Paisaje de Florencia en la Toscana, Italia  / EP

Paisaje de Florencia en la Toscana, Italia / EP

Letras

De lunas, piedras y el Mediterráneo

Los mejores literatos se han paseado por este mar para rescatar las joyas griegas y cantar las grandes bellezas de la vida

28 julio, 2021 00:10

El Mediterráneo, una enorme balsa corrompida por los dioses; es la ruta que conduce a la Ática, donde se mezclan naturalismo y espiritualidad.  El día en 1812 en que la guardia jenízara turca se rindió ante los sublevados griegos, en la misma Plaza Sintagma de Atenas, no se habló de los dioses antiguos sino del Nazareno, el cristo hecho hombre. Hace apenas un siglo, los griegos de corazones encandilados por el cristianismo bizantino se olvidaron de Pericles. En ocasiones, los pliegues de la historia pueden más que la Historia misma y hasta hubo un tiempo en que el Partenón se perdía en una maraña de columnas y pesadas rotondas; un tiempo en el que se quiso construir un monumento a la diosa Atenea del todo ajeno al espíritu de Fidias, el gran escultor de la Acrópolis. Las guerras modernas y Thomas Cook, inventor del turismo de masas, han desdibujado los mensajes del monte Olimpo. Con su anuncio de la destrucción imposible de Petra (ciudad esculpida, no construida, en un enclave jordano), el islamismo radical ha hecho el resto, atemorizando al advenedizo.

Tumbas Reales de Petra en Jordania / TRAVELER

Tumbas Reales de Petra en Jordania / TRAVELER

En Creta, la isla que baja del cielo para aposentarse sobre el mar como una deidad, anidan la caliza y el polvo. Allí se levantó un día el laberinto construido por Dédalo para encerrar al Minotauro. Y allí sobrevive todavía un interés desnortado por el arte minoico, con especial predilección por El pájaro Azul, expuesto en la llamada Casa de Frescos de Knosos, de la que habla el polaco Zbigniew Herbert en El laberinto junto al mar (Acantilado). Entre aromas secos, allí encontraremos el misterio del poemario de Josep Carner, Els fruits saborosos, donde se ordenan los postulados del novecientos, “cierta Grecia como modelo de una estética entre el clasicismo y el populismo mediterráneo”, en palabras de Narcís Comadira, enorme crítico, además de escritor y pintor.

También pueden seguirse otros testimonios como el de Edith Hamilton recogido en El camino de los griegos (Fondo de Cultura) --otros, como El origen salvaje de Luis Andrés Bredow o el caso de Homo necans de Marc Jiménez Bruzzi, ambos editados por Acantilado-- y otros en legión, todos valiosísimos y desperdigados al estilo de una colonia de búhos al final de una tormenta. Y todavía hay una Knosos más imaginada e intangible que ninguna otra: la de Ítalo Calvino, contenida en Las ciudades invisibles (Siruela). Es la ciudad que agrede a la montaña; en sus estribaciones se arremolinan los restaurantes en plena calle, con el olor inconfundible pero indefinido de la musaka, el pan dulce con semillas de linaza y el vino con resina de la isla de Samos.

La isla de Creta en Grecia / EP

La isla de Creta en Grecia / EP

La ciudad natal de Aristóteles

El ferri que, desde el Egeo, conduce de vuelta a Brindisi (Italia) puede detenerse en la costa de Macedonia, la actual nación balcánica que un día fue la Grecia del norte, cuna de Alejandro, fría y brumosa, donde reina, por encima de otras bellezas, la imponente ensenada de Tesalónica. Sobre sus túmulos y estepas plantó sus pies Vernon Lee, el pseudónimo literario de Violet Paget; lo hizo una sola vez, con las obras de Píndaro bajo el brazo. Paget llegó más lejos que nadie en su relación con el arte y las piedras. Les llamó mes amours de voyage, un mundo de deseos que exhala sensualidad y sexualidad sin pasar necesariamente por el imaginario procaz; así lo recoge María Belmonte --infatigable, genial dama del viaje y de las bellas letras-- frente al sabor agridulce que emanan las ruinas, al que la escritora llama “el mal que se disfruta”, en su libro En tierra de Dionisio (Acantilado). La inolvidable Susan Sontag, en Contra la interpretación, un dardo contra la indiferencia ética y estética, abordó la erótica del arte y la llamó amablemente metasexualidad.

Un retrato de Susan Sontag / DOMINIQUE NABOKOV

Un retrato de Susan Sontag / DOMINIQUE NABOKOV

Los prosistas respetables del arte de viajar cambian de matiz al entrar en la península Calcídica: “Como cambia de repente el paisaje cuando dejas atrás el valle del Vardar para meterte de lleno en los olivos y los ríos subterráneos que alimentan la suave caliza”, escribió Lawrence Durrell a su editora, la poetisa Anne Ritler. En Macedonia, viajar de norte a sur significa ir de la bruma al calor. De la tierra emergen tres cayos formidables: Casandro, Athos y Sitonia, la trilogía del Monte Santo. Desde la ciudad de Olimpiada, donde pasó un verano Durrell, hay que caminar un kilómetro de tierra ganada al mar para contemplar las ruinas de Estagira, la ciudad natal de Aristóteles, llamado en su tiempo el estagirita. Estagira fue destruida por Filipo II, el mismo rey que llamó a su corte a Aristóteles para que se ocupase de la educación de su hijo, Alejandro.

