¿Es machista la literatura?
No hay día sin disputa sobre la representación de las mujeres en el mundo literario, donde ya no existe discriminación y, de haberla, sería positiva hacia el sexo femenino
26 octubre, 2019 00:05Hay temas espinosos donde los haya, y pocos como el debate sobre feminismo y literatura, con la consabida batería de preguntas acerca de si las mujeres aún están marginadas (porque es indudable que lo estuvieron), y de si hay que establecer una paridad en las publicaciones y puestos de representación en academias, asociaciones profesionales, paneles y reparto de premios. Incluso está el peliagudo asunto de si un hombre está facultado para hablar de feminismo, no siendo él mujer. Por ello, y para no meternos en charcos incómodos cuyas salpicaduras de fango puedan restar claridad a lo que nos proponemos, no entraremos en disquisiciones clasificatorias sobre los tipos de feminismo que coinciden y a veces se enfrentan, sino de si, objetivamente, y a partir de los datos que tenemos, el literario es aún un ámbito machista.
Es común al abordar un problema no tener interés en el camino que lleva a su solución, sino directamente centrarse en esta, incluso dejándose llevar por el prejuicio, es decir, por una idea preconcebida a despecho de verdades incómodas que puedan contradecirla. Así, lo habitual es que se parta de posiciones inamovibles (o, haciendo caso de la arquitectura antisísmica, meramente cimbreables), sin ánimo de cambiar de ubicación. Esto, cuando los cimientos de las concepciones están muy arraigados, hace que se defiendan posturas que más que ángulos o perspectivas se convierten en trincheras. Es tan lamentable como frecuente, cuando lo que más beneficiaría a todos (y empleo aquí conscientemente el masculino genérico) sería escuchar, aprender, ponerse en el lugar del otro, tratar no de cobrar su pellejo en el cuerpo a cuerpo dialéctico y, aún más que eso, insultante, sino colocarse en su piel.
Números cantan, y es evidente que para constituir la mitad aproximada de la humanidad las mujeres están muy deficientemente representadas en cualquier lista que se haga, de premios Cervantes al Nobel, de integrantes de los catálogos editoriales a los máximos puestos no ya del sector (que las hay con muy importantes responsabilidades), sino en el nivel de máxima dirección ejecutiva de los grandes grupos que se reparten el mercado. Conviene, no obstante, para desbrozar el terreno distinguir algo que en cualquier examen sitúa la discusión: lo diacrónico de lo sincrónico; es decir, lo que ha ocurrido a lo largo del tiempo y lo que sucede en la actual coyuntura.
La historia de la literatura habla por sí misma: es difícil hallar en ella nombres que no sean masculinos, aunque hay también una magra representación femenina. Esto es aplicable prácticamente a todas las épocas y lugares. Con todo, hay mujeres que han marcado de manera especial los recorridos de sus propias tradiciones, y así la griega Safo estableció una corriente distinta y enriquecedora al matizar los valores viriles de la guerra; la japonesa Murasaki Shikibu fundó con Genji Monagatari la novela de su país y acaso de cualquier otro; Anne Brastreet y sor Juana Inés de la Cruz aportaron singularidad y alta intensidad lírica a la poesía de la Nueva Inglaterra y de la Nueva España, respectivamente; la irlandesa Eibhlín Dhubh Ní Chonaill dejó en el siglo XVIII el planto por Art Ó Laoghaire, que ha llegado a ser canónico en el género; las hermanas Brontë y Jane Austen aportan su impronta a la narración decimonónica inglesa; la poesía española sería distinta sin la obra, en castellano o gallego, de Rosalía de Castro.
Pero no hay que engañarse: el número de autores (hombres) de cualquiera de esas procedencias y épocas es muy superior. Añadir nombres a la lista de las mujeres escritoras es posible, pero hay algo que no se tiene generalmente en cuenta: ampliar la lista con más autoras supondría incluir también más hombres en la misma proporción de la nómina que ha llegado hasta nosotros, porque lo cierto es que en el pasado hay muchos más hombres publicados que mujeres. Las razones sociológicas que han conducido a ello ya son otra cosa, pero por cada mujer editada hay diez hombres o más.
Determinadas actitudes radicales, maximalistas, han sido puestas en solfa no solo por hombres sino también por mujeres que deploran lo excesivo. Lo cierto es que sin el activismo de muchas feministas no habríamos llegado a la situación actual en la que se ve normal que una mujer escriba no solamente ese lugar común aunque privado, el diario personal, y se interne con todo derecho en cualquier género. Lo cual no deja de lo más natural, dado que (la estadística vuelve a ser insoslayable) existen más lectoras que lectores al menos en el género que mejor boga en las ventas: la novela.
La pregunta es si se ha alcanzado ya la equiparación o todavía queda para que se pueda hablar de igualdad real. Habrá quien se indigne por el mero hecho de que se plantee este dilema, pero el caso es que en la mayoría de sociedades europeas y desde luego en la española nada impide hoy a una mujer escribir sin que ello tenga que ser poco menos que clandestino, ni publicar. De hecho, no es descabellado afirmar que las tornas han cambiado y que hoy, a igual calidad, resulta más fácil publicar a una joven que a un joven, pues explícita o tácitamente editores y directores de revistas (de nuevo aquí el masculino genérico) tratan de reducir la brecha aportando un mayor número de escritoras. Por provocador que parezca que se declare esto, es así y, salvo en casos de machismo recalcitrante, práctica generalizada desde hace unos años. Quien haya trabajado en la industria editorial o en un medio lo sabe.
