Jorge Herralde: "Todos somos conscientes de la dictadura del mercado editorial"
El fundador de Anagrama, que este año cumple medio siglo, reflexiona sobre la historia de la editorial y explica que el éxito de un libro es absolutamente azaroso
5 mayo, 2019 23:36Son muchas las generaciones de lectores que han crecido como personas y se han formado a través de los libros de Anagrama, una editorial que este año cumple medio siglo de vida. Fue en 1967 cuando un joven Jorge Herralde decidió montar su propia sello; viajó a París para conocer a François Maspero, todo un referente dentro del mundo editorial de izquierdas, y comenzó a construir un catálogo que vería la luz en 1969, año oficial del nacimiento de Anagrama.
–Con 22 años una tuberculosis lo mantuvo en la cama durante casi un año, a lo largo del cual se dedicó a leer todo tipo de libros, sobre todo, a Sartre, un autor que fue esencial en su formación política.
–En realidad, he sido muy lector desde pequeño, pero no de literatura política, sino de novelas, de tebeos y de prensa deportiva. Con 22 años descubrí a Sartre a través de uno de los tomos de Situation, no recuerdo si el quinto o el sexto, y su lectura me sirvió para articular ideológicamente mi malestar frente a lo que, por entonces, se llamaba y se puede seguir llamando el orden burgués y frente al mundo franquista. Ahora, en retrospectiva, creo que la lectura de Sartre cambió mi vida: yo, por entonces, era campeón de equitación, en concreto, de salto de obstáculos y, de repente, cambié de amigos y me junté con toda la golfería ilustrada.
Empecé a tener proyectos editoriales casi de inmediato. Con Carlos Durán tuvimos la idea de publicar las obras completas de Sartre y Camus. Era un completo disparate y, de hecho, Gallimard nos hizo poco caso, recordándonos que la obra de estos autores ya estaba publicada por Losada. Posteriormente, tuve otro proyecto, más serio que el anterior; esta vez fue con Jordi Argenté, que se casó con Esther Tusquets. Queríamos montar una editorial, que debía salir bajo el ala protectora de Lumen, pero se acabó el matrimonio entre Esther y Jordi y, consecuentemente, se acabó la editorial. Después de varios proyectos o, mejor dicho, de varias fantasías breves, en octubre de 1967 decidí montar yo solo la editorial, que nació en 1969. Para ello, le pedí una carta de presentación a Esther Tusquets para François Maspero, el editor de izquierdas más importante y más radical de la época.
–En aquella carta, Esther Tusquets y Beatriz de Moura, que por entonces trabajaban juntas, le decían a Maspero que usted quería “ser nuestro pétit Maspero”.
–Cierto. Lo fui a ver a París, pero él no estaba. Seguramente estaría en algún complot en Cuba, en el Congo o en Bolivia, donde fue para intentar liberar a Régis Debray, que estaba ahí preso. Quien me recibió fue Franchita González Valle, pareja de Maspero durante muchos años y su colaboradora en la editorial, y con ella estuve hablando sobre autores y diferentes temas. A lo largo de los años sucesivos, me la fui encontrando en la Feria de Frankfurt: trabajaba también en el mundo de la edición y era traductora. Recuerdo que en una ocasión en la que nos reencontramos le dije: “Mala puta”, o algo parecido. No recuerdo exactamente la palabra: “Me tuviste una hora y media como presunto futuro editor tembloroso hablando en francés, siendo tú uruguaya.” Nos hicimos muy amigos y durante mucho tiempo estuvimos en contacto. De hecho, ordenando el archivo, ha aparecido una carta de 1968, de las primeras que intercambiamos, que le escribí a Franchita como futuro editor en la que le comentaba mis proyectos editoriales.
–¿Recuerda cuándo conoció a Françoise Maspero?
–Fue más adelante. Cuando iba a París, me alojaba en un hotel en una calle paralela a Saint-Germain-de-Prés, a solo 200 metros de la editorial. Fui a ver a Maspero en algunas ocasiones y, posteriormente, publiqué sus dos primeras novelas. Encargué la traducción de la primera, la mejor de sus novelas, La sonrisa del gato, a mi amigo Pepe Martínez, fundador de Ruedo Ibérico, que en ese momento estaba sin trabajo. Le gustó mucho y comenzó a traducirla, pero se murió antes de terminarla, así que, cuando visitó Madrid y Barcelona, Maspero no pudo conocer a su traductor.