La contemplación en solitario de las piedras, tantas veces aconsejada por los expertos, se hace realidad a poco que uno se atenga a las reglas de Harpócrates, dios del silencio. Sus paisanos enterraron a Aristóles en un mini panteón pegado a las ruinas y llamado Aristocleon. Puede visitarse, pero sí llegan hasta allí, es mejor que se olviden de los abetos reflejados sobre el mar del cementerio marino valerieano, del que todos tenemos un recuerdo más o menos inventado. El entorno de Estagira es leñoso y hace ya mucho que fue olvidado. Aunque este olvido puede que actúe precisamente como una incitación al deseo de quien, además de nadar, arda por conocer.

Los secretos de Lawrence

La ruta del Adriático sirve para deshacer los pasos, regresar sin prisas, camino del mar que baña la costa toscana. En pleno Jónico, Durrell dijo haber descubierto el secreto del color: “en algún sitio entre Calabria y Corfú, comienza realmente el azul….” (La celda de Próspero;  Ediciones B). El autor áulico de tres islas --Corfú, Rodas y Chipre-- dejó su conocida imprenta en una ciudad, Alejandría, al sur del mismo mar, situada sobre la cornisa egipcia que celebra todavía hoy la confusión de colores, muchachas y tranvías del célebre Cuarteto.  

Por la puerta occidental de este mar se entra en el universo Florencia, cuna del Grand Tour de los románticos. Estos últimos siguieron el gusto de su hacedor, Johann Wolfgang Goethe, en su Viaje a Italia (Ed. Zeta), dispuestos a contemplar la bella capital de la Toscana, con el Etna humeante al fondo. Escogieron la vista desde el enclave de Taormina, y más concretamente desde la Fontana Vecchia, una villa utilizada  por D.H. Lawrence como un templo adorador del sol. Cuando se cumplía el medio siglo XX, en abril de 1950, el norteamericano Truman Capote descubrió la Fontana y residió dos largos años en ella. Fue allí donde Capote justificó su enorme talento de escritor, al terminar El arpa de hierba (Anagrama), una narración intensa pasada al cine en la cinta homónima de Charles Matthau (hijo) e interpretada por Walter Matthau (padre). No muy lejos de la Fontana, Lawrence desveló, una vez más, los secretos de su escondite definitivo, Villa Mirenda, otra mansión adormecida por la sal y cubierta de escamas. Allí terminó El amante de lady Chatterley (ED Luarna); había descubierto la auténtica vitalidad de los etruscos, la noble raza exterminada bajo el peso de Roma. Y empezaba entonces su auténtico viaje.

Siempre con dos libros bajo el brazo

Javier Reverte, periodista, escritor y hombre total, desgajó mil veces el mismo mar con distintos nombres; siempre lo vio marcado por la alegría de las flores del pensamiento, el perfume de los alhelíes, el aroma de los espetones y el rumor del oleaje en playas solitarias. Antes de iniciar su último trayecto --falleció en octubre de 2020-- tuvo tiempo de emparentar el gusto por las almendras secas con los libros de Lawrence, los poemas de Cavafis y la música de Serrat. La magia del levante alicantino y la peste del azahar le corresponden a otro titán de las letras: Manuel Vicent, narrador puro y penúltimo mohicano de una estirpe en extinción.

En Corazón de Ulises, Reverte entró en los mitos de la costa turca, Ítaca, Pérgamo, Esmirna o Éfeso --puerto sobre el Mar de Mármara y cuna de Heráclito-- y dedicó un amplio capítulo a Kastelorizo, donde Giussepe Tornatore filmó Mediterráneo, ganadora de un Oscar. Hoy sabemos que debería estar prohibido viajar sin un par de libros bajo el brazo, que versen sobre los lugares que vamos a visitar. Reverte confesó su adicción a la verdad de las mentiras con estas palabras, a modo inconsciente de epitafio: "La literatura es siempre el gran enemigo de la intransigencia religiosa, el absolutismo político y la barbarie nacionalista".

Antes de que amaine la canícula es conveniente hacerse a la mar. Con una quilla capaz de soportar las andanadas del Golfo de León saliendo del Cap de Creus --el punto más oriental de nuestra península-- o con un sotavento dispuesto a sortear los farallones del Cabo de Gata almeriense, el más suroriental. No se me ocurren mejores puntos para iniciar el itinerario hacia el pasado remoto, en dirección al oriente del mismo mar: el hogar de los dioses y las lunas.