
Manoel de Oliveira
El ‘Valle Abraham’ de Manoel de Oliveira o las oscilaciones del alma
La celebración del 30 cumpleaños de la exquisita película en la que el cineasta portugués adaptó la novela de Agustina Bessa-Luís sobre el mito de Ema Bovary se ha cerrado con una fabulosa edición en bluray después de su reestreno en festivales
En la película de las infinitas dialécticas, de los argumentos y contraargumentos, de las tesis y las antítesis, las sístoles y las diástoles, a todo elemento acompaña su opuesto; en todo movimiento combaten el peso de la gravedad con la ilusión de la fuga. Así, Valle Abraham (1993), película sin solución, sin síntesis liberadora, enunciada por un narrador omnisciente que discurre, completa, apunta y profundiza —con ironía marca de la casa, aquí doblemente inspirada: Manoel de Oliveira y Agustina Bessa-Luís—, desleída en numerosos personajes que a su vez contrastan y se aproximan, y que no suelen dejar escapar la ocasión de expresar lo que cruza por sus cabezas, opone también al caudal de las palabras la herencia del cine mudo desde el tren que rasga el paisaje en sus primeros compases: resuena esa inteligencia que sólo se filtra a través de los ojos y que los espectadores cada vez se encuentran menos capacitados para apreciar, un asunto estético y también ético que en la ficción toma cuerpo en la sirvienta Ritinha (de la estirpe de las sibilas de Bessa-Luís, a la que encarna nada más y nada menos que Isabel Ruth), doble invertido y secreto alter ego de la protagonista, Ema, la bovarinha que asume toda la insatisfacción flaubertiana para ponerla a una justa distancia y pasearla, a su manera, por los valles del Douro.
Este cine mudo muy hablado más que una paradoja es el fruto de la extraña unión del cineasta y la escritora, que a veces, lejos de complementarse, pareciera que jugaban a desafiarse lúdicamente. El caso de Valle Abraham es significativo en este sentido: Oliveira le propone la idea de una novela —una adaptación libre de Flaubert contextualizada en el nordeste de Portugal, entre los viñedos del valle y las fincas de una alta burguesía venida a menos— y Agustina la lleva a su terreno, a su universo de sagas familiares donde moran mujeres obcecadas, casi mágicas, y hombres ausentes y más bien infelices, para que luego el cineasta traslade el resultado al cine según su propio criterio.

Cartel de 'Valle de Abraham'
“A ella nunca le gustan del todo mis películas, pero yo sí amo enteramente sus escritos”, comentó en una ocasión Oliveira, quien con estos encargos no hizo sino aderezar la complejidad y la delicadeza de los encajes de bolillo de sus planos: si Flaubert, un hombre, dijo que Madame Bovary era él; Bessa-Luís, una mujer acostumbrada a escribir sobre mujeres, añadiría el punto de vista femenino llevando al personaje a la contemporaneidad portuguesa. De manera que es a una suerte de profundización a lo que aquí se dedica Oliveira, que confía en la sagrada impureza del cine para expandir las implicaciones de artes más nobles.
En Valle Abraham se parte de lo concreto, lo palpable y conocido a la perfección por Oliveira y Bessa-Luís —Oporto y alrededores, las historias y mitos del Douro—, para buscarle las cosquillas a lo invisible, a lo inmaterial: el alma en constante agitación de fondo, tras el balanceo de la cojera física de Ema y el implacable destino que la convierte en la joven esposa de Carlos, el médico apocado que la conoce, adolescente, precisa y paradójicamente en los festejos populares de Nossa Senhora de los Remédios de Lamego. Ciencia y magia aliadas, como quien dice, bajo las estrellas. Y en este proceso, la palabra, la voz en off del narrador a modo de coro trágico, va a cumplir la tarea perforadora de las apariencias, contrapunto de lo que imágenes y diálogos dan a ver.