–Anagrama nació con Lumen y Tusquets, como la editorial de la izquierda heterodoxa.
–Sí, porque Lumen y Tusquets eran excelentes editoriales literarias. Solo a mediados de los setenta, con la colección Acracia, dirigida por Carlos Semprún, Tusquets publicó textos de ensayo, pero la colección solo duró un par de años.
–Definirse como la editorial de la izquierda heterodoxa, ¿tenía que ver solo con una voluntad de incorporar en el catálogo las distintas corrientes del pensamiento de izquierdas o también con su posicionamiento ideológico?
–A través de la editorial quería dar a conocer todas las voces discrepantes del sistema. Y en esa izquierda heterodoxa estaban Rosa Luxemburgo, Trotsky, Gramsci y un amplio etcétera de autores. También estaban los consejistas holandeses y, obviamente, Anton Pannekoek. Anagrama fue la primera editorial que publicó, dentro de la colección de los Cuadernos Anagrama, ¿Qué es la contracultura?, un texto de un conocido activista. Lo que te quiero decir con esto es que también nos interesábamos por el underground, así como por el feminismo.
–Pienso, al respecto, en la colección La educación sentimental.
–Sí, pero antes incluso de comenzar con esta colección ya habíamos publicado a Juliet Mitchell, un faro para las feministas, que estaba casada con Perry Anderson, un gran ensayista político, fundador de la New Left Review, que para mí era una revista importantísima. Visité varias veces su redacción, donde hablé con Robert Blackburn, que era su segundo, puesto que Anderson estaba casi siempre de viaje o pensando, así que no llegué a conocerlo. En uno de mis viajes a Londres le comenté a Blackburn que tenía toda la colección, pero que me faltaban los 4 o 5 primeros números. Allí, en la redacción, tenían una habitación con todos los ejemplares, algunos de ellos repetidos, y gracias a esto pude completar mi colección, que si bien ahora está perdida vete tú a saber dónde, por entonces era para mí un tesoro. Muchos de los Cuadernos Anagrama, como Sobre política y lingüística de Chomsky o Teoría de los medios de comunicación de Enzensberger, salieron de la New Left. A todo esto, por lo que se refiere a la colección de La educación sentimental…
–Nació a finales de los setenta
–Duró del 78 hasta el 81 o 82. Fue una colección pionera sobre temas LGTBI.
–Apostar por la publicación de determinados ensayos y novelas hizo de Anagrama una de las editoriales más censuradas de la época: 39 libros entre 1968 y 1969.
–Durante los dos primeros años de la editorial seguí el método habitual de los editores: mandar los manuscritos o los libros extranjeros sin traducir que me interesaba publicar a la llamada consulta voluntaria que, o bien no veía problemas y aceptaba la publicación, o bien sugería, entre paréntesis, ordenaba una serie de correcciones y supresiones o, incluso, desaconsejaba la publicación, es decir, la prohibía. A través de los registros, como recojo en el libro, pude ver que, efectivamente, me habían censurado muchos libros, algunos de temas tabú como el Mayo francés, la Revolución China o la Revolución Cubana. Sin embargo, junto a los ensayos sobre estos temas también me habían censurado textos literarios como los Cantos de Maldoror de Lautréamont, La revocación del edicto de Nantes de Klossowski, Las aventuras del valeroso soldado Schwejk de Jaroslav Hasek, un libro de Rimbaud o Diario de un ladrón de Jean Genet.
–En una conferencia Juan Marsé comentaba que la ignorancia de los encargados de la censura conllevaba que, en ocasiones, se prohibían libros inocuos y se dejaba pasar aquellos más “problemáticos”.
–Sí, los censores eran bastante arbitrarios. Si no recuerdo mal, a Marsé le obligaron a cambiar “sobaco” por “axila”. Secuestraban libros, por así decirlo, inofensivos y, en cambio, pasaban la censura libros realmente subversivos. El ejemplo más claro de esto es lo que pasó con Estrategia judicial en los procesos políticos: se trataba de un texto que, según me dijeron, la censura voluntaria “recomendó” a los editores de Península y, creo, a los de Laia no publicar, pero que yo estaba casi convencido de que podía publicarse. Y así fue. Su autor era Jacques M. Vergès, inventor del método de defensa por ruptura a través del cual el acusado se convierte en acusador. Pocos meses después de que este libro hubiera pasado la censura y se hubiera publicado sin alboroto, los presos de ETA del juicio de Burgos utilizaron la defensa de ruptura que se teorizaba en el libro, de cuya existencia, por fortuna, nadie se acordó.
