'Die My Love'
'Die My Love': la literatura salvaje de Ariana Harwicz salta a la gran pantalla
El cineasta británica Lynne Ramsay adapta Matate, amor, la novela de la escritora argentina afincada en Francia sobre los traumas de la maternidad en una película excesiva pero interesante
Hay autores que escriben a dentelladas. Zahieren al lector. El lenguaje se convierte en un arma arrojadiza para transmitir ideas rabiosas, alejadas del discurso dominante. Lo hizo Céline -figura incómoda donde las haya-, incrustando en el francés literario la jerga callejera y el griterío panfletario. Lo hizo Thomas Bernhard con sus exabruptos en forma de desquiciados monólogos que devienen arengas contra todo y contra todos. Y lo hace la argentina Ariana Harwicz con su literatura salvaje. Todos ellos se mueven entre el espanto y su teatralización.
Harwicz debutó en 2012 con Matate, amor (Anagrama) relato visceral y descarnado de una depresión postparto, que ahora llega a las pantallas con el título de Die My Love. En las páginas de la novela se mezclan los impulsos maternales más inconfesables; la sexualidad más cruda, sus arrebatos y fantasías; la animalidad atávica que anida en todo ser humano, y la locura. Siguieron La débil mental y Precoz (las tres están reunidas en el volumen Trilogía de la pasión) y después Degenerado -donde osa explorar la pedofilia- y Perder el juicio (todas publicadas en Anagrama). Para entender la visión del mundo y de la literatura de en esta escritora es muy recomendable El ruido de una época (Gatopardo Ediciones), que reúne breves y contundentes reflexiones y es de lectura mucho más fácil que sus narraciones.
'Die my love'
Matate, amor empieza así: “Me recliné sobre la hierba entre árboles caídos y el sol que calienta la palma de mi mano me dio la impresión de llevar un cuchillo con el que iba a desangrarme de un corte ágil en la yugular. Detrás, en el decorado de una casa entre decadente y familiar, podía sentir las voces de mi hijo y de mi marido. Los dos en cueros. Los dos chapoteando en la pileta de plástico azul, con el agua a treinta y cinco grados. Era un domingo víspera de día feriado. Estaba a pocos pasos de ellos, oculta entre malezas. Los espiaba. ¿Cómo es que yo, una mujer débil y enfermiza que sueña con un cuchillo en la mano, era la madre y la esposa de esos dos individuos? ¿Qué iba a hacer? Escondí el cuerpo adentrándome en la tierra. No iba a matarlos. Dejé caer el cuchillo. (…) ¿Y yo? Una mujer normal, de una familia normal, pero una excéntrica, desviada, madre de un hijo y con otro, quién sabe a esta altura, en camino. Me metí despacito la mano en la bombacha. Y pensar que yo soy la encargada de velar por la educación de mi hijo. Mi marido me llama para unas cervecitas en la pérgola, pregunta si morocha o rubia. Parece que el bebé se cagó y tengo que comprarle la torta de cumple mes. Otras madres seguro que la hacen ellas mismas. Seis meses, me dicen que no es lo mismo que cinco o siete. Cada vez que lo miro recuerdo a mi marido detrás de mí, casi eyaculándome la espalda cuando se le cruzó la idea de darme vuelta y entrar, en el último segundo. Si no hubiera habido ese gesto de darme vuelta, si yo hubiera cerrado las piernas, si le hubiera agarrado la pija, no tendría que ir a la panadería a comprar la torta de crema o chocolate y las velitas, medio año ya”.
'Die my love'
De entrada, Harwicz es una autora imposible de adaptar al cine. Llevar a la pantalla este tipo de literatura es un reto del que es difícil salir airoso. Para plasmar visualmente los devaneos de una psique desequilibrada no hay muchos más recursos que manejar el exceso, con el peligro de que todo se desborde. Se ha lanzado a la piscina la británica Lynne Ramsay -con producción de Martin Scorsese, que compró los derechos de la novela- y el resultado, aunque finalmente fallido es interesante.
