Cronenberg, profeta de 'La Nueva Carne'
El director canadiense, maestro del cine fantástico y del 'bloody horror', donde explora las angustias contemporáneas, recibe un premio en San Sebastián y estrena con 80 años 'Crímenes del Futuro'
20 septiembre, 2022 20:00En 2021 ganó la Palma de Oro en el Festival de Cannes, envuelta en un gran revuelo, una película extrema: Titane. La retorcida trama se centraba en una joven andrógina y psicópata, a la que tras un accidente automovilístico le implantaban una placa de titanio en el cráneo. La chica suplantaba al hijo muerto de un jefe de bomberos, empeñado en creerse la burda patochada de que su vástago desaparecido años atrás había vuelto. Lo más comentado de la propuesta fue la escena en la que la protagonista mantenía relaciones sexuales con un enorme coche tuneado (como lo oyen, no estoy desvariando) ¡del que además quedaba embarazada!
¿Genialidad o delirio? Que detrás de las cámaras estuviera una mujer, la francesa Julia Ducournau (que ya había mostrado su afición a las emociones fuertes con Crudo) aumentó el impacto. Si empiezo este artículo sobre David Cronenberg hablando de una película que no es suya es porque esta y otras muchas difícilmente existirían si antes él no hubiera puesto patas arriba géneros como la ciencia ficción y el horror, llevándolos a unos territorios inexplorados.
El cineasta canadiense, uno de los nombres más relevantes del fantástico y del cine contemporáneo en general, es quien plasmó en la pantalla lo que se denominó La Nueva Carne, expresión que aparece en su película Videodrome –“Larga vida a la nueva carne”– y que ha dado pie hasta a libros de filosofía. Este concepto explora el llamado body horror, la mutación corporal, la conexión entre cuerpo y mente psicótica, los vínculos entre mutilación y sexualidad, y la fusión de cuerpo y máquina. Modos de expresar visualmente angustias contemporáneas.
Cronenberg ha forjado una de las imaginerías más perturbadoras del cine de terror contemporáneo, pero no es un mero dispensador de gore para solaz de aficionados a la casquería en el cine, sino que partiendo de este género va mucho más allá de él. Estos días a Cronenberg el Festival de San Sebastián le entrega un premio a toda su carrera y, con casi ochenta años, estrena Crímenes del futuro, en la que parece decirle a Ducournau: ¿Te crees que has ido más lejos que yo? Espera y verás.
Cronenberg no estudió cine sino literatura, y se interesó antes por las artes plásticas que por las películas. Todo esto se nota en sus primeros pasos como cineasta, que arrancan a mediados de los sesenta del siglo pasado con varios cortometrajes rodados en Toronto, su ciudad natal. El salto al largometraje se produce a finales de esa década, con dos propuestas experimentales, aunque ya con elementos de ciencia ficción y horror. Estas dos películas, que apenas tienen repercusión fuera de Canadá, son Stereo (1969) y Crimes of the future (1970), que no tiene ningún vínculo con su obra más reciente, aparte de la coincidencia en el título.
Cinco años después de estos iniciales pinitos vanguardistas, cambia de registro, manteniéndose dentro del terror y la ciencia ficción. Dirige dos películas que lo lanzan al mercado internacional. Vinieron de dentro de… (1975) y Rabia (1977) son obras de bajo presupuesto, en la línea del cine de explotación que se hacía en esta época, en que la desaparición de la censura llenó las pantallas de violencia y sexo explícitos. Sin embargo, en ellas ya están presentes las obsesiones que configurarán el cine posterior de Cronenberg: en ambas hay mad doctors que llevan a cabo experimentos con nefastas consecuencias.
En la primera aparecen unos parásitos que penetran en el cuerpo y se contagian a través del contacto sexual; en la segunda, el uso de una técnica de cirugía estética experimental en una accidentada la convierte en una suerte de vampiro dotado de un aguijón que se extiende desde su axila. Body horror, mutación corporal, implantes, ansia sexual destructora: temas que van a ser nucleares en el cine de Cronenberg, expresados aquí con una tosquedad que tiene su encanto y actores pésimos.
Dos curiosidades: en Vinieron de dentro de… la única presencia destacable, en un pequeño papel, es la de la actriz inglesa Barbara Steele, todo un guiño para cualquier aficionado al género, porque se convirtió en una figura de culto por sus trabajos en Italia con especialistas en el género como Mario Bava y Ricardo Freda (también con Fellini, aparece en 8 ½). En Rabia la protagonista es nada menos que Mariryn Chambers, estrella porno famosa por una de las obras más célebres del llamado porno chic de los setenta, Detrás de la puerta verde (de los inefables hermanos Mitchell, cuyas épicas andanzas en el negocio del sexo acabaron en fratricidio).
