Gonçalo Tavares / LENA PRIETO

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Letras

Gonçalo M. Tavares: "Ya no rezamos a un paisaje natural, sino a un paisaje tecnológico"

El escritor portugués reivindica la capacidad de la cultura para prevenirnos ante la dictadura de las masas y su dominio sobre la opinión pública

12 noviembre, 2018 00:00

En su día, José Saramago dijo de él que, tarde o temprano, recibiría el Premio Nobel. Sin embargo, Gonçalo M. Tavares prefiere hacer caso omiso a estas “predicciones”. Los elogios reconfortan, pero poco más. Para el escritor portugués, nacido en Luanda 1970, lo relevante es la escritura, que él define como un ejercicio de investigación para comprender aquello que se desconoce, para descubrir aquello que se ignora en torno a la naturaleza del hombre. Como dice Enrique Vila-Matas, en el prólogo a El reino, la tetralogía que ahora publica Seix Barral, “Tavares escribe en muchas ocasiones sin saber lo que va a escribir”, en sus libros, “sucede lo que sucede en una conversación ebria: los temas se van por las ramas, observaciones brotan aquí y allá, nuevos personajes aparecen y desaparecen”.

La violencia, la locura, el caos y la búsqueda del orden, la guerra y el poder son algunos de los temas sobre los que Tavares reflexiona en estas cuatro novelas, en las que es imposible no escuchar el eco de autores como Nietzsche, Benjamin, Canetti o Wittgenstein. Desde su búnker, ese espacio de aislamiento en el que se encierra para escribir, Tavares observa con mirada atenta y lúcida el devenir de la humanidad, vuelve su mirada hacia el pasado para tratar de comprender un futuro, que, como él mismo señala, está marcado por la tecnología, una máquina incontrolable de la que todavía desconocemos sus verdaderos peligros. 

–Dice Kierkegaard, a quien usted cita con frecuencia, que solo es posible llevar una buena vida si tenemos un escondrijo. ¿Desde ese escondrijo se ve mejor? 

–No sé si ve mejor, pero sí se ve de una forma distinta. El escondrijo o, como suelo llamarlo yo, el búnker es una forma de huida religiosa. Para mí la escritura necesita de una distancia, pero no me refiero a una distancia filosófica; me refiero a que para escribir es necesario no estar en medio de la confusión. Es importante que el escritor esté alejado para poder tener otro punto de vista y esto significa que el escritor no puede tener opinión sobre cualquier cosa que suceda. La literatura, para mí, es una tentativa de observar mejor, es una forma de investigación, una forma de estudio, de poner hipótesis para intentar comprender. Para ello, es esencial el búnker, que no debe entenderse solamente desde la dimensión espacial, sino también temporal: para mí, el búnker significa estar cuatro o cinco horas aislado del mundo para escribir. Las otras horas del día son para estar abiertos al mundo. 

–La escritura como una investigación… 

–Bueno sí, pero no me refiero a una investigación literaria propiamente dicha. No investigo antes de ponerme a escribir. Cuando hablo de investigación me refiero al momento de la escritura, no al trabajo previo. No se trata de ir a los sitios o de estudiar documentos o libros sobre un determinado tema, para mí la investigación coincide con el propio acto de la escritura. Y es que no entiendo la escritura como el escribir después de saber algo, sino como el escribir porque no sé algo. En otras palabras, la escritura es una revelación, es el proceso de descubrimiento de lo que no sé. Cuando escribo rápido es cuando mi cerebro es menos consciente de lo que hace y esto da más fuerza al texto.

Gonçalo Tavares / LENA PRIETO

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–¿Podríamos hablar de automatismo?

–Sí, un poco. En el momento de la primera escritura, a la que llamo materia bruta, intento no detenerme a pensar en lo que estoy haciendo. Después comienza el proceso de corrección y puedo estar muchos años revisando el texto siendo muy consciente de cómo quiero abordar el material que tengo en las manos. De ahí que muchos de mis textos se han publicado seis u ocho años después de haber sido escritos por primera vez.

–El Reino es una tetralogía en torno al miedo, la guerra, el poder y la locura. ¿Cómo nace este proyecto?