–Francia jugó un papel primordial en su formación. Muchos de los textos que publicó llegaron a usted en traducción francesa.
–París fue siempre mi ciudad favorita. Tenía devoción por ella y, sobre todo, por el barrio latino, donde había muchísimas librerías, muchísimas editoriales, donde estaba el Café de Flore… Iba muchas veces a París, antes incluso de fundar la editorial, para pasear por las librerías y para ir al cine. Yo fui muy cinéfilo y esto se refleja en la colección Cinemática Anagrama.
–Fue la primera colección dedicada exclusivamente al cine.
–Sí y junto a ella había, en los Cuadernos Anagrama, una sección dirigida por mi gran amigo Joaquín Jordá dedicada también exclusivamente al cine. Posteriormente, fuera de colección, se han publicado títulos excelentes dedicados al cine. En París iba mucho al cine, como te decía, y en Barcelona acudía a unas sesiones organizadas por la Llanterna Màgica. Las llevaba un tal Arnau Olivar Casado, a cuyo piso íbamos, pagábamos algo simbólico y asistíamos a inolvidables sesiones. Recuerdo una dedicada al free cinema británico, donde pudimos ver la famosa Sábado noche, domingo por la mañana, y otra dedicada a la escuela de Nueva York, con John Cassavetes al frente.
–Los teóricos y filósofos, principalmente franceses, que usted publicó durante los primeros años de la editorial eran extremadamente complejos.
–Eran de una complejidad enorme. En Francia eran lo más. Tenían centenares de alumnos apiñados en sus clases. Foucault, Lacan, Althusser o Roland Barthes llenaban las aulas universitarias.
–¿Antes había más lectores para este tipo de ensayos que ahora?
–Si te soy sincero, la publicación de estos textos era algo vocacional: quería importar a España las nuevas corrientes de pensamiento que parecían indispensables en aquellos años, pero los resultados económicos, siendo benévolos, fueron más bien precarios. Eso sí, son autores que siguen teniendo en consideración y curiosamente, o puede que no tan curiosamente, están mucho más vivos en Argentina que aquí.
–Muchas de las traducciones al castellano –pienso en Derrida– llegaban de Argentina.
–Sí, pero el primer texto que se publicó en castellano de Derrida fue un cuadernito en la colección de filosofía que dirigía Eugenio Trías.
–¿El papel público de los intelectuales, tanto en España como en Francia, ya no es el mismo en comparación con los setenta?
–Sin duda. En los setenta gente como Foucault o Lacan tenía mucho peso. Además, en Francia y en España, aunque aquí menos, había un grupo de lectores que lo leían todo y estaban muy interesados en estos autores. En aquellos años, hubo un fervor por la cultura en mayúsculas muy importante, pero efímera.
–Antes hablaba de Sartre, ¿lo ha vuelto a leer? Es un filósofo que ha asumido bastante mal el paso del tiempo.
–Mi pobre Sartre ha sido vapuleado por muchos motivos, filosóficos, ideológicos… Pero, durante bastantes años tuvo un papel fundamental como conciencia política de la izquierda. Yo, que soy una persona fundamentalmente fiel, a pesar de que es muy impopular, sigo reivindicando el Sartre que leí años atrás.
–Cuando llegó el desencanto de la democracia Anagrama tuvo que dar un giro en su línea editorial y apostó más por la literatura.
–Exacto, pero voy a intentar ser más preciso. Todo lo que te comento es comprobable en el catálogo; los editores y los periodistas pueden decir cualquier cosa, pero quien dice la verdad es el catálogo. En Anagrama la literatura tuvo su peso específico desde el inicio en forma de ensayos; pienso, por ejemplo, en el Baudelaire de Sartre o en Lacos. Teoría del libertino de Roger Vailland. Asimismo, teníamos la colección Serie informal, donde podías encontrar desde los sonetos de Shakespeare hasta los poemas de Enzensberger, así como la correspondencia de Sade o un texto de Stendhal.
