La vigencia de Hannah Arendt: judía errante
- La filósofa, autora de obras como Los orígenes del totalitarismo y La condición humana, vuelve a estar presente en el debate público tras señalar que una sociedad de masas ya no requiere la cultura y se conforma con el pasatiempo
- Schopenhauer: el pesimista solitario que fascina de nuevo
En una de las primeras notas al artículo Verdad y política, Hannah Arendt cita a Hobbes y a Aristóteles. No es casualidad. Son dos autores que, en cierto sentido, tuvieron como ella vidas errantes. Hobbes huyó de la revolución inglesa que acabó con un rey decapitado; Aristóteles, que era macedonio, abandonó Atenas tras la muerte de Alejandro, temeroso de que la ciudad fuera capaz de condenar a muerte a otro filósofo, como ya había hecho con Sócrates.
Arendt, que era judía, se exilió de Alemania en 1935, tras haber sido detenida en Berlín. Buscaba sobrevivir, porque si su amante, Martin Heidegger, había escrito que el hombre es un ser para la muerte, ella reivindicaba que lo es para la vida. Estaba convencida de la importancia de vivir, de ahí que escribiera en su diario: "Todo sucede como si, desde Platón, los hombres no pudieran tomarse en serio el hecho de haber nacido, sino tan sólo el hecho de morir". Al sentirse perseguida y marginada por sus orígenes, se descubrió a sí misma como judía y como errante, desarraigada, expulsada de su propia tierra y hasta de su idioma nativo.
Entre 1935 y su fallecimiento repentino en 1975, Arendt viajó constantemente por medio mundo. Tenía casa en Nueva York (donde vivían también su madre y su segundo esposo, Heinrich Büchler), pero su mejor amigo (el filósofo alemán Karl Jaspers) se había instalado en Basilea después de que los nazis le prohibieran enseñar y publicar por estar casado con una mujer judía, y Heidegger permanecía en Freiburg.
La banalidad del mal
Otros amigos (Hans Jonas, Gershom Sholem), habían optado por Palestina; una de sus mejores amigas residía en París, y su hermanastra, en Londres. Ella, con el afecto dividido y dispersado, daba clases en universidades estadounidenses de ambas costas y del interior, al tiempo que viajaba para impartir conferencias o participar en coloquios diversos y, entre unas y otros buscaba un hueco para visitar a quienes quería. Tuvo una vida difícil, tal vez no apasionante, pero la vivió de forma apasionada.
Sus dos obras más importantes son Los orígenes del totalitarismo y La condición humana. En ellas analiza la historia del siglo XX con la intención de formular una teoría política explicativa. Pero el texto que le dio mayor fama fue el conjunto de reportajes elaborados para el New Yorker sobre el juicio de Adolf Eichmann, editados en libro con el título de Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal.
Arendt defendía que el mal generado por los nazis necesitó de la decidida colaboración de miles de personas que no tenían conciencia de hacer el mal: cumplían órdenes. “Cuando hablo de la banalidad del mal lo hago solamente a un nivel estrictamente objetivo, y me limito a señalar un fenómeno que, en el curso del juicio, resultó evidente. Eichmann carecía de motivos, salvo aquellos demostrados por su extraordinaria diligencia en orden a su personal progreso”, escribió.
La cualidad de judía
La expresión “banalidad del mal” alude a la banalidad de los colaboradores, a su inconsciencia. Toma pie en lo que Kant llamaba “el mal radical” que es, según escribió Arendt en su diario, “lo que no hubiera debido producirse, aquello con lo que uno no puede reconciliarse, aquello que bajo ninguna circunstancia se puede aceptar como un destino y aquello frente a lo que tampoco podemos callarnos o pasar de largo". Sin olvidar que “quienes eligen el mal menor olvidan rápidamente que están escogiendo el mal”.
Planteaba dos asuntos que resultaron muy polémicos: por qué las víctimas se sometieron sin apenas resistencia y el papel de los consejos judíos, a los que acusaba de haber colaborado con el nazismo y facilitado las deportaciones.
