La hegemonía cultural del 8M
El discurso feminista se ha convertido en una de las ideologías culturales de nuestro tiempo al saltar del activismo político a la pulsión sentimental
8 marzo, 2020 00:10Si un creador, en cualquiera de sus facetas, quiere provocar un escándalo no tiene más que lanzar un improperio contra una mujer en particular o las mujeres en general, ya sea con sal gorda o con un finísimo condimento argumentario, y tendrá –como el chiste del dircom y Abraham– varios titulares de periódicos y las redes arderán como las zarzas del susodicho. Para mal. Hoy la sensibilidad social no está para bromas machistas por ingeniosas que resulten. Este cambio radical, al menos en los discursos, las percepciones y las valoraciones, es relativamente nuevo. Y tiene una compleja maraña de causas donde coinciden la larga insistencia del movimiento feminista, el acceso de las nuevas generaciones de mujeres a la emancipación económica y la carrera profesional, un marco legal determinado y, también, razones emocionales que tienen que ver con la evidencia de la violencia machista, durante tanto tiempo invisible. Una reacción que afecta a todos los ámbitos y todas las edades, y que todo lo alcanza.
¿Estamos en una cuarta ola feminista o se trata de un auténtico tsunami (al menos intencional) que todo lo abarca? De entre todas las razones a esta reacción, sin duda, la más obvia es la respuesta ante la violencia y los asesinatos de mujeres que, en algunos lugares, pueden calificarse de feminicidios, sin ser hiperbólicos. El movimiento feminista en la calle se viene desbordando cada ocho de marzo y, muy especialmente, desde que una malhadada sentencia (con un voto particular que debería ser un impedimento para dedicarse a algo público) sentara no jurisprudencia –que eso lo hace el Supremo– sino una juri-imprudencia que terminó de remover aquellas conciencias que, al modo de Bartleby, preferirían no ver ni hacer. Hablo del juicio de la Manada y el pecado de ignorar la violencia que suavizó como abuso que cinco hombres pudieran pasarse de unos a otros a una joven bebida y desorientada como si fuera una muñeca de goma.
Aquella sentencia, luego enmendada por el Supremo, supuso un antes y un después en la calle en el liderazgo de las manifestaciones del ocho de marzo. A eso se le arrimó el Me Too, el movimiento internacional que sacó del armario de las humillaciones y el trágala a muchas mujeres que llevaban lustros callando. Como si se hubiera abierto la caja de Pandora, al comportamiento inmune del machismo le atacaron todos los males sin dejarle resuello, porque, además de abrirla, las mujeres han fulminado su tapadera. Como todo lo que estalla, se ha arramblado con viejos comportamientos, sin pararse –sólo por el momento– en presunciones de inocencia, proporcionalidad jurídica y otras lindes que tanto necesitamos para armar la Justicia, pero que daban la impresión de venir actuando de parte, y no precisamente de las víctimas.
La sentencia actuó de iceberg de una sociedad que guardaba un minuto de silencio por las víctimas y millones de minutos de inactividad y tolerancia con los abusadores. En la extraordinaria obra de teatro de Jordi Casanovas y Miguel Angel del Arco, Jauría, basada en la literalidad del juicio, lo que de veras golpea al espectador es la certeza de que los acusados están en la cárcel sin ser conscientes de su delito. Cuando los manifestantes les gritaban hijosdeputa y asesinos, tal vez no eran conscientes de que los malos son personas normales y corrientes, de comportamiento homologado, no antisocial, en su barrio, su familia o sus trabajos.
El mal no tiene cuernos. Ni clase social. En la insoportable estadística de las asesinadas por sus parejas y exparejas hay desde profesoras universitarias a mujeres sin hogar, y entre los agresores hay desde vecinos ejemplares a personas con currículo conflictivo. Porque las leyes son imprescindibles, pero los comportamientos privados y las relaciones personales no se cambian el día después de la publicación de un decreto ley.
We Can Do It!, de J. Howard Miller.