Además de recuperar estos clásicos un poco sulfurosos, también publicamos al primer Tom Wolfe y al primer Donald Barthelme, que durante dos o tres décadas fue el dios de los cuentistas norteamericanos y la estrella del New Yorker. Yo lo conocí personalmente cuando vino a Barcelona. Estuvimos en el restaurante La Venta, donde comimos, no sin antes habernos tomado tres vodkas con hielo para, como quien dice, liberar tensiones. Durante aquella comida me recomendó el libro de Grace Paley, Enormes cambios de último minuto. Yo anoté el título en un papelito, que afortunadamente no perdí, y cuando comenzó la colección Panorama de Narrativas decidí apostar por Paley y publiqué sus tres libros de cuentos. Por tanto, la literatura siempre ha estado en Anagrama, pero al inicio estaba aplastada por el peso de los ensayos que publicábamos y por editoriales como Barral Editores o Lumen, que acababan de comenzar y, como te decía, eran esencialmente literarias.
–Si hablamos de la presencia de la literatura en Anagrama no podemos olvidarnos de la colección Contraseñas.
–Apareció en 1976, a mí personalmente me entusiasmaba y sé que entusiasmó a mucha gente. Ahí edité autores como Bukowski, Hunter S. Thompson, Tom Wolfe, Copi y a tantos otros. Recuerdo la primera vez que visité City Lights Books, en San Francisco; en esa ocasión no conocí a Ferlinghetti, con el que me encontraría en otras ocasiones, pero estuve conversando con la segunda de a bordo de la librería. Me habló muy bien de Bukowski, que tenía por entonces dos libros publicados. Los compré y los empecé a leer en el avión y me entusiasmaron. Decidí publicarlos y de esta manera comenzó la larga travesía Bukowski.
–Como muchos de los primeros ensayos publicados, la literatura underground era muy crítica con el sistema. ¿Editar era forma de hacer política?
–En Anagrama hubo desde el principio un claro posicionamiento político en sentido estricto y en sentido amplio del término. Había una voluntad de publicar títulos que fueran una crítica al poder y, sobre todo, al sistema. De ahí que, por ponerte un ejemplo, en la colección La educación sentimental optáramos por publicar libros de feminismo, de lesbianismo… textos subversivos para la época.
–¿Había también una voluntad de instruir o de concienciar a los lectores?
–“Instruir” me parece una palabra demasiado mayúscula. No exigíamos a nadie que comprara nuestros libros. Evidentemente, cuanto mayores son los intereses de un editor más intereses puede compartir con los lectores. Para mí una cosa fundamental del trabajo de editor es compartir los propios entusiasmos.
–Alguien dijo que un editor tiene que publicar aquello que el lector no espera.
–Es una famosa frase de un gran editor alemán, que sostenía que todo editor tiene que publicar el libro que el lector no desea. Y esto se consigue hacerlo a través de la política de autor y a través del catálogo, de tal manera que un lector, satisfecho con los libros publicados por la editorial, cuando sale un autor desconocido se fía y, de entrada, lee la contraportada. Para mí el verdadero editor es el armador de catálogo.
–¿Armar un catálogo significa enfrentarse a la dictadura del mercado?
–Armar un catálogo implica no solo ir contra el mercado, sino y sobre todo dirigirse hacia un mercado al que no se le han ofrecido suficientes estímulos y así convertir, entre muchas comillas, a la religión de la buena literatura a lectores que estaban exentos de este vicio.
–Usted vivió y sobrevivió a la dictadura de la censura…
–Anagrama sobrevivió a la censura, pero fue muy duro. Con determinados libros te arriesgabas hasta el límite, pensando que te podría caer la gran sanción y lo que obtenías luego era vender 400 ejemplares. Sortear la censura no significaba tener forzosamente ningún éxito económico. Recuerdo el libro Sobre la psicología de la incompetencia militar, que gustaba mucho a Miguel Ángel Aguilar y, de hecho, todavía hoy lo sigue citando siempre que puede. Era un texto sobre la incompetencia militar de la Gran Bretaña en la Guerra de los Boers y en la Guerra de Crimea; por tanto, oblicuamente se podía leer como una crítica al ejército en general. Sobre la psicología de la incompetencia militar pasó la censura sin problemas y es que, en cierta manera, aunque no deliberadamente, puesto que el autor era inglés, en él se seguía la misma estrategia que seguían en Triunfo Haro Tecglen y Vázquez Montalbán: hablar aparentemente de política extranjera, dando subterráneamente los guiños necesarios para que el lector supiera que, en realidad, se estaban hablando de conceptos y de cosas que sucedían en España.
