Terence Davies: dolor, belleza y transfiguración
El cineasta británico, marcado por la experiencia de la posguerra en Liverpool, nos lega una serie de películas intimistas sobre personajes en conflicto consigo mismos, trasuntos de su propia biografía, que logran transformar el dolor en belleza
8 octubre, 2023 14:34Fue un niño tímido, retraído y solitario. Décimo y último hijo de una familia de clase trabajadora del norte de Inglaterra, vivió una infancia de posguerra en Liverpool, sufrió la violencia de un padre autoritario que falleció pronto y padeció acoso en el colegio. Católico y homosexual, Terence Davies (1945-2023) pasó después una larga década juvenil dedicado a anodinos trabajos como empleado de una empresa de transportes y contable.
El cine fue desde su infancia -cuando compartía esa pasión con su madre- una ventana a un mundo de ensueño que permitía volar lejos de la gris realidad cotidiana. Con el tiempo pudo dejar atrás su vida de oficinista, se matriculó en la Conventry Drama School y dio el salto ya no como espectador sino como director. La cámara fue para él un instrumento para exorcizar los tormentos de su vida. Sus primeras películas, de modestísimo presupuesto y un tono entre amateur y experimental, son una suerte de autobiografía imaginaria a través de un alter ego.
Sus vivencias y traumas nutren la trilogía inicial, formada por los mediometrajes en blanco y negro Children (1976), Madonna and Child (1980) y Death and Transfiguration (1983), en los que sigue el recorrido vital de Robert Tucker en la infancia (un padre abusivo, el acoso en el colegio), la mediana edad (con la madre enferma y la asunción de la homosexualidad) y la vejez (con la agonía del personaje). Tres películas que anuncian el nacimiento de un cineasta con una distintiva voz propia.
Su calidad y personalidad se confirma y alcanza su cénit con otras tres películas vinculadas a su universo íntimo y la ciudad en la que creció. Hay de nuevo un sustrato transparentemente autobiográfico en el díptico formado por Voces distantes (1988), en la que la música tiene un papel central como catalizadora de la memoria, y El largo día se acaba (1992), en la que las películas que el niño ve en los cines del barrio son un modo de evasión y aprendizaje vital.
En ellas reaparecen la familia de clase obrera en el Liverpool de las décadas de 1940 y 1950, la figura del temido padre violento, el cariño de la madre, los hermanos, los abusos escolares y la tristona cotidianeidad. Son probablemente sus dos obras maestras. Davies completará esta exploración de sus recuerdos con el documental Of Time and The City (2008), sobre la transformación de la ciudad de Liverpool.
Con crecientes dificultades de financiación para persistir en este tipo de obras intimistas y autobiográficas, el cineasta opta por reconducir su carrera hacia las adaptaciones literarias. La biblia de neón (1995), basada en la novela póstuma de Kennedy Toole, es una nueva mirada sobre la infancia, mientras que La casa de la alegría (2000), a partir de Edith Wharton, tiene como protagonista a una mujer que trata de romper sus cadenas.
Hay una tercera adaptación novelística, en este caso del escocés Lewis Grassic Gibbon, que da lugar a Sunset Song, un proyecto largamente acariciado, que pudo rodar por fin en 2015. La película contrasta la belleza sobrecogedora de los paisajes escoceses con la destrucción que traerá la Primera Guerra Mundial, mientras la protagonista se enfrenta a los dogmas del patriarcado para buscar su camino.
Sin embargo, la mejor de las adaptaciones que lleva a cabo Davies en esta segunda etapa de su carrera es la de la pieza teatral de Terence Rattingan The Deep Blue Sea (2011). En el centro, un personaje femenino que lucha por su libertad hasta la tragedia: Hester Collyer rompe los tabúes puritanos de la sociedad de los años cincuenta al optar por arriesgarse a una aventura incierta con su joven amante aviador frente al marido bien posicionado socialmente. El director no trata de disimular el origen teatral del texto, sino que lo maneja y potencia con sutileza y elegancia para forjar un melodrama contenido.
Sus dos últimas películas se centran en sendos poetas: la americana Emily Dickinson en Historia de una pasión (2016) y el británico Siegfried Sassoon en Benediction (2020). En ellas retrata a dos seres introspectivos, aprisionados por las convenciones de sus respectivas épocas, que buscan espacios de libertad interior a través de la creación literaria. En Historia de una pasión (el título original, A Quiet Passion, es decir Una pasión silenciosa, es mucho más acertado) Davies trabaja una cuidadísima y preciosista puesta en escena, con especial atención a los detalles del periodo, como la iluminación nocturna a la luz de las velas. En este marco se desarrolla una ambiciosa exploración del riquísimo mundo interior de la reclusa escritora de Amherst.
En Benediction narra la historia de Siegfried Sassoon, uno de los poetas de la Primera Guerra Mundial, amigo Wilfred Owen, que murió en las trincheras. Sassoon sobrevivió, cargando con un sentimiento de culpa, y fue el encargado de la edición póstuma de los poemas de guerra de Owen.
La película de Davies aborda sus experiencias bélicas y el cambio de su mirada sobre la guerra, desde la épica al horror. Pero también y sobre todo el intento de evadir su homosexualidad mediante el matrimonio, tras una vida amorosa gay no precisamente feliz, debido a que sus dos amantes -el popular cantante y compositor Ivor Morello y el aristócrata, poeta y caradura Stephen Tennant- eran demasiado frívolos, retorcidos y banales para el amor puro y verdadero que él buscaba. Al final de su vida, Sassoon trató de encontrar un sentido de redención en la conversión al catolicismo.
Acaso en la indagación en la atormentada vida de Sassoon, su particular vivencia de la homosexualidad y su búsqueda de sosiego espiritual en la fe, se esconda una suerte de velado autorretrato del propio Davies, que cerraría así el círculo de su creación cinematográfica, volviendo al ámbito íntimo de sus primeras películas, solo que a través de una figura interpuesta.
Terence Davies, que como espectador amaba los musicales clásicos americanos y las viejas comedias británicas de la Ealing, estaba trabajando en una adaptación de La embriaguez de la metamorfosis de Stefan Zweig, que su fallecimiento dejará inconclusa. Nos lega una obra escasa pero muy sólida, que fue construyendo con sigilo. Tanto sus austeras propuestas iniciales como las vistosas producciones de época de los últimos años son en esencia películas intimistas sobre personajes en conflicto consigo mismos. Supo transformar el dolor en belleza: el cine como transfiguración.