Verdad y política fue escrito como respuesta a las acusaciones que se le hicieron y que llegaron a convertirse en portada de la revista Le nouvel observateur: “¿Es nazi Hannah Arendt?”, se preguntaba el semanario. Ni nazi ni sionista. Se consideraba judía. “Mi cualidad de judía es uno de los hechos reales indiscutibles de mi vida y jamás he deseado cambiar o desmentir hechos de este tipo”, señaló.
Laure Adler (Hannah Arendt, una biografía) escribe: “Hannah es y se declara judía porque fue reconocida como judía, clasificada como judía y expulsada del mundo corriente por ser judía (...) designada como judía por los nazis. Destinada a dejar de pertenecer a la humanidad”.
El amante Heidegger
Aunque acabó defendiendo la existencia de Israel (durante años prefirió hablar de Palestina) promovía la convivencia entre árabes e israelíes, aún sabiendo que ninguna de las dos partes estaba por la labor.
Hannah (Johannah) Arendt había nacido en Hannover en 1906, en el seno de una familia judía escasamente practicante. A los tres años se trasladó a Königsberg (donde vivió Kant y hoy población rusa llamada Kaliningrado). Pronto fallecieron su padre y su abuelo y ella quedó a cargo de la madre, simpatizante de la izquierda espartaquista y antibelicista de Rosa Luxemburg, a quien Hannah dedicaría un texto años más tarde.
Fue a la Universidad de Berlín y posteriormente se trasladó a Marburgo donde impartía clases un joven profesor llamado Martín Heidegger, con quien acabaría intimando emocional e intelectualmente. Mantuvieron la relación física y epistolar durante casi toda la vida, con el paréntesis forzado de su exilio, que coincidió con el periodo en el que Heidegger colaboró con el nazismo.
Heidegger dejó incluso de visitar a Jaspers, con quien había mantenido una relación estrecha. Sin embargo, en una carta a Arendt de 1933 sostiene que nunca fue antisemita (Correspondencia 1825-1975, editada en Herder por Ursula Ludz. Faltan las cartas escritas por ella en los primeros años, destruidas por Heidegger para que no fueran leídas por su mujer).
Dos totalitarismos
En julio de 1933 salió clandestinamente de Alemania para instalarse en París, donde conoció a su segundo marido, exiliado también, con quien se casó en 1940. Fue un fogonazo. En cosa de meses se divorció de Günther Stern (quien firmaba Anders, para poder publicar ocultando su origen judío) y se casó con Heincrich Blücher, un comunista autodidacta con quien compartió el resto de su vida y que le sirvió de estímulo e inspiración constante.
Tras escapar de un campo donde fueron encerrados por los franceses al inciarse la II Guerra Mundial, juntos lograron llegar a Estados Unidos en mayo de 1941, en un recorrido muy similar al que proyectaba y no logró efectuar su amigo Walter Benjamin.
En 1951, obtuvo la nacionalidad estadounidense, el mismo año en que publicó Los orígenes del totalitarismo. Arendt reflexiona en el libro sobre su experiencia directa del nazismo, pero también sobre el estalinismo soviético.
En ambos casos se impone una idea superior que justifica los comportamientos represivos. Para los nazis, se trata del racismo, como ley de la naturaleza, mientras que el estalinismo parte de las leyes de la historia que prefiguran, se supone, el progreso.
Los dos totalitarismos proceden a despojar al individuo de su identidad. “Lo específico del totalitarismo viene dado por el protagonismo de las masas, el cual, a su vez, tiene su raíz en una determinada experiencia, característica del mundo contemporáneo”, resume Manuel Cruz en el prólogo a la edición española de La condición humana.
Persigue anular el sentido de pertenencia que los partidos vinculaban a las clases sociales, disolviendo al individuo en la masa, en lo amorfo. “Lo que define a las masas es precisamente ese ser puro número, mera agregación de personas incapaces de integrarse en ninguna organización basada en el interés común”. El totalitarismo no busca la “dominación despótica sobre los hombres, sino un sistema en el que los hombres sean superfluos”.
