
San Agustín. 1650. Philippe de Champaigne. Los Angeles County Museum of Art
Agustín de Hipona: “Señor, hazme casto, pero no aún”
El papa León XIV pertenece a la orden de los agustinos, que se fundó para consagrar a un hombre que creía que el mal no existe, y no existe porque no puede haber sido creado por Dios, incapaz de maldad
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¿Existe el mal? Y si es así, ¿por qué? ¿Es el hombre realmente libre o, si hay un Dios omnisciente, sabe éste de antemano cómo actuará y está por tanto predeterminado? ¿En qué consiste la felicidad y cómo se logra? Son algunas de las preguntas filosóficas que se planteó Agustín de Hipona aunque, como señalan no pocos historiadores, no lo hiciera por interés estrictamente filosófico sino por sus implicaciones para la teología.
Es el mismo Agustín, santo y doctor de la Iglesia católica, que sirvió de inspiración a Inocencio IV para fundar en 1244 una orden religiosa con su nombre. A ella pertenece León XIV. El actual papa mostró la influencia de Agustín ya en su primer discurso, cuando exhortó a los católicos a llevar su fe a los no creyentes, sin descuidar a quienes dentro de la iglesia muestran conductas escasamente ajustadas a sus normas. En tiempos del obispo de Hipona, el imperio romano impuso el cristianismo como religión oficial. Muchos la adoptaron formalmente, aunque siguieran manteniendo costumbres paganas, como había hecho él mismo en su juventud.
Agustín de Hipona nació el 13 de noviembre de 354 en Tagaste, población del norte de África situada en lo que hoy es Argelia. Su padres fueron Patricio y Mónica, mujer dada a las creencias astrológicas, hoy incluida en el santoral católico. A lo largo de su vida lloró muchas veces. Por lo mal que la trataba su marido y por el tarambana de su hijo que, ajeno al cristianismo, prefería la vida que tradicionalmente se ha definido como disoluta.

Agustín de Hipona
Él mismo dice de sí: “Yo, joven miserable, había llegado a pedirte (se dirige a Dios) en los comienzos de la misma adolescencia la castidad, diciéndote: ‘Dame la castidad y continencia, pero no ahora’”.
Cuando la familia lo envió a Cartago para estudiar, Agustín no tardó en ponerse a convivir con una mujer de la que tuvo un hijo (Deodato), fallecido en su primera juventud.
Así lo cuenta: “Hervía con mis fornicaciones y tú (se refiere a Dios) callabas, ¡oh tardo gozo mío!; tú callabas entonces, y yo me iba cada vez más lejos de ti tras muchísimas semillas estériles de dolores con una degradación llena de arrogancia y una inquieta laxitud” (Confesiones).
Los historiadores del pensamiento no acaban de ponerse de acuerdo en si fue el último pensador relevante de la Edad Antigua o el primero de la Edad Media. Emile Bréhier lo incluye entre los latinos de la antigüedad. Copleston, en cambio, lo describe como el arranque de la medievalidad. Probablemente ambas cosas sean ciertas y en su obra se perciban trazos de una y otra época, marcada históricamente por la entrada en Roma de Alarico al mando de los godos, el 24 de agosto de 410.
La caída de Roma influyó en toda la cristiandad que, tras la conversión de Constantino, tendía a identificarse con el imperio. También impactó en Hipona, aunque los “bárbaros” tardarían en llegar allí algunos años. Cuando murió Agustín, el 28 de agosto de 430, la ciudad estaba asediada por la tropas vándalas de Genserico, quien días después entró en Hipona, incendiándola. Las llamas, con todo, respetaron la biblioteca de Agustín.
Sus dos obras más conocidos son las Confesiones, en las que repasa su vida hasta convertirse al cristianismo y ser nombrado obispo de Hipona y La ciudad de Dios, donde contrapone Jerusalén y Babilonia, la ciudad de la salvación y la del pecado. Y lo hace desde un presente en el que, opina, ambas conviven, aunque no duda de que la ciudad de los hombres debe subordinarse a la divina: las leyes sólo son justas si se acomodan a la voluntad de Dios.
