Borges, instantes de vida
Vargas Llosa reúne en un libro los textos dispersos dedicados al autor argentino, antítesis de su idea del escritor moderno y, sin embargo, objeto de devota admiración
14 agosto, 2020 00:10Borges, el otro, como escribiría con su inteligente ironía el gran escritor argentino, le confesó a Soler Serrano, en una de sus últimas entrevistas crepusculares, que la mañana previa a su encuentro había soñado que se moría y que, en ese instante, al despertar de tan terrible sueño, sintió una inefable felicidad. El entrevistador, descolocado por la confesión, improvisa: “Será porque se trataba de una pesadilla, ¿no?”. Borges niega la mayor y precisa que su alivio procedía de la indudable certeza del sueño, de la presencia de una muerte inminente. Soler Serrano le pide entonces que formule un epitafio, un testamento de urgencia. El escritor argentino responde: “Olvídense de Borges y lean a otros, a mis superiores”.
Treinta y cuatro años después de su muerte, tan elegante como su literatura, el consejo del poeta y prosista argentino, cosmopolita sin apuro, enemigo declarado del nacionalismo y del peronismo en cualquiera de sus infinitas formas, confeso anarquista spenceriano, no ha tenido la misma fortuna que su obra. Todos seguimos hablando de él, evocándolo, recordándolo mediante esa especie de victoria efímera frente a la muerte que es la posteridad. Borges vive. Está. Permanece. Es leído y admirado. Ha vencido a las ruinas circulares del calendario y comparece ante nuestros ojos de cuerpo entero. En sus libros y en el extendido recuerdo.
El escritor Mario Vargas Llosa / EFE
De la larga estirpe de borgianos confesos, devotos de la exactitud de la prosa, la voluntad (contenida) de estilo y la imaginación como forma de metafísica, destaca la figura de Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936), Premio Nobel de Literatura y extraordinario novelista, que ha querido rendir un homenaje al maestro argentino en un libro –Medio siglo con Borges (Alfaguara)– donde reúne una deliciosa antología de artículos, ensayos, perfiles y varias entrevistas hechas mano a mano con el autor de Ficciones. Se trata de un libro esencialmente encomiástico –tratándose de Borges es difícil salirse de esta rueda– que, sin embargo, destila generosidad. Agradecimiento.
A Vargas Llosa, elogiado por su narrativa, polémico por sus ideas políticas, que oscilaron desde la izquierda radical al liberalismo rotundo, no siempre se le reconoce con idéntica intensidad su talento como crítico literario y su desprendimiento (nada frecuente en el ámbito de las letras) en el difícil ejercicio de juzgar a otros autores, entre ellos a muchos de sus contemporáneos. Sobre sus iguales, el escritor peruano ha escrito algunas de sus grandes obras, convirtiendo el ejercicio del análisis literario en excelente literatura sobre la literatura. Tenemos el caso de Historia de un deicidio (Barral Editores, 1971), la tesis doctoral que Vargas Llosa dedicó a su entonces amigo, Gabriel García Márquez; El viaje a la ficción (Alfaguara, 2008), un excelente ensayo sobre el luminoso pesimismo del escritor uruguayo Juan Carlos Onetti o este devocionario dedicado a Borges.
Estos libros, en comparación con otros escritos por Vargas Llosa sobre autores como Flaubert –La orgía perpetua–, Víctor Hugo –La tentación de lo imposible–, José María Arguedas –La utopía arcaica– o Joan Martorell –Carta de batalla por Tirant lo Blanc–, tienen el común denominador de versar sobre escritores que, de una u otra forma, eran competidores de Vargas Llosa. De ahí el doble mérito del escritor peruano al dedicar su tiempo y su pluma a estudiar la obra de otros, en lugar de enaltecer la suya. En esto, al menos, se le puede equiparar a Borges, cuya obra también es un homenaje al arte literario universal. Todo lo demás, sobre todo el disfraz de la modestia, los separa. Vargas Llosa es un escritor influido por el molde de Sartre: comprometido con la realidad, atento a la actualidad y fiel al perfil del escritor latinoamericano decimonónico, con aspiraciones políticas, de las que da cuenta en las memorias El pez en el agua (Seix Barral, 1993).