Y a eso llegamos este ocho de marzo: tenemos un marco legal pionero en Europa sobre igualdad y contra la violencia machista, hay un pacto de Estado suscrito hace tres años y los discursos políticos (con alguna excepción que encuentra éxito entre el rencor y la frustración de algunos) están plagados de golpes de pecho y promesas de acabar con lo que llaman lacra. También podían llamarlo patriarcado pero se ve que esa definición escuece aún a quien, de nuevo Bartleby, preferiría no verla. Y no hacer nada.
Y esta prolijidad en los discursos contrasta con la percepción de que –Lampedusa como referente inamovible– nada cambia, nada es suficiente y se adelanta muy poco en relación a tantas expectativas, tantas esperanzas; actúa como elemento de radicalidad en los discursos, como certeza de que, si no lo movemos todo, absolutamente todo, no se moverá nada de nada. Hay un deseo obvio de quebrar los viejos cánones, las viejas perspectivas, las viejas recetas, las viejas antologías, los viejos paradigmas donde la perspectiva de género (que no es una ideología sino una metodología) resultaba una extravagancia.
Que no hayan sobrevivido los nombres de las mujeres de las vanguardias del siglo XX y haya que rescatarlas, como si fueran tesoros del Valle de los Reyes, provoca una necesidad de reparación que se hace extensible a las mujeres de ahora mismo y de ayer. Aunque pueda entenderse como un deseo de reescribir la Historia, se trata de reinterpretarla, sin alterar lo cierto, pero descubriendo lo oculto, porque las mujeres hasta cuando han vencido han perdido la batalla de la posteridad. El deseo de representación es tan fuerte que todo lo toca: el pasado y el presente, las ideas y los hechos, la creación y la ciencia.
La Señora Libertad, representación del voto femenino, en la ilustración titulada The Awakening (1915), obra de Henry Mayern publicada en la revista norteamericana Puck.
Porque la realidad es tozuda y las amenazas ciertas. A cada reparación de esa anomalía histórica le sucede una reacción en contra, a veces desde la condescendía intelectual y a veces desde la violencia de posiciones claramente reaccionarias. Existe un negacionismo al que no le sirven las evidencias y al que todo cambio le parece un exceso. Después de varias generaciones de universitarias –con notabilísimos resultados, en su mayoría– las mujeres aún siguen sin ocupar puestos de relevancia, tanto dentro de la propia universidad como en el desarrollo de sus carreras. Y resulta aún más difícil que ese papel trascienda a la categoría de auctoritas: el corpus intelectual sigue siendo masculino, a no ser en el campo de las emociones donde se les conceden capacidades y destrezas. Y eso ya se percibe. Como afrenta y como necesidad de cambio.
¿Existe una hegemonía del pensamiento feminista en nuestro universo intelectual? Si nos ajustamos a la auctoritas de las mujeres –a su representación como referentes de opinión, estudio, construcción de ideas– estamos lejos de que la idea de la igualdad prime sobre otras miradas; sin embargo, si lo que resaltamos es la fuerza de los mensajes, la excelencia de los valores, efectivamente la voz de las mujeres, la necesidad de mostrarla y la sospecha de que se la oculta, ha venido para quedarse. No sin resistencia.
Resulta hasta enternecedora la oposición ante cualquier medida de discriminación positiva que, sin embargo, se acepta sin rechistar en otros ámbitos. La cuota como razón de nombramientos sólo se hace evidente cuando afecta a las mujeres. No estamos hablando exclusivamente de instituciones políticas aunque resulta obvio que es un espejo trascedente a la hora de mostrarnos como sociedad. Ítem más en ámbitos de referencia cultural, reales academias y academias a secas, en las que al parecer todo el que estaba era inobjetable y toda la que pretendía entrar precisaba una prueba de algodón sobre su excelencia. Perder privilegios no es plato de gusto, se entiende.
Foto de las primeras mujeres que entraron en un Parlamento, en 1907 en Finlandia.
Si repasamos la lista de premios Nobel de literatura, sin ir más lejos, chirrían ausencias espectaculares, pero a los que sí están a nadie se le ocurre argumentar que lo son por razón de su sexo. La sensación de que todo se ha construido sin las mujeres, e incluso contra las mujeres, es tan fuerte que las reacciones también lo son. Hachette no va a publicar las memorias de Woody Allen porque considera que su clientela rechaza la obra de un director que, sin ser condenado en un juicio, ha sido prejuzgado como abusador o, como mínimo, como alguien no precisamente ejemplar en sus relaciones personales.