El progreso, un valor exagerado
Y, desde luego, desprovistos de pensamiento moral. “En una sociedad totalitaria se supone la aceptación de los principios del régimen”. El individuo se hace masa. Incluso el burgués pierde su condición y termina convertido en consumidor. “Se dice con frecuencia que vivimos en una sociedad de consumidores, y puesto que labor y consumo no son más que dos etapas del mismo proceso, impuesto al hombre por la necesidad de la vida, se trata tan sólo de otra manera de decir que vivimos en una sociedad de laborantes” alienados.
Arendt distingue tres actividades del hombre: la labor, que tiene que ver con las acciones encaminadas a la pervivencia; el trabajo, que modifica y adapta el entorno, y la acción política, que establece los modos de relación en la convivencia.
Es en este tercer tipo de actividad donde cabe hablar de libertad. Labor y trabajo, en cambio, pertenecen al ámbito de la necesidad. El hombre tiende a liberarse de ella y proyecta utopías liberadoras, pero “hay un largo camino entre la gradual disminución de las horas de trabajo, que ha progresado de manera constante desde hace casi un siglo, y esta utopía”. Y por el camino “se ha exagerado el valor del progreso, ya que se midió tomando como base las inhumanas condiciones de la explotación que prevalecían durante las primeras etapas del capitalismo”.
Lo que verdaderamente se ha logrado es una sociedad de masas, precisa Arendt, que ya no requiere la cultura y se conforma con el pasatiempo. El resultado no es una desintegración sino una putrefacción y los promotores de la situación son una clase particular de intelectuales "cuya función exclusiva es organizar, difundir y modificar los objetos culturales” para el consumo de la masa.
La manipulación de los hechos
Aunque no está formulada de modo explícito, Arendt trabaja con una visión de la historia en la que no se niega la acción humana, pero sí la capacidad de proyectar en el tiempo. Pensando en William Faulkner, sostiene que los actores viven la historia, pero quienes le dan forma y sentido son los narradores. La historia real carece de autor.
Esto no implica negar la existencia de la verdad y la mentira. Pero en una sociedad de masas, la verdad tiende a verse superada por la opinión. “La verdad factual, si se opone al provecho o placer de un determinado grupo, es recibida hoy con una hostilidad mayor que nunca”.
En la sociedad de masas, hija del libre mercado, se procede sin disimulo a manipular los hechos por parte de “los creadores de imagen y la política gubernamental”. Con ello no se pretende “mejorar la realidad, sino sustituirla. Y gracias a las técnicas modernas y los medios de comunicación, este sucedáneo es mucho más visible para el público de lo que jamás fue su original”.
Así que la “libertad de opinión es una frase si no se garantiza la información objetiva y no se aceptan los hechos mismos”, porque “¿acaso un embustero no se agarra a sus mentiras con gran valor, sobre todo en el terreno de la política, donde puede estar motivado por el patriotismo o por otra clase legítima de parcialidad grupal?”.
La soledad del filósofo
El presente sugiere que Hannah Arendt fue una pesimista profeta, pero no. Una vez que se le preguntó por qué había decidido estudiar filosofía, respondió: “Para mí la cuestión es más bien ésta: puedo estudiar filosofía o puedo tirarme a un río. No es que yo amase la vida, no, no era eso. Era el tener que comprender”. Una voluntad de comprensión que, como apunta Fina Birulés, es lo específicamente humano. En positivo. De ahí que en su estudio comparativo sobre la revolución francesa y la norteamericana, sostuviera que la segunda es la verdaderamente liberadora; la primera está lastrada por el resentimiento generado por la opresión social.
Superviviente de persecuciones, pensadora frente a quienes pretendían aniquilar el pensamiento y convencida de la propuesta socrática según la cual es mejor sufrir una injusticia que cometerla, sostuvo las posibilidades de una visión crítica de la realidad que contribuya a su transformación y mejora: “Entre los modos existenciales de la veracidad sobresalen la soledad del filósofo, el aislamiento del científico y el artista, la imparcialidad del historiador y el juez, y la independencia del investigador, el testigo y el periodista”.
El reto está servido.