–Ahora se enfrenta a la dictadura del mercado. ¿Hasta qué punto se es realmente consciente de ella?
–Todos somos conscientes de la dictadura del mercado editorial, sobre todo los grandes grupos, cuyo objetivo fundamental es ganar dinero para sobrevivir y pagar los altísimos costes que tiene su tinglado. Para sufragar estos costes están obligados a publicar best-sellers y libros cuya única finalidad es vender mucho. Lo que se consigue con estas políticas de mercado es arrinconar la buena literatura, esa literatura que podías encontrar en muchas librerías independientes que hoy han tenido que cerrar.
–Usted se opuso a la liberación del precio del libro que quería llevar a cabo Aznar y que se produjo en Inglaterra tras un acuerdo entre Random House, Harper Collins y la librería WHSmith.
–La liberalización del precio de los libros en Inglaterra fue un hecho devastador para librerías, editoriales y autores que empezaban y a los que les costaba más encontrar un editor. Fue una decisión absurda: se tomó bajo la teoría de que aboliendo el precio único bajarían los precios y no fue así. Se incrementaron mucho más que en los países donde estaba asegurado el precio fijo. Y esto que digo no es una opinión, lo dicen los datos resultado de las distintas estadísticas que se hicieron en su momento.
– La editora Teresa Cremisi comentó en el Liber la importancia de los libros de segunda mano y de bolsillo a la hora de crear lectores.
–Sin duda, tanto los libros de segunda mano como los de bolsillo ayudan a crear lectores, aunque, si pienso en los años setenta en Francia, puedo decir que había muchos estudiantes que no tenían los siete francos necesarios para comprarse los libros de segunda mano y no les apetecía robar, que era uno de los deportes de la progresía de la época. Podríamos decir que los lectores jóvenes de la época se dividían en tres tribus: los que compraban libros de segunda mano, los que compraban libros de bolsillo y los que los robaban.
–Eran los años en los que se defendía la idea de cultura gratis.
–Sí, en aquellos tiempos, que eran bastante exaltados, se opinaba que el librero era un burgués y, por tanto, un burgués de mierda. Robarle era una actividad completamente legítima, sin ser conscientes de las consecuencias. Pienso en Maspero, que además de su editorial había montado una librería, que era una auténtica joya: La joie de lire. Yo la visité no sé cuántas veces, ahí encontrabas todos los libros del pensamiento revolucionario del mundo. La gente robaba a mansalva, sabiendo que Maspero no los iba a denunciar. La consecuencia de esto fue que, al cabo de unos años, la librería tuvo que cerrar. Mi mujer, Lali Gubern, tenía una librería pequeña, pero excelente y muy cosmopolita y ahí, como sucedía en La joie de lire, también se robaba a mansalva.
–Siempre se menciona a Bolaño como uno de sus grandes descubrimientos, pero antes de él vino Kapuściński, cuyo éxito no llegó hasta Ébano.
–Ébano fue el quinto libro que publicamos. Ese éxito llegó cuando llevaba ya diez o quince años publicándole. Venía bastante a Barcelona y le hacían grandes y extensas entrevistas en televisión y en prensa, que no tenían apenas repercusión en las ventas, que estaban entre los 2.000 y los 3.000 ejemplares. Esto pasaba y, en parte, pasa, porque aquí en España los libros sobre asuntos exteriores, tal como yo los llamo, no funcionan: la gente cree que leyendo los periódicos y viendo la tele ya tiene bastante, no le interesa informarse más. A pesar de todo, desde Anagrama hemos persistido; de ahí la colección Crónica, que fue la primera colección monográfica dedicada a la crónica periodística. Ha sido una colección muy voluntaria, pero gracias a libros como Cabeza de turco de Günter Wallraff, que fue un best-seller, los libros de Kapuściński y alguno más han seguido adelante.
–¿Qué tenía Ébano para que se convirtiera en un éxito?
