Imagen de 'Última parada: Larrimah'

Imagen de 'Última parada: Larrimah' Netflix

Cine & Teatro

Todos odiaban a Paddy

'Última parada: Larrimah' es una miniserie que, a ratos, parece un falso documental y que es muy útil para introducirse en el frikismo que se descubre en un inhóspito lugar, un poblacho en Australia

10 noviembre, 2023 18:11

Los hermanos Mark y Jay Duplass están especializados en producir miniseries excéntricas y usualmente dedicadas a personajes y situaciones que, por usar un término suave, se salen de lo normal. En el 2018 nos ofrecieron, vía Netflix, Wild, wild world, la historia en seis episodios de un gurú y sus fieles seguidores que se instalaban en un rincón de la América profunda con la evidente intención de apoderarse de él (como era de prever, todo acabó como el rosario de la aurora). Ahora, de nuevo en Netflix, nos ofrecen un relato más breve (dos capítulos) y más modesto (la acción transcurre en un villorrio australiano de once habitantes), Última parada: Larrimah, cuyo visionado debería servir para doctorarse en frikismo, pues todo y todos los que aparecen en esta historia son de verlos para creerlos, hasta el punto que, en ocasiones, uno tiene la impresión de estarse tragando un falso documental, uno de esos mockumentaries que tan bien le salen a Christopher Guest.

Imagine el lector un poblacho diminuto en el culo de Australia (o en mitad de ninguna parte, si lo prefieren), habitado por once sujetos atrabiliarios no, lo siguiente, que no se entiende muy bien por qué han ido a parar a semejante e inhóspito lugar, en el que no hay absolutamente nada que hacer, aparte de echar las horas muertas en el bar, pimplando sin tasa (todos los entrevistados aparecen con una lata de cerveza en la mano que no da precisamente la impresión de ser la primera del día; unos se expresan con cierta severidad; otros se ríen de sus propios chistes, que no tienen ninguna gracia; todos resultan extrañamente siniestros, como si huyeran de un pasado tenebroso y se hubieran refugiado en un presente sin más aliciente que la tajada cotidiana).

Como indica el título, Larrimah es el destino final de una gente que ha superado con creces la edad de la jubilación y que han decidido diñarla allí por motivos que solo a ellos se les alcanzan. Ahí conviven, más o menos, once sujetos que, bajo una apariencia de amistad y buen rollo, acumulan rencores mutuos y animadversiones varias. Uno de ellos se lleva la palma en este sentido. Se trata de un emigrante irlandés que llegó a Australia en 1966, trabajó en diversos oficios y un buen día apareció por Larrimah, donde enseguida se hizo notar por su mal carácter, su propensión a la bronca, su tendencia a meter cizaña y su habilidad para caerle mal a todo el mundo. El sujeto atendía por Paddy Moriarty (sí, como el archienemigo de Sherlock Holmes, pero ahí se acaban los parecidos) y una noche, saliendo del bar, se subió a su furgoneta y, teóricamente, se fue para casa, a donde nunca llegó. Ni él ni su perro, un chucho con muy malas pulgas que también le caía fatal a todo el mundo. El objetivo de Última parada: Larrimah es, en teoría, averiguar qué fue del atorrante de Paddy, pero, en la práctica, lo que ha logrado el director, Thomas Tancred, es ofrecernos un relato entre aterrador e hilarante de una comunidad lamentable en la que todos se odian mientras aparentan que su cochambroso hábitat es una especie de paraíso.

Fenómenos de feria

Así conocemos a una señora absurda que presume de fabricar los mejores pasteles de carne de toda Australia. A su ex marido canceroso y en los huesos, del que se deshizo hace años, pero que sigue viviendo delante de su casa “para que se joda”, como le confía al entrevistador. Al camarero del bar, alcohólico y politoxicómano que se ríe a carcajadas de cosas que solo entiende él o que no tienen ninguna gracia. A una pareja pijos de la tercera edad que se consideran la aristocracia de Larrimah y a la que el resto de la población detesta, pero no hasta el punto de pensar en eliminarlos. Y así sucesivamente. Sin olvidarnos de un policía fatalista del pueblo más cercano al que la desaparición de Paddy no puede importarle menos, pues también lo consideraba un individuo despreciable.

Entrevistado a entrevistado, vamos viendo que todo el mundo tenía motivos para quitar de en medio a Paddy Moriarty, especialmente la señora de los pasteles de carne, ya que Paddy, no contento con tomar partido por un pastelero de la competencia, tuvo el descaro de decir que los comistrajos de la buena señora no había quien se los comiera, pues hasta su perro los había vomitado: en un pueblo de borrachos, majaretas e impresentables, el bueno de Paddy había conseguido brillar con luz propia y, probablemente, labrarse su propio destino, que no sabemos exactamente cuál es, ya que Última parada: Larrimah termina sin que se sepa qué fue del irlandés errante y su desagradable chucho (probablemente porque no le importa a nadie, incluyendo al displicente polizonte del pueblo más cercano). Decir que el caso sigue abierto sería una exageración, pues es evidente que tanto a los habitantes de la aldea como a las fuerzas del orden se la sopla saber quién mató al señor Moriarty (y a su perro) y porqué. Para el espectador (al que, previsiblemente, también se la pela el señor Moriarty), lo importante de la propuesta (y también lo divertido, si se tiene un sentido del humor algo retorcido) es la galería de fenómenos de feria que aparecen en ella y que constituyen un freak show de primera magnitud.