Elogio de la España peregrina
El exilio republicano supuso para la cultura española una catástrofe. Comparar su sufrimiento con la fuga de los políticos independentistas es una falacia intelectual
24 enero, 2021 00:10“Ya no somos nadie, ni nadie sabe quiénes fuimos (...) Nos han borrado del mapa”. Max Aub escribió esta cruda confesión –a través de un personaje interpuesto– en su relato El remate, publicado en 1961. Era un augurio sobre el fracaso de su generación, expatriada tras la derrota republicana en la Guerra Civil, que el escritor confirmaría en primera persona años después, cuando en 1969 decidió, más que volver, venir a España. Lo hizo en verano y amparándose en el vago proyecto de un libro sobre Luis Buñuel. Trajo una grabadora, unos cuadernos de notas y una cámara súper 8. Los ojos abiertos y la sensibilidad prevenida.
Es de suponer que le movía, además de la nostalgia, la voluntad de comprobar cuáles eran exactamente los efectos que una ausencia tan prolongada podían tener sobre el recuerdo ajeno. Lo que descubrió lo dejó petrificado: los valores intelectuales con los que tres décadas antes había sido educado –la decencia, la libertad, los ideales– no habían evitado esa muerte ficcional, pero tan categórica, que supone la dura experiencia del exilio. Estaba fuera de la ecuación. No existía ni en España –de donde procedía– ni en México –donde se refugió–. Tres decenios habían sido suficientes para que todo se evaporase. De esta confirmación, porque con el desengaño ya contaba, trata La gallina ciega, el diario de su periplo por una España que ha olvidado a su otra mitad y que ni siquiera siente ya la sensación de la pérdida.
Camí de l'exili (1940), óleo de Josep Franch Clapers / ARCHIVO DE CATALUÑA
Max Aub describe en su dietario el quebranto moral que –muertes aparte– supusieron los años de posguerra y miseria moral tanto para quienes se quedaron –presos de una dictadura que los obligaba a no saber– como para aquellos que se marcharon y salvaron la vida pero, en muchos casos, al precio de malograr lo que creían que iba a ser su destino. La verdad amarga, como escribió Gil de Biedma años después hablando de otro asunto, asomaba: la España de la República había fenecido sin legado ni herencia. Max Aub, que decidió libremente ser un escritor español –se crió en Francia; murió en América–, llora entonces apoyado en un árbol cuando siente, igual que una puñalada en el centro del corazón, la irreversibilidad del tiempo. Su indiferencia. Tendrían que pasar todavía seis años para la muerte de Franco, pero la revelación no dejaba lugar a dudas: regresar carecía de sentido. No era imposible.
Aquel país, que es el nuestro, había olvidado su pasado. La España del tardofranquismo sufría Alzheimer. La Transición aceleraría este proceso de desmemoria colectiva y terminaría por institucionalizarlo como fórmula para saltar de la dictadura a una democracia tutelada –la que todavía habitamos– sustentada en esa forma de indiferencia que se llamó concordia. Que tantos años después un vicepresidente del Gobierno –Pablo Iglesias– equipare el exilio republicano con la fuga de los políticos del procés no es sólo inexacto. Supone una falacia en toda regla y la manipulación intelectual de un inmenso drama humano que, con independencia de las ideas políticas de cada uno, porque no todos los que huían pensaban lo mismo, compartieron medio millón de españoles y sus correspondientes descendientes, entre ellos algunos de los mejores nombres de la cultura española.
Si Max Aub descubrió que volver era estéril, Iglesias ha consumado, con su relativismo, la utilización partidaria del sufrimiento. El exilio republicano es una inmensa galaxia de desconsuelos íntimos y, en el ámbito cultural, una catástrofe con réplicas que alcanzan hasta nuestros días. La fuga de parte de los cabecillas del independentismo catalán, que se retratan en Collioure, ante la tumba de Antonio Machado, buscando establecer esa misma analogía obscena entre la dignidad de la España peregrina y la cobardía de los salvapatrias, no tiene la más mínima repercusión cultural ni, por descontado, constituye ningún drama colectivo, más allá de las consecuencias personales que debe asumir quien decide huir de la justicia tras haber violado la ley. Una cosa es ser un exiliado; otra, muy distinta, un cuatrero.
Los independentistas no han huido de una dictadura ni, por suerte para ellos, pasan hambre y frío. Tampoco han sido recluidos a merced del viento en campos de refugiados –viven como próceres en Waterloo– ni, por supuesto, están obligados a participar en ninguna guerra mundial como gloriosa carne de cañón. Lo asombroso no son las patentes diferencias entre ambas situaciones, sino la voluntad de equipararlas, como tradicionalmente hace el independentismo y ahora repite el líder de Podemos. La migración republicana, por otra parte, no es una, sino múltiple. Un caudal infinito de españoles huyeron por el Norte (Francia), el Oeste (Portugal), el Este (Unión Soviética) y el Sur (Gibraltar y Marruecos) en busca de una salvación que significaba inseguridad, pobreza, carestía y desamparo. Ni uno de estos elementos está presente en la obscena victimización que practica el independentismo.