Además de la controversia sobre a qué periodo histórico pertenece, los historiadores discuten si formó parte o no de la corriente neoplatónica. Su conocimiento de Platón fue de segunda mano, probablemente a través de la lectura de las Enéadas de Plotino. En aquellos años no se disponía de traducciones latinas de los diálogos platónicos y Agustín no sabía griego o sabía muy poco, según él mismo reconoce: “¿Cuál era la causa de que yo odiara las letras griegas, en las que siendo niño era imbuido? No lo sé; y ni aun ahora mismo lo tengo bien averiguado”.
Polemizar con disidentes
Peter Brown, uno de sus más reputados biógrafos, sugiere que ya entrado en años procuró estudiar algo de griego para poder trabajar con algunos textos, aunque sin lograr un dominio del idioma.
Sí tenía, en cambio, un amplio conocimiento de la lengua latina, forjada en la lectura de los clásicos: Virgilio, Salustiano, Terencio y Cicerón, uno de cuyos textos hoy perdido (Hortensio) le impulsó a interesarse por la filosofía.
Pero la obra de Agustín de Hipona no se limita a los libros citados y otros más que compuso. Son relevantes también los escritos dedicados polemizar con cristianos disidentes o con no cristianos. Hay casos en los que aborda la discusión en forma de discurso amplio y detallado, por ejemplo, en Contra Académicos, uno de sus primeros escritos, dedicado a combatir un cierto neoplatonismo que rozaba el escepticismo. En otros, en cambio, sus intervenciones son epistolares. Así, las críticas a los maniqueos (secta a la que perteneció en sus años jóvenes), los donatistas y los pelagianos.
Los maniqueos sostenían la existencia de dos principios contrapuestos: el del bien y el del mal. Tras unos años de seguimiento, Agustín decidió que eran incapaces de despejarle las dudas que se le iban planteando.
Poco antes había abandonado Cartago para instalarse en Roma primero y en Milán más tarde, como maestro de retórica. Fue en Milán donde conoció al obispo Ambrosio quien, con el tiempo, acabaría bautizándolo como cristiano, coincidiendo con la pascua del año 387.
Previamente, ya convencido de que el cristianismo le aportaba más respuestas que otras creencias, se retiró con unos amigos a una casa de campo cerca del lago Como y allí, cuenta, oyó un día la voz de un niño que le insistía: “Tolle, lege” (Toma, lee). Entró en el edificio, donde “yo había dejado el códice del Apóstol (Pablo de Tarso). Lo tomé, lo abrí y leí en silencio el primer capítulo que se me vino a los ojos, que decía: No en comilonas y embriagueces, no en lechos y en liviandades, no en contiendas y emulaciones sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no cuidéis de la carne con demasiados deseos” y “seguía así: recibid al débil en la fe”. Lloroso y convencido de haber encontrado su camino, se lo comunicó a su madre que “se llenó de gozo”.
Ya bautizado decidió volver a Cartago y fundar allí una especie de monasterios, inspirados en los creados en Egipto por Antonio Abad, proyecto que decayó cuando fue ordenado obispo de Hipona.
El primer problema serio con el que se topó fue la presencia dominante de los donatistas. Se trataba de una secta cristiana fundada a partir de las enseñanzas de Donato, que había sido poco antes obispo de Cartago.
¿Buenas acciones?
Los donatistas hablaban púnico y rechazaban el uso del latín, al tiempo que marcaban distancias con el poder imperial. Sostenían que cuando un ministro de Dios mostraba un comportamiento inadecuado, contaminaba y devaluaba los sacramentos que impartía.