–Si te soy sincero, y acostumbro a serlo, no sé por qué tuvo tanto éxito Ébano, que no es mi libro preferido de Kapuściński. Mi libro preferido y con diferencia es El emperador y, si te tuviera que dar otro título, te mencionaría Un día más con vida. Ébano, evidentemente, me gusta mucho, pero no me hizo el clic, a mí el clic me lo hizo El emperador.
–La historia de Ébano demuestra lo difícil que es prever un éxito editorial.
–El éxito de un libro es muy azaroso, aunque haya obras en literary fiction o en best-sellers que son bastante previsibles. Ahora mismo hay un bajón general de las ventas que afecta a todos, desde el mayor grupo editorial del mundo hasta un lector tipográfico, pasando por todas las etapas del libro.
–El éxito tardío de Kapuściński recuerda al de Rafael Chirbes.
–A Chirbes el éxito le llegó con Crematorio. No recuerdo ahora los años en concreto, pero diría que pasaron unos veinte años entre la primera novela de Chirbes, que quedó finalista del Premio Herralde, Mimoun, libro que estaba muy bien, y Crematorio. De por medio hubo diez novelas. En cuanto a estas cosas azarosas del mundo de la edición, Chirbes tuvo un enorme éxito, vendiendo centenares de miles de ejemplares, en Alemania, gracias a Reich-Ranicki, que, hace algunos años, presentaba en televisión un programa llamado Un cuarteto literario. Cuando Reich-Ranicki ponía un libro por las nubes, el pueblo germánico que, para lo bueno, para lo malo y para lo peor, es muy disciplinado, asaltaba las librerías en busca del título recomendado. Chirbes y García Márquez fueron los dos únicos autores en lengua no alemana que estuvieron tres veces seleccionados por Reich-Ranicki.
–No tiene el prestigio crítico de Reich-Ranicki, pero pienso en cómo Oprah Winfrey favoreció el éxito comercial de Bolaño al incluirlo en su club de lectura.
–¿Tú crees que fue determinante? Seguramente ayudó, pero no sé si fue tan determinante como se dice. No lo sé, no lo he investigado, pero lo que sí puedo decir que una gran inductora del éxito de Bolaño en Estados Unidos fue Susan Sontag. Se enamoró de Bolaño y, según me decían mis amigos editores de Estados Unidos, en cualquier cena en la que estuviera Susan el tema principal de conversación era Bolaño. Con la fuerza y la capacidad de convicción que tenía Susan, nadie se atrevía a llevarle la contraria. ¡Qué miedo!
–¿Hacer política de autor implica acompañar a los escritores y apostar por su obra aunque las ventas no acompañen?
–Sí, aunque todo es matizable. Si un autor en el que has puesto todas tus esperanzas porque ha escrito dos libros buenísimos te presenta un tercer, un cuarto o un quinto libro que no funciona en términos literarios, lo obligatorio es dejarlo, porque de lo contrario estarías engañando a los lectores y poniendo en riesgo la credibilidad de tu catálogo.
–La búsqueda de la coherencia en el catálogo a veces lleva a cometer errores y rechazar libros que el tiempo consagra. Por ejemplo, John Kennedy Toole.
–Teóricamente, después de haber sido rechazado por otros editores, él quería publicar con el mejor editor de Estados Unidos, Robert Gottlieb, que ha quedado como el gran villano. La historia no fue exactamente así. El biógrafo de Kennedy Toole cuenta en la biografía que hemos publicado, Una mariposa en la máquina de escribir, que Gottlieb le iba poniendo pegas a Kennedy Toole para mejorar el libro y parece ser que él, que era muy depresivo, no pudo soportar más correcciones y se suicidó. Es decir, no lo despachó sin leer el texto. Para Gottlieb lo importante era el catálogo; se pudo equivocar y lo hizo, porque, aun con los fallos que podía tener la última versión que leyó, La conjura de los necios es una novela fantástica.
–Me comentaba Marcos Giralt Torrente que usted no solo fue uno de los primeros editores que apostó por él, sino que fue de los primeros en apostar por el relato.
–En aquella época diría que Anagrama fue la editorial que más libros de relatos publicó y no sólo esto: desde la editorial se apostó por autores cuya primera obra eran relatos, algo inaudito hoy en día. La lista de autores que comenzaron en Anagrama con sus relatos es larguísima, empezando por Marcos Giralt Torrente y siguiendo por Laura Freixas, que en sus diarios se queja amargamente de mis rechazos. Menciona que le rechacé algunas novelas, pero, siendo los diarios un texto simpático hacia mi persona, omite cuidadosamente citar que yo le había publicado su primer libro, que, curiosamente, era un libro de relatos.