Borges era su opuesto: un escritor que –en apariencia– despreciaba lo inmediato, encerrado en su particular torre de marfil. Un creador que construyó su universo igual que un matemático: atento a los astros celestes del arte y despreocupado ante lo doméstico. Y, sin embargo, Vargas Llosa se declara rendido ante el brillo de su obra, donde no hay novelas –el género preferido por el escritor peruano– y la poesía y la literatura de ideas lo copan todo. De los textos reunidos en Medio siglo con Borges destacan las entrevistas que el autor de La ciudad y los perros le hizo al vate argentino, primero en París, en noviembre de 1963, durante los años en los que Francia –donde Vargas Llosa entonces trabajaba para la radio pública– descubre a Borges, hasta entonces un escritor de minorías.
En ese encuentro, donde el Premio Nobel aborda al antiguo ultraísta, rebelde a su manera, a sus sesenta y cinco años, hablan de Flaubert, de Hugo, de Léon Bloy, Verlaine, Gibbon, la Biblia y Rusell. Borges se define a sí mismo como “una especie de antología de muchas literaturas” pero que ha cultivado un solo género: la poesía, “salvo que mi poesía se ha expresado muchas veces en prosa y no en verso”. Es un retrato bastante del natural que quizás explique la decisión de Vargas Llosa de situar como preámbulo de su libro un poema de su autoría –hasta ahora desconocido– fechado en Florencia en 2014, titulado “Borges o la casa de los juguetes”, donde el peruano expresa su juicio sobre el maestro argentino, “el escritor más sutil y elegante de su tiempo”:
“Hizo del tumultuoso / español / lleno de ruido y furia / una lengua concisa, precisa / puritana, / lúcida y bien educada”.
El escritor Jorge Luis Borges visto por Daniel Rosell
Hay una segunda entrevista, reveladora de la intimidad del Borges anciano, fechada en 1981. En ella Vargas Llosa describe con todo detalle, y algunos prejuicios, el diminuto apartamento del centro de Buenos Aires donde el escritor vivió con su madre, ya entonces difunta. La charla está marcada por el asombro del Premio Nobel sobre la sobriedad y el desprendimiento de Borges ante los bienes materiales. Vargas Llosa, que introduce un elemento revelador e inquietante del mundo detenido en el que habitaba el gran prodigio de las letras argentinas –el cuarto vacío de la madre muerta, con el último vestido que usó la difunta Leonor Acevedo de Borges extendido sobre la cama–, muestra su sorpresa por una casa llena de goteras, con una biblioteca más bien reducida, donde no hay libros propios ni obras sobre sus libros, y en la que el mobiliario, escaso, está roído por el tiempo. El poeta duerme en un catre frágil al fondo de una celda.
Al peruano esta escena le causa un cierto espanto, como si en ese instante viera que la gloria literaria, ambicionada por él mismo, es ajena al progreso material. Borges, que ironizaría sobre esta obsesión por las goteras de su piso –“Me visitó el otro día un periodista peruano que parecía ser un agente inmobiliario”, diría–, le responde: “Yo nunca he tenido dinero. El lujo me parece una vulgaridad”. El escritor peruano parece buscar en sus encuentros borgianos un espejo que refleje sus aspiraciones personales –sus preguntas versan sobre dinero, política o asuntos biográficos, más que sobre literatura– y lo que encuentra ante sus ojos atónitos es un mentís categórico a sus expectativas, como si Borges quisiera demostrarle que una cosa es el éxito editorial y otra, diferente, el reconocimiento literario. “¿En qué otra cosa puede pensar un mendigo sino en el dinero o la comida?”, dice el argentino.
Vargas Llosa, ansioso de aventuras vitales, se topa con un sabio estático que quiebra su modelo ideal de escritor. “A la larga, uno vive esencialmente todas las cosas; lo importante no son las experiencias, sino lo que uno hace con ellas”, le explica Borges, que se reafirma en su desprecio ante las novelas, incompatibles –según Vargas Llosa– con la perfección extrema de su estilo, más apto para la tensión que exigen los poemas o los relatos.
Todas estas divergencias, y algún que otro malentendido, no impiden que Vargas Llosa obvie la realidad: el escritor argentino es el primus inter pares porque, entre otras cuestiones, es el gran clásico contemporáneo en español, alguien cuya obra nunca decepciona en una segunda lectura. Todo un logro para quien confesaba haber leído más que vivido y pensaba en ideas, no en cosas concretas. A su lado, el resto de los escritores latinoamericanos contemporáneos son autores que alcanzan la universalidad desde lo concreto, desde un aquí y un ahora local, mientras que Borges, erudito sin vanidad, inteligente sin soberbia, clarividente hombre ciego, sobrevuela la eternidad sin rendir vasallaje a lo accesorio, colocándose un paso por encima de los demás y conquistando, apoyado únicamente en su bastón de anciano honorable, el Parnaso de los clásicos.