En esta época, claro, la crítica sesuda y seria despreciaba a Cronenberg, pero los aficionados al género ya detectaban que estaba emergiendo un cineasta talentoso y en la edición de 1975 del Festival de Cine Fantástico y de Terror de Sitges gana el premio a mejor director por Vinieron de dentro de… Esta etapa inicial se completa con la obra más impersonal del director, Tensión en el circuito (1979), una película de encargo sobre de carreras de coches que aceptó rodar porque era aficionado al tema y sobre todo porque tenía perentoria necesidad de dinero para alimentar a su familia.
En el mismo 1979 insiste en el terror con Cromosoma Tres, una propuesta que todavía tiene un aire de cinta de explotación de bajo presupuesto, pero ya cuenta con actores de renombre internacional, aunque no estén en el momento álgido de sus carreras: Oliver Reed y Samantha Eggar, En ella el director ya maneja con soltura las obsesiones y el imaginario que configuran su universo. De nuevo tenemos a un mad doctor, en este caso un turbio psiquiatra que aplica una técnica llamada psicoplasmia, por la que la perturbada paciente da entidad corpórea a su odio engendrando como una abeja reina unos vástagos que llevan a cabo sus impulsos asesinos.
Psique y cuerpo interactuando de un modo enfermizo: este es el territorio Cronenberg. La escena final que muestra a la protagonista con uno de sus fetos generó tal impacto que en varios países se censuró. Esta película y las que vienen inmediatamente después son lo mejor de Cronenberg, porque mantiene todavía un arraigo desacomplejado con los códigos del terror y al mismo tiempo está forjando unas señas de identidad muy reconocibles, que lo acabarán llevando a desbordar el género.
En Scanners (1981) sigue explorando los experimentos de científicos locos y añade conspiraciones de altos vuelos y telequinesis (de moda desde Carrie y La furia de Brian de Palma). Aquí tenemos un colectivo de individuos mutantes con capacidad para controlar voluntades y las poderosas facciones que tratan de reclutarlos. Cronenberg consiguió una imagen icónica en la escena en que uno de los scanners hace estallar la cabeza de la persona que tiene al lado. Estamos en una época en que no existían todavía los efectos digitales, todo era analógico y una imagen de este tipo era de difícil ejecución y tenía un impacto que hoy –en que todo es posible– ya no se consigue. La película tuvo tanto éxito que dio pie a varias secuelas, muy malas y con las que Cronenberg no tuvo ninguna vinculación.
En estos años el director va formando un equipo fijo que se mantiene con pocas variaciones a lo largo de toda su filmografía. El músico Howard Shore hará todas sus bandas sonoras desde Cromosoma 3, el montador Ronald Sanders empieza a trabajar con él en Scanners y sigue hasta hoy, mientras que en la fotografía el colaborador inicial es Mark Irwing, al que a partir de Inseparables sustituye Peter Suschitzky.
Tras Scanners llega la que tal vez sea la cumbre de Cronenberg, o al menos la que mejor destila todas sus obsesiones: Videodrome (1983) es una de esas obras que tiene el extraño mérito de saber leer los tiempos e incluso anticipar a lo que vendrá. El protagonista es el propietario de un sensacionalista canal de televisión especializado en sexo y violencia, que da con un enigmático programa pirata que muestra brutales escenas de sexo, torturas y muerte al modo de las películas snuff, es decir que lo que se ve es, al parecer, real.
Detrás de ese programa hay mucho más de lo que parece, hay toda una filosofía, manipulación a gran escala. Por medio aparece una psiquiatra con impulsos sadomaoquistas (interpretada por Debbie Harry, la cantante de Blondie) y finalmente pantalla y cerebro, vídeos, armas y cuerpo se fusionarán. Hace su aparición el concepto de la Nueva Carne, la fusión de cuerpo y máquina. Sobre este tema hay una película japonesa insuperable, Tetsuo (1989) de Shinya Tsukamoto, mezcla de cine de vanguardia y horror gore, rodada en blanco y negro y 16 mm., sin apenas presupuesto. En ella, un hombre atropellado por un coche ve cómo su cuerpo se va transformado en metal.