Hay rémoras, indudablemente, pero hoy y aquí no hay discriminación y, de haberla, esta sería positiva hacia el sexo femenino. Género que por otra parte no es monolítico como tampoco lo es el masculino. Si paralelo al avance del feminismo ha sido el de la visibilidad de lo homosexual, y si la diversidad preconizada en ese largo acrónimo LGTBQI obliga a reconocer que existen muchas tendencias sexuales y no solo dos bloques, no podemos cortar por la mitad y establecer únicamente dos hemisferios. De obligar a una paridad a marcha martillo se cometería seguramente una injusticia, pues atender a las minorías (las mujeres lo fueron no en número pero sí en representación) supone igualmente tener en cuenta la extracción social y económica, el origen racial o geográfico, incluso a la edad y las capacidades. En un mundo en que se prima cada vez más la juventud, lo superficial sin arrugas y lo estético, los escritores mayores –tanto mujeres y hombres– son a menudo postergados.
Las percepciones pueden ser engañosas: las feministas radicales piensan que aún hay mucho que conseguir; los hombres aun de buena voluntad pueden ver las cosas de manera distorsionada. Hace semanas fui testigo –perdón por la intromisión personal– de un malentendido iluminador. El prejurado de un premio de poesía declaraba que se habían presentado muchos más varones que hembras. Solo le asistía la razón parcialmente: 64 frente a 59. Eran más los hombres, sí, pero en un porcentaje casi irrisorio. Ahora bien, esto permite otra lectura: las mujeres concurren muy populosamente a los premios literarios, y los obtienen a menudo de un tiempo para acá. ¿Es atribuible solo a la composición aún mayoritariamente masculina de los jurados que no se premie más a las mujeres?
Se esgrimen razones de detentación de poder, coletazos del patriarcado, en ocasiones en concurrencia con ese sospechoso habitual: el capitalismo. Y si es verdad que las mujeres han tenido que abrirse paso y ocupar un lugar que no se cede gratuitamente o sin verse sometido a presión, no menos cierto es que cualquier mujer puede, como un hombre, fundar una editorial, iniciar una revista, abrir una librería (de hecho, son beneficiarias de ayudas económicas vetadas a sus colegas masculinos). El capitalismo ha sido, en efecto, una plaga para el planeta y sus recursos. Pero el marxismo y su cohorte de estudios de género, postcoloniales, posthumanos o, ahora, animales no se puede decir que haya sido una lacra menor para la academia y cuantas pamplinas se han sido acogidas por departamentos universitarios, simposios y publicaciones dizque científicas.
A Harold Bloom se le acusó innumerables veces de misoginia, pero otra vez estamos ante una acusación excesiva: en mucho de lo que denunció el catedrático emérito de Yale se quedó corto. Él hablaba de las escuelas del resentimiento, y este, ese vicio, ¿no es visible en mucha de la crítica y la práctica de autoras que quieren darle la vuelta a la tortilla, haciendo que el huevo se queme por el otro lado (por ejemplo leyendo durante un año o dos solo a mujeres)?
Tal vez lo más sensato sea sacar a la luz a las autoras que han quedado eclipsadas por sus esposos, padres, hijos, desde la conciencia de que debemos ser iguales en derechos y, sin embargo, por más que se quieran limar diferencias, muy distintos hombres y mujeres no por motivos de superestructura económica o de explotación de género, sino biológicas, químicas y, por lo tanto, psicológicas. Claro que en los libros de texto hay muchos más autores que autoras. Si son de historia de la literatura, ¿cómo hacer que no sea así? ¿Rescatando autoras de inferior calidad para sacar del temario a hombres? Todo esto es problemático y no se despacha con buenos deseos o generalidades.
Ramón Buenaventura realizó un gran servicio con la confección de su antología Las diosas blancas. Pero aquello fue en 1986. ¿Tiene hoy sentido la edición de antologías exclusivamente de mujeres, como Insumisas. Poesía crítica contemporánea de mujeres? ¿Lo tienen libros cuyos títulos escamotean su sesgo y contenido, como Poesía soy yo. Poetas en español del siglo XX, que incluía 82 autoras y ningún hombre? El resultado puede ser el contrario del apetecido: que solo se lean entre ellas y que algunas poetas, además, prefieran declinar la invitación a participar, prefiriendo ser medidas con la obra de otros, con independencia de que quien la firme sea hombre o mujer. Mejor que la controversia y la confrontación, es hora de que haya igualdad. Y esta significa probablemente la eliminación de guetos, como ya se ha acabado con la segregación de géneros en ámbitos que eran predominantemente masculinos. El arte, la literatura, no ha de medirse por cuotas, porque la escritura que valoramos es la única e insólita, no la que se adocena en grupos. La calidad, de esta o de aquel, es lo que ha de valorarse.
Ramón Buenaventura realizó un gran servicio con la confección de su antología