Agustín mostró repetidamente su voluntad de diálogo con los donatistas y frenó la tentación del poder político de imponer la verdad con la espada. Al final aceptó que fuera el ejército imperial quien estableciera la verdad religiosa, liquidando a los herejes.
Por esta vía justifica Agustín la guerra justa: se trata de elegir el mal menor, asumiendo una muy libre interpretación del “no matarás” retomada más adelante por Tomás de Aquino.
Los pelagianos afirmaban la libertad plena del hombre y su capacidad para salvarse y negaban la transmisión del pecado original. Esto cuestionaba claramente el papel de la gracia divina, propugnado por Agustín. Esta insistencia en el papel de la gracia otorgada por Dios fue utilizada en algunos monasterios para negar la necesidad de las buenas acciones e incluso de la obediencia a la autoridad eclesial.

Portada del libro de San Agustín
Basándose en esta doctrina, algunos monjes dejaron de trabajar y sostuvieron que no tenían por qué aceptar las órdenes ya que, si sus voluntades dependían de Dios, el abad debía abstenerse de reñirles y contentarse con rezar por su salvación. El propio Agustín relata: “Hubo una vez un hombre en un monasterio que, cuando amonestado por los hermanos por hacer algo que no debiera haber hecho y por no hacer algo que sí debiera haber hecho, replicó: ‘Sea como fuere en este momento, seré lo que Dios sabe que seré’”.
Este asunto chocaba de lleno con las tesis sobre el mal defendidas por Agustín. Para él, el mal no existe. Y no existe porque no puede haber sido creado por Dios, incapaz de maldad. El mal es fruto del pecado del hombre, apartamiento del bien, que es Dios. Es dejar de hacer, nada.
Las tesis agustinianas sobre el bien y el mal serán retomadas en el siglo XX por Martin Heidegger, para quien el ser es y el no ser (el mal de Agustín) no es. El mal es, para ambos, la nada. Y no podría ser de otra forma porque Dios no puede hacer el mal ni siquiera indirectamente.
¿Cómo supera el hombre su tendencia al pecado? Por la gracia de Dios. Y la gracia, como su propio nombre indica, es otorgada, en contra de lo que proponía Pelagio.
El hombre es libre de hacer el mal, es decir, de dejar de hacer el bien, cuyas normas conoce porque se hallan en su interior. Esta propuesta ha servido de base para defender el neoplatonismo de Agustín, ya que evoca la teoría de la reminiscencia platónica, sólo que en vez de un mundo de las ideas verdaderas, él sitúa las verdades a conocer en la mente de Dios, que es capaz de iluminar la razón humana y llevarla al conocimiento.
Preparar el infierno
Esto no significa negar la validez de los datos sensoriales, pero sí asumir que éstos remiten a un conocimiento de lo contingente sobre el mundo. Sólo Dios es capaz de arrojarnos luz sobre las verdades universales y eternas que escapan a la limitación de los sentidos. El papel de la razón está siempre subordinado a la revelación.
El conocimiento sensorial da cuenta del mundo, que él nunca puso en duda. Pero sí cuestionó la existencia del yo para afirmar que esa misma duda es la garantía de su existencia. Si dudo, existo, sostenía. La fórmula será retomada siglos más tarde por Descartes: pienso, luego existo. Pero hay una importante diferencia. Para Descartes el pensamiento garantiza la existencia del yo y del mundo; Agustín no basa la ontología en el pensar porque no cuestiona el ser de un mundo que, además pregona la grandeza divina y prueba la creación.
Un Dios que creó también el tiempo. ¿Qué es el tiempo? Se pregunta, y responde que sabe en qué consiste, pero es incapaz de definirlo. En cualquier caso, el tiempo es posterior a Dios que es su creador y para quién no hay pasado ni futuro: todo es un perpetuo presente. Entonces, ¿qué hacía Dios antes de crear el tiempo?, se preguntó. Y la respuesta muestra su sentido del humor: preparaba el infierno para los que quieren saber demasiado.