–Comencé escribiendo Un hombre: Klaus Klump y La máquina de Joseph Walser, que son dos novelas que podríamos definir como las dos caras de una misma moneda: la primera gira en torno a la fuerza, a la fuerza del protagonista, mientras que la segunda gira en torno a la flaqueza, a la fragilidad. Mientras Klaus Klump es el hombre que decide, Joseph Walser es el hombre que prefiere dar un paso al lado y optar por no combatir. Ambos personajes, sin embargo, terminan venciendo, si bien con una metodología completamente distinta, con una manera diferente de vivir, pero que les permite a ambos conseguir sus objetivos. Podríamos decir que ambas novelas tienen como escenario la misma fábrica, donde Klaus Klump es el hombre jefe, mientras que Joseph Walser es el funcionario.

–La imagen de la fábrica está directamente enlazada con la de la máquina, concepto clave en su literatura y que tiene que ver con lo tecnológico, pero también con el poder en tanto que maquinaria.

–Sí, esta idea está muy presente en mi obra, especialmente en Aprender a rezar en la era de la técnica. La máquina representa una estructura funcional que no actúa ni de forma humana ni de forma deshumana, porque no tiene ni humanidad ni inhumanidad. La máquina siempre actúa y piensa a partir de otra categoría y esto es lo verdaderamente peligroso. La bondad y la maldad son dos valores ajenos a ella y esto es lo terrible. Para una fotocopiadora es indiferente reproducir una fotografía de una familia o de una sentencia de muerte; sus valores son completamente ajenos a los nuestros. Yo comprendo antes la maldad, que es algo humano, que este cruzar de hombros, pero sin hombros, de la máquina. 

–Sin embargo, si hablamos de la máquina habría que hablar de quién la dirige, de la humanidad o inhumanidad de quien la utiliza y la hace funcionar.

–Lo que comentas abre una gran discusión acerca de hasta qué punto la ética de la máquina tiene que ver con la ética del uso humano. Para mí, sin negar la ética del uso, la máquina tiene otra ética que no depende, sin embargo, de su utilización. Podríamos hablar, de hecho, de una tercera ética. Por ejemplo: un accidente atómico, como el que sufrió Rusia, no tiene que ver directamente con el uso. Claro que podemos decir que una central atómica ha tenido un mejor o peor uso, pero un accidente no responde a una voluntad humana. De hecho, ahora mismo, lo más peligroso no es la voluntad que está detrás del uso de la máquina, lo más peligroso es el accidente. Y ¿qué es un accidente? La propia máquina o la propia tecnología, por el mero hecho de existir, tiene hambre de hacer aquello por lo cual ha sido creada, independientemente de la voluntad humana. Desde un punto de vista utópico-romántico,  se podría pensar que todos los humanos somos muy bondadosos e, incluso así, asumiendo esta utopía, no estaríamos a salvo de las máquinas y de la tecnología, pues hay mucha tecnología que está predispuesta para el accidente. 

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–¿Podríamos decir que el accidente es lo imprevisible, el punto de inflexión que hace virar el curso de la historia?

–Sí, seguramente. Paul Virilio decía que la invención del barco es la invención del naufragio y, por tanto, una nueva invención técnica es una nueva invención de un accidente. De alguna manera, diría que, a partir del Holocausto, la historia ha entrado en un ciclo en el que ya no puede hablarse de repetición. Claro que continuarán existiendo microrepeticiones, pero la barbarie tecnológica-racional que ha supuesto el Holocausto ha introducido en el mundo no solo la posibilidad de ejercer la maldad desde la tecnología, sino la conciencia de que estamos en otro mundo con otros mecanismos.

–¿Podemos hablar de un nuevo paradigma?