De la dolorosa herencia del exilio republicano existen multitud de muestras, testimonios y reseñas, especialmente en el campo cultural. A los abundantísimos estudios históricos, entre los que destacan los escritos por José Luis Abellán, Javier Cervera, Vicente Llorens, Gregorio Marañón, Henry Kamen, Jordi Canal o Ricardo García Cárcel se suman los libros de memorias que la editorial sevillana Renacimiento reúne en su Biblioteca del Exilio, dirigida por Manuel Aznar e ilustrados con un dibujo de los barcos de los expatriados, donde se compendian los testimonios personales de algunos de los nombres clave de la Edad de Plata de la cultura española. Muchos terminaron bajo una tumba sin nombre –fue el caso de Manuel Chaves Nogales–, en un cementerio provinciano –Machado–, vivieron una huida permanente –Cernuda, de cuyo periplo mexicano trata Antonio Rivero Taravillo en el segundo tomo de su biografía del poeta– o tuvieron que reinventarse en el México del presidente Cárdenas, al que la España decente nunca podrá agradecer lo suficiente el amparo que brindó a cientos de intelectuales (y no intelectuales) españoles, o en el Puerto Rico de Juan Ramón Jiménez.
De la dolorosa herencia del exilio republicano existen multitud de muestras, testimonios y reseñas, especialmente en el campo cultural. A los abundantísimos estudios históricos, entre los que destacan los escritos por José Luis Abellán, Javier Cervera, Vicente Llorens, Gregorio Marañón, Henry Kamen, Jordi Canal o
La dictadura perseguía a los exiliados por sus ideas; la imperfecta democracia española juzga actos, no creencias. No entender la diferencia implica no sólo ignorancia, sino un asombroso desprecio a la verdad de unos hombres (y mujeres) que, a pesar de haber muerto, no son espectros, sino parte esencial de la Historia. Sus creaciones sobre la Guerra Civil y el exilio, como La forja de un rebelde, la asombrosa trilogía de Arturo Barea, exiliado primero en el París del hambre y después refugiado como locutor en la BBC británica, componen una radiografía exacta de los espantos de la España escindida en dos bandos que algunos revisionistas de salón aspiran revivir para alimentar un relato partidario que, más que alternativo, es instrumental, pues busca justificar determinados desmanes políticos del presente en función de una superioridad moral (configurada como la lluvia, en el pasado) que no es un patrimonio ideológico exclusivo, sino un dolor universal. Ecuménico.
Arturo Barea en Londres
“Un exilio implica identidades rotas y desarraigadas”, escribe García Cárcel. “Es la tristeza de no saber donde morirse”, explicó María Teresa León. La nostalgia de Sevilla enunciada en su delirio por la madre de Machado que, antes de morir, escribía el famoso verso dedicado a “los días azules y al sol de la infancia” del lejano Sur. La obsesiva fijación de Azaña, de cuya desaparición se cumplen ahora ocho décadas, por ayudar a los expatriados, salvado in extremis por una muerte piadosa antes de ser detenido por los miserables ejecutores del franquismo. La incomprensión de Elena Fortún, la férrea disciplina de JRJ, que se negó siempre a contemporizar con los asesinos. El milagro de España peregrina, la revista cultural que acogió a la inteligencia española refugiada en México bajo la hermosa cabecera ideada por José Bergamín. Los poemas de Alberti dedicados al Paraná, el abrigo nómada de mil inviernos de León Felipe o los paisajes de Ramón Gaya sobre México, Francia o Italia.
La lista sería infinita. Interminable. Porque el dolor y las iniciativas editoriales y culturales del exilio republicano no caben ni en el extraordinario compendio que la editorial Renacimiento ha recogido en su Diccionario biobliográfico de los escritores, editoriales y revistas del exilio republicano, que ocupa 2.300 páginas y cuatro tomos. Los independentistas fugados, además de la ridícula vanidad de los bobos solemnes, sólo han sido capaces de dar a la imprenta las memorias de Puigdemont. Magra cosecha. Equiparar la inmensa huella cultural del exilio republicano con el relato infantil de los lazis sólo tiene una posible explicación. La ha escrito García Cárcel: “Nadie ha defendido más la idea de España que los exiliados”. Sucedió con los jesuitas expulsados en el siglo XVIII, con los liberales jacobinos del XIX y con los hombres (y mujeres) de esa Tercera España de la que habla –a través de sí mismo– Chaves Nogales en el prólogo de A sangre y fuego.
La lista sería infinita. Interminable. Porque el dolor y las iniciativas editoriales y culturales del exilio republicano no caben ni en el extraordinario compendio que la
El Presidente Lázaro Cárdenas con los Niños de Morelia en Palacio Nacional (Ciudad de México) / AHD
Manipular el dolor de los republicanos es una manera de impugnar la existencia cultural de España. Nihil Novo Sub Sole. Max Aub ya lo anticipó en su diario del desengaño español, cuando, tras entrevistarse con algunos escritores de la primera generación de la posguerra –los Goytisolo, Ferlosio– escribe: “Éstos, nacieron veinte años más tarde [que yo]. Tienen hoy de 40 a 50 años. ¿Qué han hecho? Poca cosa. Se han equivocado. ¿Quién se lo dice? Para los que tras ellos crecen y se atemperan a otro mundo, la justicia yace al lado de su camino, un tanto pisoteada, y no les importa mucho. Sus hijos ignoran lo pasado, no les comprenden ni les importa... y ni siquiera pueden sentarse a darles lección de lo poco que saben”.