'Valle de Abraham'
Se trata de una total y completa fiesta de las implicaciones; como cuando, por ejemplo, se habla de la pronta orfandad de Ema, de los remedios caseros —la leche materna vertida en el orificio— para calmar su dolor de oídos, y vemos a la joven, apenas adolescente, hurgando con su dedo en los pliegues de una rosa abierta como las paredes de un útero. ¿Qué preferiríamos ver y qué escuchar? Difícil elección, sólo sabemos que del desfase y el secreto encabalgamiento entre enunciados y visibilidades, del roce entre lo inteligible y lo sensorial, acontece la revelación, el vislumbre de la espalda de la realidad inmediata, y que para que ello se produzca debe respetarse la autonomía, tanto de palabras como de visiones, un matrimonio normalmente mal avenido, como el de Ema y Carlos.
En la anterior Visita ou Memórias e Confissões (1982) —aunque el documental sólo pudo verse, por deseo del cineasta, tras su fallecimiento en 2015— las voces espectrales que irrumpían y sobrevolaban la casa que pronto iba a dejar de pertenecer a Oliveira y su familia daban cuenta de estas relaciones que se establecen por debajo del lenguaje, como si los lugares y los objetos que se acumulan y nos rodean como vestigios de un linaje ininterrumpido intentaran, desde el umbral de la incomunicabilidad, llegar hasta nosotros, rozar nuestras vidas.

'Valle de Abraham'
Ema, en su periplo entre casas señoriales, del Romesal —la casa de la infancia, del recuerdo de la madre muerta y el trato con las sirvientas—, a Valle Abraão —el hogar de la vida adulta, del matrimonio y la maternidad, de los sueños de alteridad y ascensión— y luego al Vesúvio —la finca del placer adúltero, de la libertad, las expectativas finalmente traicionadas y la muerte—, encarna también esa imagen a la deriva zarandeada por las palabras, una proyección de cineasta —como la Madeleine de Hitchcock, como la Gertrud de Dreyer— que, alimentada con negligencia de valores imaginarios, pasa de la pura fascinación adolescente —su exhibición en la baranda que provoca accidentes automovilísticos— a encallar en una mujer adulta, esencialmente insatisfecha e incompleta, que sin embargo imanta la atención de todos. “Ema no engañaba a nadie, no tenía táctica, tenía sólo el sentido del espectáculo”, escribía Bessa-Luis en la novela homónima.
João Bénard da Costa, que habló de Valle Abraham como de un film nocturno y lunar —“empujado hacia abajo, hacia el valle”— ya hacía hincapié en la evolución de Ema (escindida en dos cuerpos que cojean, como un matrimonio entre Tristana y Ese oscuro objeto del deseo; la juventud para Cécile Sanz de Alba, la madurez para Leonor Silveira), desde una erótica omnipresente y difusa —el almuerzo en Lamego entre anguilas fálicas e higos supurantes—, que todo lo impregna y sexualiza, de la rosa al gato, hacia la pasión desbocada de la mujer adulta, esposa a la que su sonada puesta en sociedad —el baile en la Casa das Jacas— señala un estrecho camino condenado al fracaso que inaugura esa secuencia enteramente oliveiriana (al decir de Bénard da Costa) en la que la futura adúltera, después de ser el centro de las miradas deseantes de los hombres y de las envidias y cuchicheos de las mujeres, “comienza su vida como Bovary engañando a su deseo con el cuerpo del marido”: Leonor Silverira recorriendo de noche con una vela los pasillos de la casa hasta llegar a la habitación del esposo, en la que el doctor dormía separado para que no la molestaran a ella las llamadas nocturnas de los pacientes.

