El director de cine Luis García Berlanga

El director de cine Luis García Berlanga

Cine & Teatro

Berlanga, adjetivo austrohúngaro

La España retratada en las películas del director de cine valenciano, de cuya muerte se cumple una década, irrumpe en el Diccionario de la Academia como concepto cultural

1 diciembre, 2020 00:00

Tal vez no haya mayor trofeo para un artista que acabar convertido en adjetivo. El proceso por el cual un nombre propio se convierte en epíteto –con su pedestal de aire y semántica– es arduo y proceloso. Pero, cuando se conquista ese estatus, su vigencia acostumbra a ser más duradera que el mármol. Resulta más difícil derrocar una definición que una estatua ecuestre. La imagen viene al caso a propósito de la vigencia de lo berlanguiano. Al comprobar que, casi un siglo después de su nacimiento y diez años después de su muerte, la figura de Luis García Berlanga (Valencia, 1921-2010) –Billy Wilder de proximidad, coleccionista de sonrisas verticales, ácrata genio del celuloide– no hace más que aumentar. Incluso el crédito del que disponía –no menor, pero sí algo tibio por parte de la crítica más sesuda respecto a sus últimas obras– va siendo ampliado con cada revisión de su hipercalórico legado fílmico.

Vista en perspectiva, no hay duda de que su obra fue capaz de condensar el carácter íntimo de un país entero, su quintaesencia vergonzante y querible. El celuloide positivado por Berlanga parece contener la cualidad de empaparse de la idiosincrasia misma de la España de finales del siglo XX y a la vez servir algunas de las mejores películas de la historia del cine. Consideramos que largometrajes –pero nunca demasiado largos– como El verdugo, Bienvenido, Mister Marshall o Plácido forman ya parte del Olimpo artístico español, totalmente equiparables a las grandes obras de otros géneros, a la altura de Las Meninas, El Quijote o El Guernica, solo que mucho menos populares en el extranjero.

Cartel de 'El verdugo'

El método Berlanga es omnívoro, se sirve en abundancia de lo folclórico, pero en absoluto desdeña los referentes de la alta cultura. Sus películas son costumbristas a la par que surrealistas. Beben del expresionismo alemán y de la telebasura. Opositan a ganadoras de festival europeo cinéfilo y al mismo tiempo son ideales para ser proyectadas en un cine de barrio y atiborrarse a almendras garrapiñadas. Se muestran afines tanto a lo castizo como a lo afuerino, combinan lo bizarro y el mainstream.

En su abigarrada caligrafía visual podemos vislumbrar la totalidad de la sociedad española, con su amalgama de tensiones identitarias y personales. Además, los espectadores no podemos dejar de reconocernos en esa particular turbamulta bulliciosa que es mezcla imperfecta de acidez y ternura, carcajada y lamento, mala leche y utopía. Todos tenemos algo de esos pobres diablos con ganas de ascender socialmente o esos nobles venidos a menos, todos somos los golpeados por el infortunio y, al mismo tiempo, los desalmados que nos reímos del golpe. Víctimas y también verdugos que creemos –erróneamente– que nunca lo volveremos a hacer.

La vaquilla cartel

La propia biografía de Berlanga parece contener multitudes. Acusado de niño pijo por unos y de comunista comeniños por otros, falangista de cafetería y republicano de mesa camilla, soldado de la División Azul e hijo de represaliado, crítico del régimen y acusado de tibio, el bueno de Berlanga era un anarquista acomodado y burgués, un pérfido casado por la iglesia que se las ingeniaba para salirse más o menos con la suya entre las tensiones que le tironeaban entre la izquierda y la derecha. La herida no cicatrizada de las dos Españas irreconciliables le dolió –aunque disimulara– toda su vida.

Si su vida parece la de un Forrest Gump ibérico –tal es la cantidad de peripecia y aventura histórica que se le acumula en los zapatos de noble inglés– su caterva de personajes tampoco le va a la zaga. Resulta un fresco coral y gigantesco de una multitud de tipos y situaciones en las que el autor, a la par que los acaricia, parece no perdonarles ni una. De abajo a arriba, por decirlo así, Berlanga nos ha mostrado a protagonistas populares y de clase baja que heredan la picardía fatal de Lázaro de Tormes, a hidalgos menesterosos heridos por el erotismo reprimido, a ricos detestables e hipócritas, a políticos y alcaldes corruptos, a curas abusones, a periodistas sedientos de su dosis de cocaína y share. Su mirada sobre ellos es de una originalidad fabulosa, se las ingenia para no dejar títere con cabeza sin que dejen de ser entrañables para el espectador. El retrato colectivo es una fiesta mayor que se sale de madre y acaba mal. La resaca de una noche de fallas donde parecía que por un momento pudiéramos ser felices, pero al final no.