–¿Cree que al haber surgido editoriales que apuestan por este género ha aumentado el interés por el relato?
–Yo creo que no ha cambiado nada. Mejor dicho, no es que yo lo crea, sino que el mercado demuestra que los libros de relatos se venden menos que las novelas, con las excepciones de rigor. Te diría que, incluso Borges, al que adoro, ni fue un autor popular ni nunca se vendió mucho. Si no vende Borges, ¡ya me dirás! Mi teoría, sin t mayúscula y con muchas comillas, es que los libros de relatos que más se venden son aquellos que, en realidad, son viñetas autobiográficas de personaje único. Este es el caso de Bukowski con su personaje Chinaski, de Pedro Juan Gutiérrez con Pedro Juan o el de Raymond Carver, creador de un mundo muy suyo, muy cerrado y muy identificable. En estos tres casos, cuando sales del relato, no tienes las impresión de haber salido, pues vuelves a Chinaski, vuelves a Pedro Juan y vuelves a reencontrarte con el mundo de Carver. A nivel comercial, lo peor son los libros de cuentos no unitarios, en los que el autor recoge relatos desperdigados y forma un libro, ante el cual el lector suele hallarse desconcertado.
–En Formas breves, de Piglia, el relato se convierte en una forma de ensayo.
–Tú has dado la explicación: son cuentos que no son cuentos, sino que tienen algo de ensayo. Estos géneros híbridos pueden funcionar muy bien porque tienen otras apoyaturas. Piensa en Danubio de Claudio Magris, que es una mezcla de fragmentos novelísticos, libro de viajes, autobiografía… O también en Trilogía de la memoria, que fue el libro que consagró a Sergio Pitol como uno de los grandes escritores latinoamericanos semisecretos.
–Tiene varios Nobel en su catálogo, dos son muy recientes: Ishiguro y Modiano.
–En realidad tengo tres Nobel auténticos: Ishiguro, Kenzaburo Oe y Modiano. Los tres eran autores de Anagrama cuando se les concedió el premio. Luego, hay otros escritores que ganaron el Nobel, pero cuando ya no eran autores de la casa. Este es, en parte, el caso de García Márquez. Yo le publiqué El coronel no tiene quien le escriba, que es la novela, entre todas las que escribió, que más me interesó, aunque sé que decir esto es una herejía similar a defender a Sartre. Carmen Balcells tenía la teoría, en este caso no era disparatada, de que un gran autor como Márquez podía vender aun publicando en distintas editoriales. Gracias a esta teoría, por una vez Carmen fue beneficiosa para Anagrama. Y es importante subrayar “por una vez”.
–¿Los premios son mecanismos de promoción?¿Por eso casi todas las editoriales tienen uno?
–Depende mucho del premio, de su prestigio y de cómo esté orientado. El Premio Planeta tiene unas características inevitablemente comerciales; con la cantidad de dinero que da tiene que ser forzosamente un premio comercial. Alguna vez ha podido ser literario, pero en mínimas ocasiones. En el caso de los premios Anagrama, el pedigrí cuenta, pero no convierte a los libros premiados en best-sellers. Nuestros premios no están pensados para ello, sino para hacer emerger o para ayudar a apuntalar la carrera de un escritor.
–Desde Anagrama se ha apuntalado la carrera de autores que usted define como el nuevo star system de la editorial: Luisgé Martín, Marta Sanz, Miguel Ángel Hernández, Sara Mesa…
–Estos nombres que mencionas figuran, por utilizar un lenguaje bancario, entre los activos de Anagrama para el presente y el futuro próximo. Mencionaría también a María Gainza, que ha tenido un gran éxito de crítica y de público y que se mueve en un género mixto, entre la novela y el cuento. En Latinoamérica, hemos encontrado escritoras muy potentes, todas de primera fila y con obra ya apuntalada, como son Maria Gainza, Mariana Enríquez y Leila Guerriero. Todos estos autores están entre lo mejor del catálogo de esta última década de Anagrama y, si bien procede de la década anterior, no quiero no citar a Kiko Amat. Todos ellos son nombres con un espléndido presente y, esperemos, con un futuro aún mejor.