En Videodrome Cronenberg aborda a través del género de terror el consumo de telebasura, la hipersexualización, el poder vampírico de las imágenes catódicas, el estado terminal de la sociedad capitalista. Con esta película se produce un problema que perseguirá al director: sus propuestas más radicales no siempre encuentran un público masivo (aunque ahora sí hasta la crítica menos espabilada empieza a entender que está ante un cineasta importante).
Estos fracasos comerciales, lo llevaban a aceptar proyectos más mainstream en los que puede incorporar pinceladas de su marca personal, pero trabajando dentro de unos códigos más digeribles para el gran público. Es lo que hace en sus dos siguientes películas, que son adaptaciones y se mueven en terrenos del terror menos extremos: La zona muerta (1983), que parte de una novela de Stephen King y juega de nuevo con la telequinesis y los poderes mentales, y La mosca (1986), puesta al día de un clásico del cine de serie B de los años cincuenta. La mutación corporal que sufre el científico protagonista se leyó en su día como una metáfora del sida, que en aquel entonces era una enfermedad temida y en expansión.
Por contra, con Inseparables (1988) vuelve a escenificar sin cortapisa alguna su universo personal. Dos ginecólogos gemelos y una paciente forman un mórbido triángulo que permite al cineasta un despliegue de parafernalia médica, con extraños instrumentos quirúrgicos y la omnipresencia del color rojo (como en Pofondo Rosso de Dario Argento). Con la combinación de body horror y perturbación psíquica, la película es un canon de las obsesiones de Cronenberg y una clara muestra de que el director trasciende el género de horror para llevarlo a una dimensión autoral con ricas lecturas intelectuales y filosóficas (en un ejercicio similar al que aplica Lynch al fantástico).
La década de los noventa arranca con la adaptación de William Burroughs, autor que obsesionaba a Cronenberg desde su juventud, pero que resulta mucho más complejo de llevar a la pantalla de Stephen King. El almuerzo desnudo (1991) pone en escena el imaginario de un escritor que tiene muchos puntos en común con Cronenberg: alteración de la conciencia, cuestionamiento de la moral imperante, búsqueda de sexualidades alternativas, teorías conspiranoicas sobre el poder establecido y violencia (la película introduce el episodio de la vida de Burroughs en que jugando a Guillermo Tell mató de un disparo a su mujer, Joan Vollmer). Sin embargo, la novela, que carece de una estructura convencional y divaga con aires surreales entre la Interzona y los delirios inducidos por la droga, es casi imposible de llevar a la pantalla y Cronenberg sale airoso solo a medias.
Sigue otra adaptación, M. Butterfly (1993), en este caso de una pieza teatral de David Henry Hwang. Basada en hechos reales, cuenta la inusual historia de amor entre un diplomático francés en Pekín y una cantante que resulta ser un hombre y además espía. En apariencia es un material que se aleja de los intereses del cineasta, que sin embargo se postuló para dirigirlo y acabó sustituyendo al director previsto en un principio, Peter Weir. Aunque aquí no hay ni horror ni mutaciones, sí hay una historia de sexualidad ambigua y de manipulación psicológica; de modo que en realidad no se aleja tanto de las obsesiones de Cronenberg, a las que da rienda suelta en su siguiente proyecto, Crash (1996).
De nuevo es una adaptación, pero de un escritor muy afín, el británico J.G Ballard, uno de los clásicos contemporáneos de la ciencia ficción. La trama, centrada en un grupo de perturbados que, en un futuro próximo, encuentran placer en provocar choques de coches y sufrir amputaciones, plantea una nueva sexualidad alternativa y sadomasoquista e insiste en el tema de la Nueva Carne. El problema es que los planteamientos extremos que puede funcionar en una novela espoleando la imaginación del lector no siempre se trasladan bien a la pantalla y la película, con toda su ambición, bordea a ratos lo ridículo.
A continuación, rueda EXistenZ (1999), que aunque parte de un guión original escrito por él, bebe de otro grande de la ciencia ficción contemporánea, Philip K. Dick (de hecho, Cronenberg trabajó largamente en la adaptación de Desafío total, que abandonó por diferencias con el productor y acabó dirigiendo Paul Verhoeven). La película explora la realidad virtual, a partir de un videojuego que empieza a generar problemas, y reflexiona sobre realidades paralelas o distorsionadas. Insiste en este tema, pero desde un planteamiento diferente, sin elementos de ciencia ficción, en Spider (2002), adaptación de una novela de Patrick McGrath, protagonizada por un esquizofrénico que, liberado del manicomio, regresa al East End y se enfrenta a los demonios del pasado.