Plácido

Entre tanto ricino, Berlanga utiliza el humor como salvavidas para redimirlos de la desdicha y la barbarie. “Hay que querer mucho a los personajes, aunque sean detestables” confesaba en una de sus entrevistas. Y buena parte de la culpa de que el espectador acabe empatizando con ellos es la atrevida elección del reparto. El director valenciano fue uno de los primeros en reivindicar a un amplio grupo de actores y actrices que hasta entonces había sido poco valorado por la crítica, como Pepe Isbert, José Luis López Vázquez, Antonio Gamero, Luis Ciges, Cassen, Mary Santpere, José Sazatornil y tantos otros que encuentran en sus películas el cauce ideal para explotar todo el talento y la sabiduría cómica que atesoraban. Actores y actrices que parecen salir de los caminos polvorientos de la infrahistoria, cómicos que se acumulan en sus famosos planos secuencias como en una coreografía que parecía improvisada y era perfecta. Como si todos ellos, en un fabuloso barullo de voces cruzadas, se pelaran por los quince minutos de gloria que Warhol profetizó en sus sermones, pero en un burdel o en una bodega de pueblo en vez de en la Factory.

Decimos que parecía improvisada porque Berlanga –sobre todo al final de su carrera– se divertía jugando a ser el enfant terrible de la anticinefilia y el trabajo de dirección y declaraba que, más que dirigir sus películas, lo que él hacía era dirigir “el tráfico”. Los directores que saben del asunto aseguran que sus referenciales planos secuencias resultan de una dificultad abracadabrante. Antes de que se convirtieran en un tic de las series que se autopostulan de calidad –no hay ni una que no presuma de una en alguno de sus capítulos–, Berlanga, sin las ventajas de la steadycam o el retoque digital, encontró en esta técnica el modo perfecto de hacer entrar la vida entera en el fotograma, el follón levantino y el cachondeo austrohúngaro.  

El falso mito de que todo el rodaje se resolvía a golpe de intuición, lo desmienten las hasta veinte o treinta tomas que Berlanga hacía filmar de cada escena, para después decirle al encargado que se quedaba con la primera y la séptima, tal vez al azar, que después muchas veces serían retocacas incansablemente con el doblaje. El caso es que Berlanga, como los grandes maestros, se construyó con el tiempo un estilo de una sencillez profunda, de una complejidad no llamativa. En sus obras se siente plano a plano la alegría de filmar. 

La escopeta nacional

A la importancia sociológica y descriptiva de sus películas nos falta añadir su relevancia artística. Da la sensación de que sus fabulaciones realistas –a medio camino entre el neorrealismo italiano y el surrealismo ácrata– fueran capaces de absorber todo el acervo artístico español para reformularlo desde una voz propia e inevitable. En efecto, en sus planos se identifican la mejor tradición tanto pictórica como literaria. Así, entreveradas junto a sus imágenes y diálogos, nos encontramos con la oscuridad de los caprichos de Goya y el costumbrismo mohoso y feroz de Gutiérrez Solana. Sus chascarrillos heredan el humor absurdo y moderno de La Codorniz y amplían el recorrido del sainete y la astracanada. Parecen primos hermanos de los diálogos del mejor Miguel Mihura

Nos pone frente a nuestras contemporáneas narices el famoso espejo deformante del esperpento de Valle-Inclán para que nos devuelva el reflejo de esta realidad carpetovetónica de cada día. Donde todos los personajes, que están siempre en el límite del desahucio vital o personal, son acompañados por una mirada piadosa digna de Cervantes. Berlanga se muestra capaz de digerir todo el arte en su magín y devolverlo de manera original y absolutamente natural, lejos de la afectación o la pedantería.

Su universo está en continua expansión, con personajes y situaciones que con el tiempo viajan de una película a otra. En sus últimas películas como París-Tombuctú hay ecos de La vaquilla o Calabuch, y seguimos el devenir de los personajes en la saga de La Escopeta Nacional. El cine de Berlanga nos deja en la memoria decenas de momentos inolvidables: una caravana esperada que no se para, una vaquilla muerta en tierra de nadie, un Guardia Civil en barca que pregunta por José Luis con modos de Caronte, una letra que parece eternamente impagable. Todas capaces de hacernos llorar de alegría mediante el horror puro, que nos entretienen a la vez que nos hielan la sangre. 

Berlanga

Luis García Berlanga, en una de sus últimas comparecencias públicas

Son habituales los comentarios en barras y redes sociales sobre cómo hubiera abordado el cineasta valenciano las corruptelas de los políticos. Echamos de menos su mirada sobre la tragicomedia del procés o el desastre pandémico. Su universo parece haberse independizado de su creador y ha conquistando, incesante, el presente. Congratulémonos, hermanos: el adjetivo berlanguiano acaba de ser incluido en el diccionario, aunque hacía tiempo que ya formaba parte del lenguaje popular.

El director José Luis Borau (Zaragoza, 1929-2012) dijo hace algunos años: “¡Qué bonito –y cuán justo– resultaría que, calculando a ojo de buen cubero, volviéramos la página 210 de la futura y vigésimo tercera edición del Diccionario de la Real Academia Española, y leyésemos: “Berlanguiano. Adj. Propio y característico de Luis García Berlanga, o que tiene semejanza con el estilo de las obras de tal cineasta”. El director valenciano falleció sin ver satisfecho su deseo. Sabemos que el trámite para la homologación del término ha resultado largo y tedioso. No descartamos la interferencia algún chanchullo interno. Tal vez incluso daría para una película del propio Berlanga.