Sin duda es la cineasta adecuada para abordar el universo Harwicz. Ramsay llamó la atención con el crudo realismo de sus dos primeras películas -Ratcatcher y Morven Callar- y saltó al mainstream con Tenemos que hablar de Kevin, adaptación de la novela de Lionel Shriver, que ya bregaba con las maternidades traumáticas. Confirmó su fuerza visual para abordar temas incómodos con En realidad nunca estuviste aquí, austero thriller sin apenas diálogos, en el que un tipo solitario interpretado por Joaquin Phoenix -en modo Alain Delon en Le Samurai- rescataba a una niña de una red de pederastas.
Esta última última película demostraba la capacidad de Ramsay para construir un tono sombrío y enfermizo y mantenerlo de principio a fin. Si en ese caso para lograrlo trabajaba la contención, en Die My Love opta por el exceso. El objetivo es plasmar el camino hacia la depresión y la locura de una joven escritora que no escribe, desbordada por su reciente maternidad, frustrada por la ausencia de relaciones sexuales con su marido y celosa porque cada vez acumula más pruebas de que este le es infiel.
'Die my love'
La pareja se instala en una casa aislada en el campo -la campiña francesa en la novela, la América profunda en la película-, en la que ella pasa largas horas sola cada día cuando él se marcha a trabajar, con un surtido de condones en la guantera del coche. En este entorno de campiña nada bucólica ella se adentra la más pura animalidad, fantasea con la presencia de un enigmático motorista con casco que merodea alrededor de la casa, siente la presencia de las bestias del bosque, procesa el suicidio de personas de su entorno y poco a poco se va deslizando por la pendiente del desequilibrio mental.
Ramsay lo visualiza mediante cinco recursos: el formato 1:1,33, es decir la pantalla cuadra en la que aprisiona a sus personajes, generando una opresiva sensación de claustrofobia; los colores saturados que producen un toque de irrealidad; la cámara inquieta, que se mueve con giros brucos; momentos en que suena una música atronadora y last but not least la interpretación de sus dos protagonistas.
La estrella absoluta es Jennifer Lawrence, una de esas actrices que necesitan reivindicarse porque llegaron al estrellato en el cine más comercial -en su caso, la saga de Los juegos del hambre y unas cuantas cintas de superhéroes- y para ello se meten en papeles en los que hay que darlo todo. Lo hizo en Madre!, la incomprendida cinta de Aronovksy, y lo hace aquí. Grita, se masturba, se pasea por la casa con un pecho al aire después de amamantar al bebé, se da de cabezazos contra el espejo del lavabo hasta romperlo, atraviesa con su cuerpo una puerta acristalada… A lo que la actriz se negó fue a zarandear al bebé, de modo que en la pantalla no aparece esa violencia que sí de da en la novela.
'Die my love'
También Robert Pattinson, su partenaire en la película, tuvo que reinventarse para no quedar atrapado en los papeles de ídolo adolescente, en su caso la saga Crepúsculo. Aunque aquí tiene poco margen para el lucimiento, entre otras cosas porque su personaje está muy desdibujado. Completan el reparto los veteranos Sissy Spacek y Nick Nolte.
La decisión más radical que toma Ramsay en su intento de trasladar el estilo rabioso de Harwicz es disolver el orden temporal y la diferenciación entre realidad y delirio. Es una apuesta osada, acaso demasiado, sobre todo porque la película dura dos horas y le sobran claramente como mínimo treinta minutos. Al principio, el juego que propone la cineasta es estimulante y logra impactar, desconcertar y sacar al espectador de su zona de confort. Pero conforme la cinta avanza y van in crescendo la confusión cronológica y los difusos límites entre lo real y lo alucinatorio, cada vez resulta más difícil interesarse por lo que sucede en la pantalla.
Con todo, lo que hace Ramsay es meritorio, destila una ambición que hay que aplaudir, aunque el resultado no sea del todo satisfactorio. A la hora de abordar el desequilibrio psicótico en pantalla el hito jamás superado sigue siendo Repulsión (¡ese conejo desollado sobre un plato, esos brazos que emergen de la pared del pasillo!), a la que podríamos añadir Cul-de-Sac, La semilla del diablo y El quimérico inquilino, todas de Roman Polanksi.