–Sin duda. Los filósofos clásicos como Aristóteles y Platón han abordado cuestiones muy similares a las que hoy nos siguen ocupando y preocupando. Lo único que no han comprendido por obvias razones es la tecnología, que ha introducido elementos que son completamente revolucionarios. Según la definición clásica, el ser humano es hijo de un hombre y de una mujer, pero esta definición ya no es válida. Algo parecido sucede con la idea de presencia: estar presente tenía que ver con estar con tus pies en un determinado sitio, pero ahora la idea de presencia requiere una nueva definición, puesto que podemos estar presentes sin estar físicamente en un sitio. Hoy puedo estar en Barcelona y estar virtualmente en China, es decir, hoy la presencia no tiene que ver con el lugar que pisan nuestros pies, sino con la atención: donde está mi atención está mi presencia. Lo que quiero decir con esto es que con la tecnología han cambiado determinados conceptos y, por tanto, determinadas preguntas. A la pregunta dónde estoy o quién soy ya no se puede contestar de la misma manera en la que se ha contestado a lo largo de casi 2000 años. 

–Por tanto, la pregunta que sigue tiene que ver con el lenguaje. ¿Cómo nombrar a partir de este nuevo paradigma?

–Este es el dilema. La respuesta no reside en introducir los nuevos términos que aparecen con la tecnología, sino en ser conscientes de que nuestras lenguas tienen que ser capaces de comprender y expresar los cambios que las tecnologías han aportado al mundo y a nuestra manera de pensarlo y de pensarnos. En Aprender a rezar en la era de la técnica abordo, en cierta manera, esta cuestión: me pregunto qué oraciones pueden definir nuestro tiempo. Desde un punto de vista religioso, las oraciones siempre se han referido a la naturaleza y a sus elementos -cielo, tierra, fuego… –, sin embargo, hoy resultaría extraño mantener estos mismos referentes. Este es el dilema de Lenz Buchman, el protagonista de Aprender a rezar en la era de la técnica: es un prestigioso médico claramente fascista que decide dedicarse a la política y quiere eliminar las oraciones naturales o tradicionales para buscar un nuevo modo de rezo para la era de la técnica. Para él, está muy claro que necesitamos una nueva oración, porque ya no rezamos a un paisaje natural, sino a un paisaje tecnológico. 

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–La búsqueda de un nuevo rezo tiene que ver también con la búsqueda de un orden en un mundo caótico. Esta búsqueda aparece en varias de las novelas de El Reino.

–Sí, es cierto. En El Reino, que podríamos definir como una gran novela compuesta por cuatro episodios, el contraste entre el orden interior o, mejor dicho, el orden que buscan los personajes y el caos exterior está muy presente. En La máquina que Joseph Walser, por ejemplo, la guerra representa este caos. Se trata de una guerra instalada en la ciudad, una guerra descontrolada y, frente a ella, está Joseph que sale del espacio público y se recluye en su casa, donde en lugar de pensar sobre la guerra y sobre lo que puede hacer, comienza una colección de objetos, algo completamente controlable y perfectamente ordenado. Lo paradójico es que gran parte del material que constituye su colección proviene del desorden de la ciudad, proviene de los restos que Joseph recoge en la calle bajo el asedio de la guerra. Con estos materiales de la guerra, Joseph construye una colección pacífica y controlada.

–Y también está el anticuario de Una niña perdida en el siglo XX.

–Sí, cierto y no hay que olvidar a Theodor Busbeck, el personaje de Jerusalén, novela en la que, por un lado, tenemos la locura y, por el otro, el orden. Theodor es un médico que estudia la enemistad entre los pueblos y a través de una ecuación matemática busca poder prever aquello que va a suceder en el futuro. Theodor representa la máxima expresión de la idea del orden, puesto que no solo quiere crear orden en el presente, sino también en el futuro. Frente a esta aspiración está la vida real, que es desordenada y, en su límite máximo, loca. 

–¿Lo incontrolable es algo tan connatural como la maldad humana? 

–Sin duda, de ahí que para mí la ciudad tenga una gran importancia. La ciudad es o debería ser una de las herramientas que tenemos para controlar la maldad. Cuando está bien organizada y no está demasiado concentrada, la ciudad impide la natural maldad del humano, trasmite calma a quienes la habitan, que encuentran su lugar y su función en este espacio de convivencia. La ciudad es una gran máquina que organiza y da sentido a las personas y a sus vidas.

