El amor intempestivo de Rafael Reig
El escritor retrata en su última novela dos historias cruzadas donde convergen las aspiraciones de la ‘generación de los sesenta’ y el pasaje emocional del pasado familiar
26 agosto, 2020 00:00Cuenta la rumorología capitalina (Madrid capital mundial del dime y el direte) que cuando Rafael Reig fue redactor jefe de participación del diario Público, el de papel, las cartas más atroces en su contra las escribía él de su propia mano, de suerte que la sección del lector era más divertida, cruel, canalla y brutal de todo el periódico. Puede ser falso, pero como los buenos bulos, le encaja como el mejor traje a medida a este escritor que se llama a sí mismo plumífero, el apelativo que dan los periodistas gráficos a los redactores porque siempre ha habido clases, castas, diferencias. Con este historial, tan verosímil, a su espalda, quien ose hacer una reseña de la obra de Reig debe rezar para que no le parezca suficiente (tipo mosquito) para provocar su respuesta o tener las agallas de un amigo que hace poco le reprochaba posibles exageraciones en el relato de sus artes amatorias. Hay que ser valiente.
Prudentemente, pues, convengamos alguna cosa sobre la última novela de Reig, Amor intempestivo (Tusquets), con su permiso y atentos a lo que ha declarado en algunas entrevistas que convierte a veces en un género (crónicas, reportajes, reseñas y entrevistas a Reig, este último apartado de alto riesgo y feliz resultado siempre). Se trata de autoficción palabra –que seguro hubiera merecido un exabrupto sublime por parte del autor de Manual de literatura para caníbales cuando lo publicó en 2006– reiterativa y a la vez clarificadora: es una autobiografía novelada, si es que alguna no lo es. En realidad, se llame como se llame, el género (como el tamaño) no importa si el acto de leer merece la pena y eso es algo que ocurre siempre con Reig, aunque, tal como confiesa en estas páginas, no haya conseguido aún su OM, acrónimo de obra maestra, el Santo Grial de cada escritor.
En este caso, el argonauta Reig inicia este último viaje situando al lector ante una mesa redonda en el Círculo de Bellas Artes (Madrid, sí), donde es convocado para hablar de los escritores de su generación, aquellos que nacieron en los sesenta y publicaron en los ochenta, leitmotiv de un relato en el que el autor se cuenta y cuenta su tiempo, con nombres y apellidos. Algunos de sus compañeros de batallas ya no están –lo normal cuando se cumplen ciertos años, que ya hay muescas de finados en la memoria– y otros son conocidos, compañeros de armas del escritor: Orejudo, Benavides, Echevarría.
La convocatoria sirve a Reig para arrancar una doble historia, la de aquellos estudiantes de la Autónoma que querían vivir de la literatura, y la familiar, paisaje emocional al que llega contemplando la estatua de la mujer desnuda de Moisés Huerta y los techos pintados de José Ramón Zaragoza del Círculo. Zaragoza fue un pintor asturiano amigo de su abuelo, otro pretexto para adelantar los recuerdos de un árbol genealógico retratado con tanta piedad como crueldad, sin que sea un oxímoron.
“Con más de cincuenta años seguía echándome de menos a sí mismo”. Desde la primera frase Reig avisa de su búsqueda del alma que según Unamuno –es la cita que abre el libro– es el fin de la vida. Quien dice alma dice una idea veraz de la existencia propia y de quienes la han hecho singular o, al menos, sirven al narrador, al yo, de orteguianas circunstancias. Un amor intempestivo que tal vez sea amor por la vida o a pesar de la vida, del dolor, de la pérdida o de las decepciones (esa otra forma de morir).
La verdad literaria difiere de la histórica en el orden: se nos advierte siempre que la literatura ordena lo que en la vida es puro caos. Y esa armonía funciona, siendo honesta y veraz, cuando la más desorbitada de las historias resulta verosímil, cuando no se usan trucos de ilusionista ni el escritor ejerce de trilero. Cuando no se considera al lector un imbécil y, casi lo que es peor, un menor de edad sin capacidad de digerir más que una dieta blanda. Y eso hace Reig siempre y muy especialmente en esta novela. Es ese tono el que permite que el lector sienta como verdad lo que en otros resulta un tópico manido cuando al hablar de sus padres dice: “También eran otras cosas… alegres o tristes, felices o infelices pero su esencia era la bondad”. Una bondad que no salva de defectos, ni de errores, ni de mentiras sino que precisamente existe desde todas esas imperfecciones que tienen (tenemos) las personas.
