Cees Nooteboom, la mística del nómada
La mirada cosmopolita del escritor holandés, viajero culto y aventurero devocional, autor de una honda literatura existencial, recibe el Premio Formentor de las Letras
30 abril, 2020 00:10Viajar es una forma de resolver un malentendido, solventar una incógnita o descifrar un enigma, formulado probablemente frente a un espejo, un mapa, un nombre o una latitud muchos años antes de poder siquiera ensayar una respuesta, en ese tiempo borroso que es la infancia. Hay otras formas de hacer lo mismo, pero no son ni la mitad de fascinantes. Salimos de casa para conocer lo que de antemano sospechamos que quizás no exista y otros nos han presentado como cierto. En el tránsito hacia ese destino, que con frecuencia se llama decepción, nos topamos con nosotros mismos. Es entonces cuando acontece la mística del nómada, la epifanía de la que Cees Nooteboom (La Haya, 1933) ha hecho la guía de su vida y, por fortuna para sus lectores, también su profesión.
El escritor holandés, autor de una honda literatura sobre la identidad humana, formulada a partir del ejercicio del movimiento perpetuo, recibió ayer el Premio Formentor de las Letras 2020. El galardón, que le ha llegado antes que el Nobel, en cuyas quinielas figura recurrentemente, viene a reconocer una trayectoria literaria deslumbrante –medio centenar de libros de poesía, ensayos, viajes, traducciones– que tiene su motor en la paradoja que consiste en aceptar que para conocernos realmente debemos dejar de ser lo que nos dicen que somos y abrirnos al mundo, que nos explicará quiénes somos. De lejos, ya se sabe, las cosas se ven mejor.
Cees Nooteboom
En su infancia, Nooteboom sentía fascinación por los mapas antiguos. Cuando comenzó a hacer sus primeros viajes por la Europa de los años cincuenta –el escritor prefirió doctorarse en la escuela del autostop a ir a la universidad– tenía 23 años y huía de la Holanda rigorista que había conocido en escuelas y monasterios franciscanos y agustinos. Carecía de hogar tras el divorcio de sus progenitores –su padre murió en la Segunda Guerra Mundial– y de oficio. “Me dieron un libro de San Abelardo, un diccionario de latín, un poco de papel y un lápiz: “Esta es tu celda, puedes empezar a traducir”. Duré dos días. No he nacido para la stabilitas loci”. La reclusión, en efecto, no era lo suyo. Quizás porque uno sólo se convierte en místico después de haber vivido a fondo.
Decidió marcharse. De sus primeras escapadas nació Felipe y los otros, un libro de carretera, escasas ventas y fortuna iniciática. Fue el comienzo de su carrera como escritor, impulsada por las ansias de aventura, un obstinado amor por la poesía –su literatura no se entiende sin su vocación lírica– y una temeridad que le hacía escribir sobre la muerte porque –pensaba– el día que se muriera no podría hacerlo. Nooteboom tiene casa en Ámsterdam, pasa temporadas en Munich –Alemania es el principal mercado de sus libros– y se recluye durante parte del año en Menorca, su Ítaca predilecta. Nunca ha perseguido la fama –escribe en neerlandés, “un idioma casi secreto”– y, pese a su interés por la tradición cultural de los Países Bajos –para un hombre de mundo volver al hogar siempre es exótico–, entiende la pertenencia no tanto en función de los lugares como por la fidelidad voluntaria a una red de referencias íntimas: historias, escritores, pensadores y circunstancias vitales.
Decidió marcharse. De sus primeras escapadas nació
Se comprende pues que su literatura de viajes, género que ha enriquecido por la sencilla fórmula de evitar narrar lo pintoresco, verse sobre la inefable experiencia de descifrar un sitio, una cultura o un paisaje. Es su forma de estar vivo. Su ecosistema. Trabaja despacio –El desvío a Santiago, su gran libro sobre España le llevó quince años de inmersión ibérica– y utiliza lo sensorial como eje de sus crónicas, donde la ensoñación es un elemento más del relato.
