Armas químicas en la primera guerra mundial

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Letras

Los diarios de guerra de Gracq y de Kisch

Al igual que Junger, Gracq llevó un diario de guerra, también encontrado por sus herederos y publicado póstumamente

31 marzo, 2019 00:00

Los testimonios de los soldados en guerra son fascinantes, incluso en los casos en que el veterano no esté dotado de talento literario. Las extremas experiencias que cuenta con más o menos habilidad tienen un atractivo cierto, y las leemos con horror y también seguramente con una secreta envidia, como pálidos reflejos de una vivencia inefable, vivencia en los confines de la vida y la muerte, de la naturaleza humana y la bestialidad, de la soledad y la fraternidad, de la vergüenza y el orgullo. Vivencia incomparable (de la que me abstengo gustosamente). William Boyles Jr, que fue teniente en Vietnam y luego escritor y guionista de películas como “El planeta de los simios” y “Salvar al soldado Ryan”, explicó con conocimiento de causa los motivos de “Why Men Love War” (Por qué los hombres aman la guerra) en un artículo inquietante --por sensato y sincero-- en la revista Squire en 1984. Se encuentra gratis en la red.

Habla Broyles de vivencias inefables, o sea imposibles de narrar. Hay acuerdo general en que entre los testimonios más justamente célebres de la historia reciente escritos por veteranos deben mencionarse --aunque sean novelas se cuentan desde la experiencia vivida-- “La promesa del alba” de Romain Gary y “Sin novedad en el frente”, de Erich Maria Remarque. En “El último enemigo” Richard Hillary cuenta sus trágica experiencia sacrificial como piloto de la RAF --no recuerdo si llegó a ver su libro publicado--. Están las memorias “Adiós a todo eso” de Robert Graves, y por encima de todo, “Tempestades de acero”, de Junger, sobre su experiencia en la primera Guerra Mundial; alguna vez he señalado que la reciente publicación de su diario personal, “Diarios de guerra” que Junger tomaba durante los intervalos entre batalla y batalla, y en los que se basan muy directamente las “Tempestades”, da una oportunidad magnífica para comparar lo que va de la anotación factual y puntual de los hechos a su recreación literaria diez veces corregida y pulida hasta cristalizar en una obra maestra.

Entre los admiradores de “Tempestades de acero” estaba Julien Gracq, inmortal por sus novelas “El mar de las Sirtes” y “Los ojos del bosque”. En su blog Víctor Balcells define muy atinadamente “El mar de las Sirtes” como “una de las cumbres líricas del siglo XX, un canto general de la decadencia de occidente, de la eterna circularidad de la historia y del devenir del género humano.” En cuanto a “Los ojos del bosque”, la historia de un grupo de soldados en un búnker esperando la llegada del enemigo --muy emparentada, como reiteradamente se ha observado, con “El desierto de los tártaros” de Dino Buzzati, sin que se pueda uno decidir por cuál es mejor--, recrea las experiencias del autor como oficial del ejército francés que apenas tuvo ocasión de entrar en combate antes de ser hecho prisionero en las primeras semanas de la guerra, cuando la Wermacht arrolló a los ejércitos franceses.

Pues bien, al igual que Junger, Gracq llevó un diario de guerra, también encontrado por sus herederos y publicado póstumamente, bajo el título de “Manuscritos de guerra” (editorial Días Contados): “manuscritos”, propiamente dicho en plural, porque al diario hay que añadir un primerizo relato sobre esas experiencias, que finalmente, en un tercer paso, cuajaría en “Los ojos del bosque”.

En el prólogo a la edición española de los “Manuscritos”, recién publicados en español, Félix de Azúa señala que “seguir el proceso de perfeccionamiento y acabamiento de un texto de primer orden es fascinante para cualquiera que sienta en profundidad la literatura”. Es verdad. Es lo que digo dos párrafos arriba. Los “Recuerdos de guerra” tienen también el valor de su alusión a la experiencia misma del combate, en escenas como la del teniente Poirier (el verdadero apellido de Gracq) tratando de llevar a su pelotón arrastrándose en silencio mortal a través de las líneas enemigas, tan angustiosamente cercanas que se oyen las conversaciones en alemán, “pásame la mostaza”; escuchando la música alucinante de un gramófono en la plaza de una aldea abandonada a toda prisa, entre los estampidos de las bombas; a la entrada de un pueblo, tratando desesperadamente de amartillar la pistola para hacer frente al sidecar en el que dos soldados enemigos se le vienen encima; o acorralado en un sótano, en la pobre compañía de un cabo, escuchando los pasos de los enemigos en el techo, y tomando la decisión de rendirse en cuanto bajen las escaleras…

Casi al mismo tiempo se ha publicado “¡Escríbelo, Kisch!” (editorial Xordica), de Egon Erwin Kisch (1885-1948), alias “el reportero eléctrico”, notorio periodista comunista de Praga que combatió en la primera Guerra Mundial, en el frente del Este, en la invasión de Serbia. Es un libro en principio peor escrito que todos los demás que hemos citado, pero que a cambio tiene el atractivo de un realismo sin pretensiones especiales de elegancia, en esto un poco como el de Remarque. Abunda también en escenas pavorosas, y en detalles costumbristas que se alternan con escenas dantescas: ahora el robo de un cepillo de dientes o el hambre de dos días sin intendencia, luego el avance por un trigal donde la compañía es segada por las inesperadas ráfagas de una ametralladora enemiga bien colocada.

Cada vez que en su compañía pasaba algo bufo, algo injusto, algo insólito, cada vez que se cometía alguna injusticia flagrante, algún camarada le decía al reportero eléctrico “¡Escríbelo, Kisch!”. Es lo que hizo hasta que pudo retirarse del frente de batalla con el pretexto de una herida. Quizá ni su prosa ni su espíritu eran tan elevados como los de Gracq, pero desde luego los proyectiles a los que se vieron obligados a hacer frente tenían la misma naturaleza letal.