

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 La firma en blanco (1965), de René Magritte / NATIONAL GALLERY OF ART, WASHINGTON, RENÉ MAGRITTE, VEGAP, MADRID, 2021

Esta muestra, que se instalará en el Caixaforum Barcelona del 24 de febrero al 5 de junio de 2022, viene a plantear una mirada al completo sobre la producción del pintor belga a través de su catálogo de obsesiones, reiteradas a través de incontables versiones a lo largo de su carrera. Con afán de explorador, pero también con ánimo lucrativo, Magritte llegó a plasmar en distintas ocasiones sus motivos preferidos, avivando la contradicción entre el discurso estético del misterio y la condición industrial de la producción en serie. Por ejemplo, entre 1950 y 1953, realizó hasta cuatro variaciones de El seductor y El imperio de las luces suma hasta diecisiete.   

“Desde mi primera exposición, en 1926, que fue mal recibida, he pintado un millar de cuadros, pero no he concebido más que un centenar de esas imágenes de las que hablamos. Este millar de cuadros es el resultado de que he pintado con frecuencia variantes de mis imágenes: es mi manera de precisar mejor el misterio, de poseerlo mejor”, justificó el artista. Aunque aparentemente entregado al delirio, Magritte emerge, pues, como un creador metódico y riguroso que vuelve de forma periódica a ciertos problemas para reciclarlos, combinarlos, estrujarlos, en busca de soluciones.

El pintor dejó una reflexión iluminadora sobre el asunto en una conferencia que pronunció en Amberes el 20 de noviembre de 1938. Allí relató una experiencia para fijar su método: una noche se despertó en una habitación donde había una jaula con un pájaro y un “magnífico error” le hizo ver “el pájaro desaparecido y reemplazado por un huevo”. A partir de aquella visión, decidió investigar si este tipo de revelación poética podía darse en otros objetos como el fuego, la ventana, el árbol, la casa, el mar, la luz, la montaña, la mujer, el zapato, el miembro viril, la lluvia y el caballo. 

En dicha ponencia, publicada con el título La Ligne de vie, el creador enumeró al menos un cuadro en el que había planteado una solución para cada uno de esos motivos. “Cualquier objeto, tomado como pregunta de un problema y la respuesta exacta, encontrada por la búsqueda del objeto secretamente ligado al primero… proporcionan, reunidas, un conocimiento nuevo”, concluyó. Magritte caracterizaba su pintura así, como un arte de pensar, lo que significa una pintura que reflexiona sobre la pintura: un ejercicio permanente de metapintura

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Magritte, fotografiado por Charles Leirens en 1959 / COLECCIÓN DEL MUSÉE DE LA PHOTOGRAPHIE DE CHALEROI

No aspira, por tanto, La máquina Magritte a ser un acercamiento más al trabajo del artista, sino que pretende convertirse en una cala de profundidad en su imaginario, en su territorio creativo. La exposición, que permanecerá abierta en Madrid hasta el 22 de febrero de 2022, reúne un total de noventa y cinco piezas –pinturas preferentemente, pero también esculturas, fotografías y vídeos– que tratan de dar cuenta de cómo el universo del pintor belga se sitúa en los intersticios, en las zonas de sombra, en el espacio de grieta que queda una vez que la convención y la institución todo lo ahorma. 

Queda así en las salas de Museo Thyssen-Bornemisza algo de chamarilería alucinada donde la lógica muere a fuego lento para convertir su funeral, según el artista, en algo nuevo. Los paisajes salen de los marcos, los hombres con bombín caminan bajo cielos escayolados y las hojas se adueñan de los bosques en mil versiones distintas. Se trata, en definitiva, de poner del revés las normas aceptadas, de encontrar sitio en sus costuras, de hallar la trampa de las imágenes. Porque dudar, al fin y al cabo, es el único argumento de la obra. Por eso sigue en pie René Magritte.