Valentine Penrose, mujer en llamas
El rescate de la obra de la escritora, autora del clásico del género gótico ‘La condesa sangrienta’, devuelve su sitio a una de las creadoras más personales del surrealismo
14 marzo, 2020 00:10En los extrarradios de la vida, en las afueras de lo común, allí donde el dolor, la extrañeza, el miedo, la angustia y unas gotas de fiebre rompen contra el mundo, justo ahí, hurgaba la poeta Valentine Penrose para encontrar la savia de alguna forma nueva. Levantó su escritura bajo la llama del surrealismo, en esa linde donde la realidad pierde a favor del sueño sus perfiles claros, aunque siempre prefirió moverse por su tiempo con algo de comando autónomo. De ahí que nada en sus libros sea previsible. Nada responda a una lógica precisa. Nada se ajuste a la norma. Y, sin embargo, qué olvidada estaba. Y qué lejos del canon. Y qué traspapelada permanecía su figura.
Tiene algo de enigma, de mujer hecha de gestos y nubes altas. Pero nació en Mont-de-Marsans (Francia) en 1898, cursó estudios de Bellas Artes en París, vivió a pleno rendimiento la bohemia de los cafés de Montparnasse y, desde 1925 a 1935, pareció encontrar acomodo en el corazón del pintor y coleccionista Roland Penrose, con quien llegó viajar a Cataluña al poco de comenzar la Guerra Civil. En medio de aquella balacera colaboró con los troskistas del POUM, tradujo a Lorca e hizo campaña por el patrimonio religioso, al tiempo que visitaba a la madre de Picasso y asistía al entierro de Durruti, sepultado en Montjuïc a los sones de Amarguras de Font de Anta.
Reivindicar, pues, a Valentine Penrose no es una excentricidad sino la dosis exacta de justicia que algunos artistas a contramano requieren. La editorial WunderKammer pide foco para esta escritora en una doble entrega: la recuperación de la novela gótica La condesa sangrienta (inspirada en la historia real de Erzsébet Báthory, aristócrata húngara que asesinó a más de seiscientas doncellas) y la edición de La surrealista oculta, volumen que reúne todos sus poemas más algunas piezas dispersas en prosa. En consecuencia, la aventura consiste en la puesta en limpio de la obra de la escritora francesa y el mejor contorneo de su leyenda, de su biografía, de sus intereses, de su penumbra.
Fotografía de Valentine Penrose, realizada por Eileen Agar / TATE ARCHIVE
“Es, por nuestra parte, fundamentalmente una obra de amor a ella y a su obra, uno de aquellos trabajos que pueden obsesionar durante años y no borrarse del recuerdo nunca más”, afirma la editora Elisabet Riera. Porque Valentine Penrose pertenece a la estirpe de la extrañeza. De la infrecuencia. De esa inocencia profundamente delirante donde a la redondez del mundo le salen esquinas desde el mismo momento de su nacimiento en el centro de una familia acomodada, con una madre de fuertes convicciones católicas, Suzanne Doumic-Boué, y bajo el yugo de un padre con modales de mula, el entonces teniente Maxime Boué, futuro héroe de la batalla de Verdún.
Aquel ambiente opresivo, remachado por largas estancias en internados de ánimo militar, choca pronto con el ánimo volatinero de Valentine, Valentine Boué por entonces. Pronto, la energía nuclear de la muchacha no asume más autoridad que la de una imaginación desbordada dispuesta a saltar por encima de cualquier imposición. De esa ruptura queda rastro en el primero de sus poemas, "Pater": “Padre nuestro que estás en los cielos / de las suaves mañanas mecidas a las flores de lechugas azules, / de los húmedos frutos descansando en la mata de hierba, / ¡santificado sea tu nombre!”, anota en una composición aparecida en 1924 en el periódico Le jasmin d’argent.
Collage de Valentine Penrose incluido en su libro ‘Dones de las femeninas’ (1951)
Después, instalada en París, conoce la nave nodriza del surrealismo y a sus tripulantes, capitaneados por André Breton y Paul Éluard. Ésa era su genealogía. Aquellos artistas que no buscaban ninguna verdad, sino la imperfección auténtica de los sueños, de su fortuna. En este caladero, Valentine Penrose se echó a los poemas con los materiales que acumulaba: fantasías de bosques fabulosos, atardeceres improbables y viajes que la embalaban hacia latitudes inéditas, pero principalmente escribía desde ella misma, haciendo palanca en una imaginación de escenas incalculables tocadas de un raro misticismo (quizá esoterismo) en el que militó también a su modo desde casi niña.
