Josep María de Sagarra / DANIEL ROSELL

Josep María de Sagarra / DANIEL ROSELL

Poesía

La Barcelona de Josep María de Sagarra

Las ‘Memorias’ del escritor catalán y ‘Vida Privada’, su única novela, reconstruyen la Barcelona burguesa, fascinante y depravada de comienzos del siglo XX

27 marzo, 2021 00:20

Existe un punto, entre insufrible y encantador, en la maravillosa prosa de Josep María de Sagarra (1894-1961), que ha pasado a la historia de la literatura catalana como un poeta asombrosamente popular y un dramaturgo de éxito; un hombre, en definitiva, capaz de escribir cualquier cosa sin despeinarse (entre otras cosas porque perdió el pelo muy pronto) y que oscilaba, sin caer en la obscenidad de la contradicción, entre las altas cunas y los bajos fondos de una Barcelona en blanco y negro hecha a partir de la destilación de los calendarios amarillos donde sedimentaron las vivencias de quienes nos antecedieron, con sus lágrimas inútiles y sus ambiciones, tan comunes. Una urbe que aspiró a una modernidad más imaginada que cierta, pero lo suficientemente útil para crear una leyenda que se ha prolongado más o menos hasta hace una década. Cuando el mito se derrumbó.

Sagarra es el escritor más parecido a Proust que ha tenido Barcelona, aunque su imagen inmortal, que es la que registran las fotos, se acerque más a los héroes de ciertas novelas negras –el sombrero cobijando la temprana calvicie, el terno impecable, la mirada interesante– que a lo que también fue: un amante de la gastronomía, devoto de la ornitología, el dedicado archivero de su saga familiar, que reivindicó con el orgullo que un aparcero dogmático. La combinación, sin duda, era fascinante. La Barcelona de finales del XIX y principios de los años treinta, que es la que acogió sus pasos inciertos, no era Weimar: carecía de sus bosques y sus príncipes benefactores, pero el Ateneu y otros escenarios culturales hacían una función equivalente a las tertulias de la casa de Goethe

Sagarra a Les Rambles el 1950. Fotografia de Català Roca del Museo Nacional de Arte Reina Sofía

Josep María Sagarra en las Ramblas (1950) / CATALÀ ROCA (MUSEO REINA SOFÍA)

En estos sitios era donde Sagarra despachaba visitas, componía versos o escribía artículos con suficiencia envidiable y un talento portentoso para la creación de imágenes. El poeta catalán fue un gran memorialista visual, sensitivo y vivísimo que, a través de episodios de su vida personal –unos mayores, otros minúsculos– trenza una red de referencias que identifican a una época de nuestra historia con maestría y dejadez educada. Sin darse demasiada importancia. En sus Memorias (1954), publicadas en castellano por Anagrama, este caleidoscopio de avatares configura un marco de lectura determinado: un egotismo ciertamente agradable que, sin dejar nunca de ser individualista, tiene bastante de hecho comunal. Entiéndase: una de las virtudes de los escritores capitales, y Sagarra lo es en el ámbito del catalán, consiste en hablar de todos sin dejar de hablar de uno. 

“Una página de Sagarra enriquece la realidad”, ha escrito Eduardo Jordá, que firma una excelente introducción de las memoirs del patriarca de las letras catalanas que, cualquiera sabe los motivos, lo cierto es que no ha gozado entre los lectores españoles del predicamento de otros homólogos generacionales, como Josep Pla. En Cataluña, donde ahora es indiscutible, durante un tiempo no lo fue tanto, probablemente por su decisión de saltarse las estrictas normas del noucentisme, obsesionado con un clasicismo que un simple paseo por las calles de la ciudad ponía seriamente en duda a la menor ocasión. 

Sagarra, Memorias

El manual de recuerdos de Sagarra, que es la evocación de su vida pública, porque desde el principio deja claro que no tiene la intención de confesarse ante sus lectores, lo mismo que renuncia a los ajustes de cuentas, comienza con un viaje al siglo XVI en busca de los ancestros documentados de la estirpe familiar. Se trata de un arranque curioso, casi de realismo mágico. Sagarra relata su existencia desde mucho antes de su nacimiento, a partir de un tronco de afectos, matrimonios de interés y vínculos familiares. Traza así una genealogía absolutamente personal, y supuestamente documentada, donde en realidad practica el juego de la vanidad que va asociado a la evocación de los apellidos del pretérito, origen de una fortuna menguante pero todavía lo suficientemente amplia para permitir un cierto relajo. 