Seguramente hablar de aquello de lo que no se habla por doloroso, por sensible, por íntimo, ha sido el reto más espinoso para quien ha visitado tantos géneros y con tanta soltura (la ciencia-ficción política y gore, la metaliteratura esperpéntica, el memorialismo crítico). Si el Rafael Reig protagonista de esta novela no fuera el autor podríamos decir que es una novela formidable de un tiempo que, aunque cercano, ya no es y del que apenas estamos saliendo (los ochenta, los noventa, el cambio de siglo) pero es él, a pecho descubierto, y son sus amigos, sus novias, sus jefes y sus abuelos, padres, tipos, hermanos de quienes habla. Con todas las singularidades de una familia atípica que además de una vida relativamente singular es víctima de una tragedia sin matices: la muerte de sus padres, mayores y débiles, en un incendio de la casa familiar. Si no fuera verdad sería la perfecta metáfora: una generación siente que ya es la anterior cuando todo aquello desde y contra lo que creció no existe, como devorado por el tiempo o consumido por las llamas.
Podrían ser unos diarios, como podría ser el guión de una biopic, como también un ensayo sobre la generación de los sesenta (el nombre de la mesa redonda del principio) pero Amor intempestivo resulta sobre todo una buena historia, con todos los atributos de las novelas y el estilo –no solo literario– de Reig. ¡Qué soberbia manera de describir al otro, los otros y ese otro que fue el autor y que ya no es, o no es igual o no es del todo!
Rafael Reig / LENGUA DE TRAPO
Huelga decir que la novela evita convertir la introspección narrada en una batallita de juventud con aire nostálgico, la paliza de un señor mayor evocando gracias y desgracias. Ese sería un pecado capital para la trayectoria de quien ni en los momentos más trágicos abandona la ironía y que no se permitiría jamás la autocomplacencia ni el uso de la palabra entrañable, por ejemplo. Aunque tampoco abusa del látigo ni lame heridas que, mal que bien, ha ido curando con el tiempo y una evidente sabiduría de vivir.
A la postre, esta es la novela de una generación que antes de matar al padre (los Muñoz Molina, Marías, Millás) ha visto crecer al hijo (los Rosa, Mesa, Pardo, Ruiz) con una cierta sensación de intermedio a pesar de los premios (Reig tiene muchos y muy reconocidos) y de haber logrado vivir escribiendo de la literatura, algo que tal vez no vuelva a suceder. Y es también una forma de convertir en historia la misma idea de vida. “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”, versificó Neruda, y Gil de Biedma, apostilló, “aunque a veces nos guste una canción”. Ni Reig ni nadie de sus contemporáneos, hasta aquellos con los que pudo compartir sueños, risas, fracasos, sexo, lágrimas, son los mismos, e incluso puede que también hayan cambiado de canción. Comparten, eso sí, la idea de novelar a partir del niño que fueron, como ocurre con las últimas novelas de Antonio Orejudo o Elvira Lindo o Marta Sanz.
En marzo, en Letra Global, el escritor Luis Landero (tres lustros mayor que Reig) deploraba la insistencia en conocerse a uno mismo, “con lo que uno se tiene visto” –decía– “y lo que le queda por conocer”. Algo así ha hecho Reig, que escribe para desde él a los demás, a aquellos con los que se ha construido, sin ánimo de redimirse o de absolverse. “Comprenderse sólo sirve para quererse a uno mismo, el que no se quiere, en cambio, ya no tiene más remedio que construir una persona mejor a la que poder querer a partir de su propia maldad, no con la de los demás”.
La bondad, según Reig. La honestidad, según Reig. La vida como el mejor manual de literatura, ya sea caníbal o vegano.