Allí se alista a las tropas nocturnas que hacen nido de madrugada en los cafés, esos refugios de humo y alta graduación que acogían a una tribu de artistas pobres, poetas pobres, músicos pobres y diletantes abollados por las pedradas del opio y la absenta. Valentine Penrose se hace sitio en medio de aquel relente de aulladores. Y escribe: “¿Qué decir? ¿Que escribo dentro de mí los poemas de acuerdo con los movimientos eternos? ¿Que nada artificial hay en ellos y que no deseo la espuma, tan hermosa en apariencia, y que se funde al momento siguiente?”. Por esta vía, ella llegaría a convertirse en “el agua que a sí misma se canta”.
A modo de estrella invitada, Valentine Penrose aparece en las fotografías de Man Ray, en la revista La Révolution Surrealiste de André Breton o, fugazmente, en la película de Luis Buñuel L’âge d’or, donde se la ve bajar de un automóvil con un ostensorio sagrado. A medida que su matrimonio se disuelve, acumula amantes –la poeta y pintora Alice Rahon-, viajes exóticos –Egipto y la India- y poemas, muchos de fuerte carga erótica: “Este cuerpo aquí femenino que cuelga como una gota lejana/ hacia otro aquí esta vez femenino / donde los cabellos iguales…”. En 1939 firma el divorcio con Roland Penrose alegando una enfermedad que le impedía mantener relaciones sexuales con él.
Uno de los collages que Valentine Penrose realizó para su libro de poemas Dones de las femeninas, de 1951
Cuando ella está alcanzando lo más alto en un mundo masculino, cuando logra un nombre propio y autónomo en el epicentro de una vanguardia que entendía a la mujer como un complemento, el nazismo aparece para volcar el tablero. Se alista como voluntaria en el Ejército de la Francia libre y se ocupa de ejercer de chófer de oficiales galos en Londres. Hacia 1944 aparece por Argelia, donde permanece hasta el final de la II Guerra Mundial. “La paz le sienta mucho mejor”, escribe sobre ella la editora Elisabet Riera en el prólogo de La surrealista oculta, donde añade: “Con ella, y hasta el final de sus días, Valentine conquistará una libertad creativa y personal inaudita”.
Aquí, subida a esta onda, le suma a su catálogo de obsesiones otro desvelo más: la condesa Erzsébet Báthory (1560-1614), quien utilizaba la sangre de sus doncellas para conservar su juventud. En apenas seis años, torturó y asesinó a 612 mujeres para beber su sangre o bañarse en ella. Con este interés entre las cejas, viaja a Austria y Hungría para reconstruir la vida de la aristócrata, siguiendo su rastro en archivos y bibliotecas. Aquella aventura germina en su única novela, La condesa sangrienta (1962), donde sobresalen, por su precisión y por su sensibilidad, los detalles históricos y la recreación del personaje. “Lo que nos fascina no es lo agradable, sino lo insondable”, vaticina.
El libro avivó la imaginación de otros creadores años después. Así, Alejandra Pizarnik se sirvió de los datos de aquel delirio para dar a conocer en 1966 en la revista Testigo su aproximación al personaje. Allí, la poeta argentina reconoce que “Valentine Penrose juega admirablemente con los valores estéticos de esta tenebrosa historia. Inscribe el reino subterráneo de Erzsébet Báthory en la sala de torturas de su castillo medieval: allí la siniestra hermosura de las criaturas nocturnas se resume en una silenciosa palidez legendaria, de ojos dementes, de cabellos del color suntuoso de los cuervos”. Y añade: “La perversión sexual y la demencia de la condesa Báthory son tan evidentes que se desentiende de ellas para concentrarse exclusivamente en la belleza convulsiva del personaje”.
Fotografía de Valentine Penrose, realizada por Eileen Agar / TATE ARCHIVE
Acaso el éxito de La condesa sangrienta le sirve a Valentine para replegarse en sus vegetaciones de mujer hecha de fuerzas desconocidas. En 1972 publica su último libro, Las magias, más hondo, más sabio quizás. “Si es que existe una piedra de tristeza estoy sentada en ella”, comienza una obra que incluía una litografía de Joan Miró. Hay en ella recuerdos de la infancia, del amor y los viajes y de su periplo tras la perturbada aristócrata húngara. De algún modo, también dice adiós: “Me tengo que marchar / Por culpa de la lluvia / Seguida por escarabajos / Que me obedecen sin rechistar”, dicen los versos traducidos de forma impecable por Marie-Christine del Castillo-Valero.
En las instantáneas que de ella se conservan siempre asoma con el cuerpo fino de una acróbata. Pelo liso y carcasa tapizada por una piel muy blanca que en el cuello parecía alojar destellos delicados. Murió de leucemia el 7 de agosto de 1978. Para entonces era un enigma fabuloso, un eslabón de la vanguardia, una novela, el laberinto más fascinante del inconformismo. Antony, el hijo de Roland Penrose, escribió: “Valentine era una bruja. Estaba convencido de ello y ella misma fomentaba mi certeza. Siendo una bruja buena, la rodeaba un misterio impenetrable, tan palpable que yo me quedaba prudentemente a cierta distancia”.