El estilo de Sagarra se concreta en una vitalidad educada, a ratos incluso coloquial, sostenida sobre el arte dramático de la conversación, base formal del teatro. Mientras cuenta las raíces de su linaje, el escritor fija las formas de conducta familiar o describe con todo lujo de detalles la casa palacio familiar de la calle Escuders. Sagarra habla de un universo que ya no existe y que comenzaba a evaporarse al mismo tiempo que quedaba consignado en su libro. Su supervivencia es ficcional: acontece únicamente entre las páginas del libro de recuerdos y avatares, donde suena la melodía de los días lejanos de un niño revoltoso e ingenuamente aristocrático que descubre, con asombro, que sus compañeros de colegio no comparten ni su patrimonio ni su destino, aunque convivan con él en las mismas aulas. 

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Como Sagarra no escribía diarios, sus Memorias, en las que se retrata la Barcelona anterior a 1918, brota a borbotones de sus recuerdos, ordenados en función de un canon cronológico, pero donde los episodios están dispuestos como instantes sueltos, igual que sucedidos azarosos. Las suyas son unas memorias decorosas, donde el humor y la anécdota mandan sobre la acidez. A los sesenta años, la edad a la que se puso a escribir su vida para rendir un homenaje a su padre, último representante de una saga de propietarios agrarios, piadosos y reservados, prefirió deleitarse a sí mismo antes que asombrarnos con secretos. Optó por pintar el cuadro general de un tiempo y un lugar en lugar de practicar el costumbrismo sentimental de los reaccionarios, esos escritores insufribles que creen que su infancia debe convertirse en un canon social. 

No encontramos en la autobiografía de Sagarra más excesos que los descriptivos, que son los que necesitaba para esculpir su estilo. A través de sus retratos del natural de personajes y paisajes contemplamos la Barcelona del contrabando y el fraude, con los primeros pistoleros y anarquistas y una galería de pícaros que hace negocios bajo la aparente sobriedad que exigían las normas del decoro en tiempos de la Restauración, una época histórica hipócrita basada en el turnismo y en la compraventa del voto. 

Sagarra, Vida Privada

“La verdadera vida privada me la reservo para otras ocasiones”, escribió Sagarra con objeto de justificar la delimitación elegida en su relato de rememoración vital, “que no es una sátira ni una elegía, sino una amable confesión”. Curiosamente, lo que el poeta catalán pretende obviar en sus Memorias es el sustento de su única novela, Vida Privada (1932), traducida al español por José Agustín Goytisolo y Manuel Vázquez Montalbán, y celebrada en una edición de 2019 de Anagrama con valoraciones de Félix de Azúa o Terenci Moix, entre otros autores, que la sitúan en el centro del canon de la prosa catalana. 

La fábula impresionista de Sagarra, en efecto, es colosal. A nosotros se nos antoja el retrato más exacto, brillante y atrevido que se ha escrito sobre la caída de la aristocracia y el ascenso de la burguesía en la Ciudad Condal. Gonzalo Torné sostiene que no existe otra novela como ésta en ningún otro idioma. Su singularidad, a nuestro juicio, es sobre todo ambiental: retrata a una Barcelona de señores y mendigos, de putas e industriales, de rentistas y falsos artistas, a través de espacios como la Maison Dorée, el Colón, el Gambrinus o la Criolla. En el tiempo de tránsito entre la Exposición Universal, la dictadura de Primo de Rivera y la República. 

sagarraLas criaturas del cuento son extraordinarias; la sinceridad (naturalista) de Sagarra, absolutamente ejemplar. El libro, como cabía esperar, fue un éxito en su tiempo –más de 5.000 ejemplares vendidos– y también un escándalo entre la Barcelona oficial, a la que el escritor destroza, en lugar de con el estéril odio de clase, con una mirada enunciada desde dentro, diseminada en espacios urbanos como el Ensanche, Sant Pere, Montcada, la calle Mallorca o las Ramblas. No es un libro perfecto –la crítica ha resaltado el contraste entre sus dos partes: primero, una ficción concentrada alrededor de un único episodio; después, una fragmentación de la trama– pero sí deslumbrante por su extraña condición de sátira elegíaca

Las criaturas del cuento son extraordinarias; la

Vida Privada es la crónica de una estirpe en decadencia, donde las pulsiones vulgares de la vida sucia –el dinero, el sexo, la vanidad y el infantilismo– ponen en crisis los valores heredados en el ritual de la sucesión de apellidos entre padres a hijos. Sagarra escribió –como nadie– de los suyos en este libro, saltándose normas, reglas y sobrentendidos. Haciendo lo que quiso. Igual que hacía cuando componía un poema sobre Monserrat, alumbraba un libreto frívolo para un musical del Paralelo o practicaba el arte prosaico del columnismo. En Vida Privada fustiga a sus iguales. En sus Memorias alaba a los mendigos de Barcelona como si fueran santos bíblicos. Su literatura, impregnada de vida y asombro, a medias entre el realismo y la subjetividad de la poesía, encuentra su fortaleza en el fascinante espectáculo de la contradicción moral. De su tiempo y del nuestro. Por eso, más de medio siglo después de su muerte, continúa funcionando igual que el primer día.