–Sin embargo, esta imagen de la ciudad como espacio de convivencia la encontramos en El barrio y no en las novelas que componen la tetralogía El reino

–La ciudad de El barrio es, en efecto,  una ciudad utópica, lúdica, el opuesto de las ciudades de El reino. En la ciudad de El barrio no hay miedo, sino mucha imaginación. Yo diría que El barrio es, en sí misma, una utopía en la que hombres y mujeres pueden estar en un mismo espacio y, al mismo tiempo, tener un espacio propio sin interferir en el espacio del otro. En la ciudad real, la idea de un espacio propio se vuelve peligroso, molesto. El barrio es el enemigo tranquilo de El reino.

–El espacio propio, entendido como aquel espacio al margen del orden establecido, como ya advertía Foucault, es visto siempre con sospecha. 

–Efectivamente. De ahí la utopía de El barrio, que representa ese sueño en medio de la guerra, ese imaginario capaz de salvarte. Con El barrio quería mostrar la posibilidad de que en medio de la violencia y del miedo el hombre puede imaginar, puede abrirse un espacio propio y salvarse. Este espacio de imaginación es la victoria de la víctima, es la victoria de quien sufre la guerra o la violencia. Pienso, por ejemplo, en un hombre que está a punto de ser fusilado y en su último momento de vida piensa en algo maravilloso, en un escenario de fiesta o de felicidad. Este imaginar sería su último gesto de resistencia, de una resistencia mental frente a la cual la maldad no puede hacer nada. 

–Escuchándole me viene a la mente Mendel el de los libros, la nouvelle de Stefan Zweig.

–Es un relato precioso. Para mí, la cabeza humana es extraordinaria. Hay relatos increíbles de personas que han estado en situaciones extremas y han resistido gracias a su imaginación y al recuerdo. Las buenas cabezas tienen la posibilidad de tener una segunda vida; el cerebro es la última casa del ser humano.

Gonçalo Tavares / LENA PRIETO

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–Esa resistencia del individuo gracias a la imaginación, puede ser también una resistencia colectiva. En otras palabras, ¿la cultura, el pensamiento, la imaginación puede salvarnos colectivamente?

–No tengo ni una visión romántica ni una visión salvadora de la cultura. Pienso que los buenos libros, las buenas películas y el buen arte pueden permitir que las cabezas individuales tengan la capacidad de crear un mundo imaginario. Hay una pobreza exterior material y tangible, sobre todo en determinados países, pero en los países con riqueza material hay, muchas veces, una pobreza de imaginación. La pobreza de imaginación implica no poder construir una segunda vida desde un punto de vista intelectual e imaginativo, implica asumir que solo existe una realidad exterior y material. La cultura impide esta pobreza de imaginación, pero si me preguntas sobre la cultura como resistencia o salvación colectiva, no sabría qué decirte. Diría que la cultura tiene un efecto en el individuo, pero no en el colectivo. Además, me dan mucho miedo las masas, por muy cultas que sean. Frente a una plaza con cinco mil personas muy cultas, muy leídas y muy fan de Tarkovski yo no estaría demasiado tranquilo. La buena cultura lo que hará es prevenirnos contra los movimientos de masas. A este respecto, hay un libro muy interesante, Masa y poder

–Elias Canetti.

–Exacto. Es un gran libro y muy actual. Es terrible observar cómo hoy las masas ya no son solamente materiales, ya no ocupan plazas y calles, son masas que se manifiestan en internet, en las redes sociales y son más incontrolables porque son invisibles y tienen una extraordinaria capacidad de acción. Individualmente, todos los que componen estas masas puede tener muy buenas cabezas, pero el problema aparece cuando se reúnen, cuando se convierten en masa. Lo que ha cambiado con la tecnología es que, ahora, la plaza está vacía y es desde las redes y desde su invisibilidad que las masas dicen una y otra vez “corta la cabeza, corta la cabeza”, como lo haría la reina de Carroll.

–Usted apela al poder de la imaginación y la fuerza que tiene el imaginar historias, inventarlas. En su literatura el yo está casi ausente. En un momento en que, al menos en España, el auge de la literatura del yo es indudable, ¿usted aboga por una literatura que no convierta el yo del escritor en el centro del relato?