Ni esta, ni ninguna de las películas de los noventa, funcionaron bien en taquilla, de modo que Cronenberg se vio forzado a aceptar encargos menos personales, que resolvió de forma impecable. Es el caso de dos eficaces thrillers: Una historia de violencia (2005), adaptación de una novela gráfica, y Promesas del Este (2007), en las que el director maneja con maestría la tensión y la gradación de una violencia extrema. De algún modo, estas películas demuestran –como sucedía con Una historia verdadera en el caso de David Lynch– que ante un material de entrada más convencional, que no le permite desplegar sus características más idiosincrásicas, es capaz de hacer buenas películas con mucho oficio.
A la misma categoría pertenece en buena medida la extraordinaria Un método peligroso (2011), que relata el enfrentamiento entre Freud y Jung en el caso de una de las pacientes de histeria más célebres, Sabine Spielrein. Si bien gran parte del mérito de la película se debe a la pieza teatral de Christopher Hampton que adapta, con guión del propio dramaturgo, Cronenberg hace suyo el material y explora los misterios de la psique perturbada y la batalla de egos de los dos psicoanalistas. También es una adaptación Cosmopolis (2012), en este caso de una novela de Don DeLillo, autor tan difícil de adaptar como Burroughs o Ballard. El material es más próximo a la sensibilidad de Cronenberg, que retrata el capitalismo salvaje y terminal con pinceladas satíricas y toques fantásticos, a partir de un recorrido en limusina por una ciudad sumida en el caos. La sátira asoma también en Maps to the Stars (2014), que parte de un guión original de Bruce Wagner para adentrarse en el desquiciado mundo de las estrellas de Hollywood con personaje a cuál más perturbado.
En 2016, ante las dificultades para encontrar financiación para sus proyectos más personales, da el salto a la novela con Consumidos (está publicada en Anagrama), en la que aboca todas sus obsesiones con un resultado no del todo satisfactorio. Y así llegamos a Crimes of the Future (2022), en la que vuelve al cine, con toda potencia, el Cronenberg más autor, a partir de un guión escrito a finales de los noventa que por fin ha podido rodar. La película puede leerse como un compendio y acaso como un cierre, porque es probable que el cineasta, ya casi octogenario, no vuelva a ponerse tras las cámaras. Este proyecto es el broche que remata y culmina el imaginario configurado en las películas más personales del director: Cromosoma Tres, Videodrome, Inseparables, Crash…
Nos situamos en un futuro distópico, en una ciudad costera frente a la que se acumulan cascos de barcos en proceso de oxidación. Un escenario apocalíptico, en el que la mayoría de seres humanos ya no sienten dolor. Ahí actúan dos artistas de la performance que crean órganos a partir de las mutaciones y tumoraciones engendradas por el cuerpo de uno de ellos. De nuevo aparece una parafernalia de inquietantes artefactos y la idea –explicitada en los diálogos– de que en este mundo la cirugía es la nueva sexualidad (si pensamos en los adictos a la cirugía estética, tal vez resulte que Cronenberg es un visionario).
La película, que arranca con una secuencia extrema, no hace prisioneros, no es apta para pusilánimes. Es Cronenberg condensado y elevado a la enésima potencia. Acaso su despedida del cine, en el que ha dejado una huella indeleble. Su influencia va más allá de la pantalla y se puede rastrear en la literatura y el arte.Para cerrar, apuntamos tres cortometrajes que se pueden ver en YouTube y que son un buen resumen de su universo: el primero, de 2007, forma parte de la película colectiva A cada uno su cine y se titula El suicidio del último judío del mundo en el último cine del mundo. El protagonista es el propio Cronenberg (que es judío) filmado en el vetusto lavabo de un cine mientras se prepara para pegarse un tiro, mientras una pareja de dicharacheros comentaristas televisivos analizan la jugada.
Humor negro, muy negro y guiño al final de las salas del cine. El segundo es más inquietante: The Nest (2014), el plano fijo de una mujer que habla con un cirujano, que no aparece en pantalla y que es quien graba. La mujer, con el torso desnudo y expresión angustiada, le pide que le extirpe el pecho izquierdo porque nota que tiene dentro un nido de avispas. Con mínimos recursos, crea una atmósfera enfermiza. Y el tercero, de 2021, es muy breve –un minuto– y perturbador: The Death of David Cronenberg. Y sí, eso es lo que nos muestra: el cineasta, de espaldas, se desnuda y se echa en una cama en la que yace un cadáver que es él mismo. Brutal.