El horror en Polonia
La miniserie 'Forst' engancha al espectador, pero a través de un plus de sordidez post comunista, con un guion muy trabajado, y no apto para todos los públicos
26 enero, 2024 17:17Los thrillers procedentes de países del este suelen ofrecer un plus de sordidez post comunista que, lógicamente, no se da en los productos originados en lo que antes se definía como el mundo libre. Puede que el Nordic Noir sea más moroso, desasosegante y ominoso que las pulcras propuestas de la BBC, pero si uno busca relatos policiales especialmente duros y deprimentes, no hay como dar con ellos en países de la antigua órbita soviética, pues a la sordidez inevitable de la trama se añaden los restos del espanto comunista, que siguen marcando, en cierta medida, la realidad actual y hasta el comportamiento de policías y delincuentes.
Para los devotos del sector más atormentado del género policial, Netflix ha colgado una miniserie polaca que puede hacer sus delicias, Forst (seis episodios), basada en una novela del prolífico (e inédito en España, que yo sepa) Remigiusz Mróz (Opole, 1987), que lleva publicadas hasta ahora ocho aventuras del atormentado inspector Wiktor Forst (y diecisiete de su otro personaje estrella, Joanna Chylka, también adaptadas a la televisión polaca, pero no acogidas bajo el paraguas internacional de Netflix).
En Forst siempre es de noche (hasta cuando es de día, pues la luz escasea). El frío pelón atraviesa la pantalla y se te mete en los huesos, aunque estés cómodamente sentado en el sofá, arrebujado en tu mantita. Siempre está nevando o acaba de nevar. No hay ni un personaje que no cargue con su cruz o su tormento personal. Los crímenes son horribles y parecen formar parte de una extraña venganza contra los herederos de ciertos colaboradores del nazismo. El protagonista, trasladado de Cracovia a provincias por una metedura de pata de la que no se nos cuenta gran cosa, mantiene relaciones sexuales con diversas mujeres (una periodista que le echa una mano en el caso, la hija drogadicta de su propio jefe, quien, por cierto, tampoco es trigo limpio) mientras sigue marcado por una infancia horrible en un orfanato siniestro (breves flashbacks nos la explican de manera fragmentaria) que podría guardar cierta relación con el asunto al que se enfrenta.
Tormento y tristeza
¿Y en qué consiste ese asunto? En las andanzas de un asesino en serie que va llenando Polonia de cadáveres, presentados siempre de manera teatral (un poco a lo Seven, la película de David Fincher) y a los que parece unir lo que viene siendo los pecados de sus padres, representados por un anciano tremebundo que regenta un burdel para ricos pervertidos en la frontera con Eslovaquia. Como ya habrán deducido, Forst es una experiencia audiovisual tirando a deprimente y que no va dirigida al consumidor medio de thrillers. El tono ominoso, unido a una trama algo confusa de la que no te puedes despistar ni cinco segundos (nada de ir a mear sin congelar la imagen), constituye una propuesta que no es de lo más habitual que suele encontrarse en las plataformas de streaming. Superados (o disfrutados) estos problemillas, Forst consigue mantenerte enganchado a la pantalla y, sobre todo, aporta un enfoque nuevo al género y un logrado equilibrio entre el misterio a resolver y el factor humano de los involucrados en él. El plus post comunista incrementa de forma muy peculiar el tremendismo natural del relato, que a veces importa menos que los dimes y diretes morales de todos los que forman parte de él, empezando por ese extraño inspector Wiktor Forst (Borys Szyc) -un hombre que vive en una caravana en mitad de ninguna parte- y que arrastra un trauma infantil que lo ha convertido en lo que es, marcando su relación con las mujeres y reapareciendo, además, en el caso que tiene entre manos y que se resuelve de una manera muy relativa con un brillante final abierto que parece indicar la posibilidad de una segunda temporada.
Forst es toda una rareza en Netflix y no pertenece, desde luego, al subgénero del thriller confortable: hace falta paciencia y cierto estómago para llegar al final (o presunto final), pero el esfuerzo merece la pena. O me la ha merecido a mí, siempre buscando nuevas vueltas de tuerca a los relatos policiales. Si la cosa no es para ustedes, se darán cuenta enseguida y no llegarán al segundo episodio. Si hay algo que, como a mí, les fascina del thriller post soviético de los países del este, se tragarán los seis episodios y se quedarán con ganas de más. La factura formal, además, es equiparable a la de la BBC: buenos actores, guion trabajado a conciencia y unos actores, aquí desconocidos, que transmiten exactamente lo que deben transmitir. Que en este caso es tormento, tristeza, culpa y una vaga sensación de que su país, como el Perú de Vargas Llosa, se jodió algún día y nunca ha terminado de levantar cabeza.