“Cuando comencé a viajar” –escribe en el prólogo de Hotel Nómada, probablemente su mejor libro de viajes– “me di cuenta que los continentes tenían otras formas distintas a los mapas antiguos; los animales mitológicos que emergían del mar o vagaban por los desiertos no existían. El mundo era un cuento, una fábula, una ilusión, una falacia. En mi escuela había un mapa de las Indias Neerlandesas Orientales. La zona de Borneo estaba coloreada de un verde oscuro; años después, mientras mi avión se disponía a aterrizar en una selva idénticamente verde, tuve la impresión de que aquel antiguo mapa escolar, cuyo tamaño aumentaba a gran velocidad, se me echaba encima hasta que, una vez en tierra, su extensión acabó por coincidir literalmente con la del mundo. Todo cuadraba. Nada se había abandonado al azar o a la fantasía”. La mentira coincidía con la realidad porque para un verdadero viajero los misterios siempre son superiores en grado a su revelación.
Nooteboom compara el hecho de viajar con la lógica de las ruedas tibetanas de oraciones, donde el movimiento –la vida– se adelanta al pensamiento –la escritura–. Primero está la experiencia. Después, más tarde, llega su reverberación. Para el escritor holandés, quien viaja, a ojos de los demás, nunca está; y, sin embargo, en este tránsito es donde la existencia se muestra por completo. Un viajero siempre está en casa, aunque no deje de moverse, porque habita constantemente consigo mismo en un mundo dominado por otros. “Los demás son los que poseen la pensión donde pretendes alojarte, los que deciden si tienes plaza en el avión, los que son más pobres que tú y creen poder sacarte el dinero y los que son más poderosos que tú porque pueden negarte un sello o un papel y hablan lenguas que no entiendes”.
Nooteboom compara el hecho de viajar con la lógica de las
Frente a la mirada egocéntrica del conquistador occidental, Nooteboom practica la orfandad del viajero, que observa pero, a su vez, también es observado. Gracias a esta dialéctica, el prejuicio se diluye. Los viajes de Nooteboom no son por tanto una huida, sino un encuentro con las distintas formas de verdad. “Quien huye de la realidad es aquel que se queda en casa sometido a la rutina de la vida diaria porque no puede soportar la amarga sabiduría que proporciona el viaje”.
Nooteboom escribe a mano –encierra su letra diminuta en libros de actas y balances, de tapa dura– y pasa después sus relatos al ordenador con dos dedos. Igual que un viejo artesano. Siente fascinación por la pintura –su libro El enigma de la luz está dedicado íntegramente a Zurbarán– y frecuenta la retórica visual: es capaz de condensar ideas y experiencias en imágenes concretas, o escribir a partir de representaciones, como sucede en Tumbas de poetas y pensadores, un volumen dedicado a los escritores y artistas que han sido importantes en su formación. En cada destino, sin falta, acude a mercados, librerías y cementerios, que son los espacios que en cualquier civilización expresan la vida, la sabiduría y la muerte.
De España, con la que mantiene una relación prolongada y profunda, su país de adopción, ha escrito páginas excepcionales y premonitorias, casi siempre publicadas por la editorial Siruela. En El Desvío a Santiago peregrina por toda la geografía española y usa una comparación entre Cataluña y Lituania, hecha por Pujol, para pronosticar la encrucijada de la Europa actual: una sucesión de pequeños jardines –los nacionalismos– que quiebran la integración espiritual del Viejo Continente, basada en los intercambios culturales.
De
Nooteboom es un europeísta singular. En su ensayo Cómo ser europeos enjuicia el proyecto continental a partir de la eterna división entre las morales del Norte y el Sur. El mercado común –ha comentado en alguna ocasión– enriquece a las naciones del Norte mientras que a las del Sur les dio una falsa sensación de riqueza. Este espejismo mutuo explica las divergencias actuales, irresolubles mientras no se aborde una cesión de soberanías. Hasta entonces, la armonía europea será una partitura imposible. Igual que un viaje sin destino.