–La ficción tiene aspectos muy atractivos, al menos para mí. El primero tiene que ver con la investigación, de la que hemos hablado antes. Yo no veo muy interesante el ocuparme de mí mismo, yo lo que quiero es investigar sobre otros mundos. Por otro lado, para mí la ficción tiene que ver con la posibilidad de situarme en otro lugar del otro. En Aprender a rezar en la era de la técnica, por ejemplo, me interesaba ponerme en la cabeza de un médico que se convierte en un político fascista; me interesaba preguntarme cómo piensa un hombre así, cómo actúa. Esto es para mí la investigación literaria.

En lugar de estudiar la historia del fascismo en Europa, recurro a la ficción para narrar una experiencia individual que me permita indagar y entender, que no comprender, sobre los motivos que llevan a una persona a actuar y a pensar de una determinada manera. Me interesa investigar sobre la naturaleza del hombre, sobre cómo los hombres nos parecemos mucho, aunque no pensemos lo contrario. Normalmente, relacionamos inmediatamente un fascista con la guerra y la violencia, pero un fascista puede disfrutar con la música Mozart como lo hacemos nosotros. Y es que no somos tan diferentes.  Para mí la ficción es la manera de entender lo que harían las personas en tiempos y contextos distintos y no lo que haría yo, pero sí tengo que decir que hay autoficción muy buena. Yo no soy muy de manifiestos literarios; la literatura permite muchas cosas, no es cuestión de decir esto sí o esto no. Lo que sí es cierto es que, a diferencia de España, en Portugal no hay tanta autoficción. 

Gonçalo Tavares / LENA PRIETO

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–En La niña que se perdió en el siglo XX, usted observa cómo en momentos de desesperación y de precariedad, nos podemos cegar por luces “oscuras” de la misma manera que la joven protagonista, perdida en la oscuridad, abre la puerta iluminada en la que está escrito: Auschwitz.

–A mí me interesa mucho investigar hasta dónde las personas están dispuestas a llegar y qué estás dispuestas a aceptar durante y después de un periodo de fragilidad. Una persona que está cuatro años desempleado fácilmente aceptará cosas que otros, en una situación más cómoda y con trabajo, no aceptarían. Una parte de la historia del siglo XX tiene que ver con esto, con la aceptación de determinadas cosas por la situación límite en la que se encuentra el ser humano. Cuando hablo de situación límite me refiero sobre todo a la pobreza, a la extrema pobreza, que sitúa a la persona en una condición de tal fragilidad que se vuelve vulnerable para ser usada de manera maquiavélica. En estado de fragilidad, todos nosotros tenemos que tener mucho cuidado ante esas luces, que son luces oscuras, que nos ofrecen. 

–De ahí su reflexión del auge de los fascismos en momentos de crisis económica.

Efectivamente. Regímenes bárbaros como puede ser el nazismo cogieron fuerza porque, en un primer momento, consiguieron mejorar la economía y, como es el caso de Hitler, disminuir el número de desempleados. Es importante subrayar esto para dejar claro que la economía no puede ser la única referencia en política. ¿Por qué en determinados países la extrema derecha está creciendo? Esta es la pregunta que tenemos que hacernos, pero para hacérnosla no nos tenemos que sorprender sobre cómo es posible que determinadas personas apoyen la extrema derecha y no vean el mal que conlleva.

No nos tenemos que sorprender, al contrario, tenemos que darnos cuenta que estas personas no ven el mal, sino que ven otras cosas. El fascismo más violento consigue convencer mostrando un rostro falso, vendiendo una idea de orden, presentándose como el remedio contra el caos, y muchas personas terminan por convencerse. Por tanto, es una actitud infantil preguntarse cómo es posible que haya gente atraída por la extrema derecha. Lo que tenemos que hacer los demócratas es localizar las aparentes luces de la extrema derecha y denunciarlas como unas luces falsas, como unas luces oscuras, unas luces que tienen nombres tan terribles como Auschwitz, esa puerta del hotel hacia la que se dirige la niña de mi novela. Hay que estar alerta, porque no todas las luces iluminan como nosotros creemos.