Bukowski en la Rambla
Cuando murió Raúl Núñez, el funeral lo tuvo que pagar la cartelera Turia y sus cenizas esperaron en la redacción a que alguien las recogiera. Cosa que no sucedió jamás
28 diciembre, 2020 00:00Solo hablé con él una vez, en un bar de la parte baja de la ciudad cuyo nombre no recuerdo (si es que alguna vez lo supe), a altas horas de la noche y en un estado compartido de etilismo casi comatoso. Evidentemente, no sé de qué hablamos, solo recuerdo que me pareció un tipo simpático que, tal vez, se excedía un tanto en su culto al malditismo, que en su caso adquiría rasgos de militancia.
Se llamaba Raúl Núñez, había nacido en Buenos Aires en 1946 y reventaría a los 50 años en Valencia, a donde se había trasladado a finales de los 80, intuyendo, quizás, una gentrificación aterradora que en aquellos momentos nadie más captó, seguramente porque ni estaba ni se la esperaba. Había llegado a Barcelona en 1971 y aquí ejerció de poeta (y novelista) maldito de los de manual, escribiendo en bares, comiendo en figones donde le fiaban y bebiendo a diario. Se le consideraba una especie de Bukowski porteño, (algo que a él no le desagradaba), tanto entre quienes alababan sus poemas como entre los que les parecían canciones de Bob Dylan mal traducidas (Oriol Tramvia musicó unos cuantos, pero no llegó a grabarlos: Oriol también ha sido siempre un maldito, pero, en este caso, a su pesar). Nunca supe si llegó con el personaje puesto o si se lo fabricó en Barcelona, pero todo parece indicar que lo conservó hasta el final: cuando murió en Valencia, el funeral lo tuvo que pagar la cartelera Turia, donde publicaba su sección El aullido del mudo, y sus cenizas se quedaron esperando en la redacción a que alguien se presentara a recogerlas, cosa que no sucedió jamás.
Pese a su vocación de maldito, las cosas no le fueron demasiado mal como novelista. Su primera ficción, Derrama whisky sobre tu amigo muerto, se la publicó en 1979 mi amigo y jefe Juan José Fernández en la colección de libros que editaba la revista Star. Su segunda (1984) y tercera (1986) novelas fueron acogidas por Jorge Herralde en Anagrama y, sin alcanzar la categoría de best sellers, tuvieron cierta repercusión y hasta fueron adaptadas al cine: mi querido Paco Betriu se encargó de Sinatra y Ventura Pons de La rubia del bar. Tal vez por eso se fue a Valencia a finales de los 80, porque Barcelona lo trataba demasiado bien y así no había manera de ejercer de maldito de forma no lesiva para la autoestima. Alguien me dijo que el dinero del cine le sirvió para pagar deudas y seguir pimplando. Suena verosímil. Y puede que Valencia fuese un entorno más adecuado para su malditismo vocacional: su cuarta novela, A solas con Betty Boop (1989), la publicó una pequeña editorial llamada Laia; la quinta y última, Fuera de combate, la terminó poco antes de morir y permanece inédita a día de hoy.
Cada vez quedan menos bares en Barcelona como los que le gustaban a Raúl. Ese cutrerío algo canalla en el que él se encontraba tan a gusto ha ido desvaneciéndose a bastante velocidad desde las Olimpiadas del 92 hasta el momento presente, marcado por el delirio nacionalista y la propia decadencia de la ciudad. Si paso frente a un garito especialmente churroso, uno de esos que no han caído ante la seudo modernidad de esta mezcla de Manhattan y Lloret de Mar en la que sigo viviendo, aunque ya no sé muy bien por qué, me resulta muy sencillo insertar mentalmente en la barra a aquel argentino atrabiliario que fue nuestro Bukowski durante casi 20 años y que ahora no encontraría a nadie que le alquilara un apartamento o le fiara una copa.