¿Significa que la sospecha de maltrato o abuso sexual es tan dominante que impide incluso la presunción de inocencia? Ni mucho menos. Si nos asomamos a la cultura popular y su brazo armado la televisión, es evidente que los modelos masculinos de máxima audiencia no predican precisamente la igualdad y el respeto. Se acusa de políticamente correcta a las nuevas miradas de una sociedad sin androcentrismo, pero esa reserva se ha ido debilitando ante la asunción de que lo contrario –ir contra las mujeres, sin las mujeres– resulta insoportable.
Siempre hay quien da la nota y busca rédito en la provocación, claro está. Al reconocido dramaturgo Albert Boadella –célebre por acompañar sus geniales obras con publicidad gratis a costa de escandaleras– le ha divertido mucho entrar al quite en defensa de Plácido Domingo (está en su derecho, aunque lo tenga difícil por la autoinculpación del mencionado) diciendo que “los machos no pueden tener las manos quietas”. Una provocación de órdago pero, me temo, también pasada de fecha, porque con lo que el personal ve y oye en la televisión eso debe sonarle más ñoño que Karina y María Ostiz cantando en dúo (¡milenialls, a consultar la wiki!).
Alguna actriz de las que nos caen muy bien, y a la que nadie ha regalado nada, ha criticado también posibles medidas para favorecer a las mujeres directoras de cine, argumentando que si las obras son un truño no merecen subvención. Acabáramos. No se le pide a nadie que sea erudito aunque haya interpretado a Shakespeare, que no sé si es el caso, pero parece obvio que las mujeres quieren iguales condiciones, no mejores. Y de paso les perdonamos a los colegas varones algunos de sus muchos truños que llevan un siglo siendo beneficiados. Ni la más radical de las feministas ha reclamado jamás la deuda histórica (medida que se maneja con soltura en otros ámbitos) para exigir, es sólo un inocente ejemplo, el voto doble, habida cuenta de que los señores nos llevan algunas elecciones de ventaja, al menos en los países democráticos. De los que no cumplen los Derechos Humanos, ni hablamos.
Flaubert no engañaba: Emma Bovary es, efectivamente, él. Magistral, extraordinario pero no inobjetable si se usa como referente único de esa idiosincrasia femenina en la que ellas no han participado. Y, si lo han hecho, no han resultado relevantes. Nadie en su sano juicio (intelectual) discute la trascendencia de Arent, Nemirovski o Morante en la filosofía y la literatura del siglo XX en torno a la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, pero a estas indiscutibles personalidades del pensamiento y la creación les ha costado la misma vida (sic) no aparecer como complementos del canon moral y cultural oficial frente a la presencia dominante, prácticamente excluyente, de los hombres. Lo que ha ocurrido con Luisa Carnés, Elena Fortún, Clara Campoamor o Magda Donato (por citar algunos casos) en España resulta bochornoso.
¿Es exagerado que nos planteemos si la gran obra de algunos queda empañada por su comportamiento en las relaciones personales, nada ejemplares e incluso claramente reprobables? Ese es un equilibrio que asumimos, no sin tensión, cuando se habla de posturas xenófobas o totalitarias (la tumba de Ezra Pound en Venecia aparece sin nombre para protegerla del vandalismo) pero que cuesta afrontar cuando se refiere a lo privado. La cultura, el paradigma de valores y universos que significa la cultura, se basa en la ejemplaridad. Y los abusos sexuales y el machismo ya no nos parecen pecados veniales.
Pandora ha abierto su caja de los truenos y ya nada será igual. Al menos en los discursos, la imagen y lo que en la vida cotidiana llamamos apariencia. La declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948 no ha garantizado su cumplimiento pero sí el rechazo a quien los ataque. Negar el patriarcado como construcción ideológica y social ya no sale gratis. La cuarta ola ha llegado al dormitorio (ergo la idea más íntima del mundo) y ha mojado las sabanas. Que las cambiemos o no por otras nuevas y limpias, está por ver. Et dixit nunc coepi.