'Valle de Abraham'
Antes de sucumbir, tras el perverso encadenamiento de seducciones, Ema, en tanto que mujer lunar, en tanto que imagen y estado de alma en continua indeterminación, excita la conversación en los múltiples careos y reuniones con los hombres y las mujeres del valle, lo que termina produciendo otros desfases que se añaden al inaugural entre reflejos y voces, ampliando los ecos de la soberana imposibilidad de sutura que sobrevuela la película. Es de la nostalgia del andrógino, figura importante en el cine de Oliveira (como demuestra su “tetralogía de los amores frustrados”), de lo que se discurre, a veces explícitamente, en Valle Abraham, del entrecruzamiento de los sexos y de la imposibilidad del entendimiento entre ellos; y, como corolario ya menos filosófico, del matrimonio como plausible remedo —normalmente pálido y fallido— donde debiera producirse algo así como una fusión de circunstancias o, al menos, la copia distorsionada de aquella unión inaugural que deshicieron los dioses.
Ema, que actúa en el arte de la seducción como un hombre donjuanesco y poco temeroso de Dios, es la que no puede vivir en ese desequilibrio que la sociedad burguesa del Douro sí admite con normalidad y tolera para sus miembros más egregios: para hombres-mujer como su propio esposo, Carlos, o el inseducible Lumiares, el confidente intelectual, siempre con el libro en la mano; también para mujeres-hombre como María Semblano, que no sólo tolera los adulterios de su marido, sino que los acomoda y los supervisa en una pieza ad hoc en la zona más umbría de su jardín.

'Valle de Abraham'
Al final a la Bovarinha sólo la conquistarán de verdad dos mujeres (para la primera dejará una rosa, para la segunda un ramo de margaritas), en ambos casos debido a la desafiante completitud de la que hacen gala: Ritinha, comprometida con una servidumbre y entrega absolutas, menos con los hombres, que la perseguían con la misma intensidad que a Ema pero a los que no se entregaba justo para evitar la transmisión de sus malos genes de sordomuda, y la antigua dueña del Vesúvio, aquí sólo un retrato al que acude la protagonista con la fruición con la que su tía beata se ponía delante del oratorio: se trata de la viuda que sobrevivió a los maridos incapaces, supo explotar con éxito la finca y ahora la observa, en la foto enmarcada, desde lo que Ema supone una secreta complicidad.
Pero como siempre en Oliveira, al lado de los sutiles detalles y los estudiados desequilibrios entre los elementos expresivos del plano, acontece lo salvaje, lo inesperado, sintonizado en esto el portugués con Buñuel; siempre, como el aragonés, dispuesto a la disrupción escópica, agresiva o simplemente sublime. Ocurre aquí, por ejemplo, cuando Augusta, la tía de Ema, mira directamente a cámara —como en un aparte dirigido al espectador— durante una cena de Navidad, y ella y su sobrina, aún niña pero ya casadera, tan distintas que podrían calificarse de enemigas, quedan como nimbadas por una misma diferencia que las separa del resto de la familia (y de la sociedad).

Agustina Bessa-Luís y Manoel de Oliveira.
También en el último careo con Carlos y Pedro Dóssem, cuando a la conversación entre los dos hombres sobre las consecuencias de la renuncia de Europa al legado ético y civilizatorio, Ema contrapone, junto con irónicas preguntas sobre la comodidad del estatuto melancólico de Dóssem, su intensa mirada azul, duplicada por la del gato que acaricia en su regazo, una situación que desestabiliza tanto al marido que este termina por coger al animal y lanzarlo en dirección a una cámara que acusa el golpe y tiembla brevemente, como si la actitud de Ema hubiera provocado turbulencias hasta en la materia del film, incluso en el rodaje de la película.
Además de estos cortocircuitos radicales, característicos como decimos del arte burlón de Oliveira, podría añadirse, entre otros momentos de una belleza igualmente perturbadora, esa concatenación de desplazamientos, inéditos hasta ese momento de la película, en el que la cámara, en travelling primero hacia delante y luego hacia atrás, en “uno de esos movimientos que señala la genialidad de un artista” (Bénard da Costa), acompaña la incursión de Ema, arreglada como si fuera para un baile, entre los naranjos que desembocan en el fondeadero del Vesúvio: la mujer lunar al final del camino, bajo los rayos del sol y la fruta redonda, en un último éxtasis sensorial de reminiscencias virginales antes de cumplir con su destino y desaparecer fuera de cuadro —sólo mediante el sonido— en las aguas de Narciso.