De fiesta con Helmut Berger
En un encuentro fortuito el actor de 'Luis II de Baviera' señaló que para valorar de verdad la vida hay que pensar a menudo en la muerte
20 mayo, 2023 18:20Lamento de una forma personal el fallecimiento de Helmut Berger (1944-2023), el actor de Luis II de Baviera, de La caída de los dioses y de Confidencias, por citar sólo tres películas en las que actuó bajo la dirección de Lucchino Visconti (1906-1976). Yo pasé unas horas con él por casualidad, una tarde-noche de primavera, en el año 2004, en Bad Ischl, en Austria, una ciudad-balneario donde pasábamos unos días en un hotel. Alguien tuvo que decirme que era él, porque aunque conservaba la mirada azul de felino, estaba bastante cambiado, el rostro un poco abotargado e iba sin afeitar, y de entrada no lo reconocí. Pensando en entrevistarle para el periódico en el que entonces trabajaba, le hice llegar una botella de champagne y luego me presenté y estuvimos hablando largamente sobre su carrera desigual, sus adicciones, su idea del cine, su recuerdo imborrable de Visconti, de quien efectivamente me dijo ser "el viudo".
Bad Ischl, cerca de Amsteten, donde cometió sus fechorías Josef Fritzl, alias "el monstruo de Asteten", es una localidad turística. Hay un lago, pero todavía hacía demasiado frío para bañarse. Se come bastante mal. Todo es carísimo. El paisaje es bonito. Era muy agradable dar la vuelta al lago en bicicleta. Aquellos días debían de ser de alguna festividad porque las mujeres locales llevaban los vestidos blancos bordados en rojo tradicionales, y los varones sombrero con plumita, chaqueta de tupida lana y los pantalones de cuero "lederhosen". Quizá porque tenía una villa en los alrededores, una pared entera de mi habitación del hotel estaba decorada con una foto enorme del emperador Francisco José (1830-1916), con sus características patillas, tomada durante una partida de caza. Estaba en un sendero del bosque entre unos cuantos cortesanos armados y los perros de una jauría, él mismo llevaba la escopeta al hombro y tenía en el rostro una expresión de infinito cansancio, o quizá de dolor. Según la cartela, la foto había sido tomada en 1905. Como decoración para un hotel turístico era bastante extraña aquella imagen.
Berger decía haber vivido tres vidas por lo menos y haberlas disfrutado a fondo. Se lo recordé, se sonrió, y dijo que a veces las personas más meritorias son las que no hacen nada. "Como es oficial ruso", dijo. Es que en aquellos días la prensa hablaba de la recompensa y la medalla que los Estados Unidos acababan de darle a había dado a Stanislav Petrov: en 1983, este teniente coronel de las tropas de defensa nuclear soviética no apretó el botón rojo de respuesta nuclear, como procedía, cuando sus sistemas de alerta detectaron cinco supuestos misiles norteamericanos camino de Moscú. A Petrov le pareció que no se libra una guerra nuclear con sólo cinco misiles, disponiendo de miles, así que la alerta tenía que ser un error en los sistemas (en efecto, era una falsa alarma), y sensatamente no hizo nada.
Una confidencia sorprendente
Gracias a esa pasividad, en 1983 nos ahorramos una guerra atómica. Berger estaba entusiasmado con Petrov y se reía mucho con la hazaña "consistente en no hacer nada, en el momento preciso de no hacerlo". Insistía en que el mundo se había salvado de la destrucción gracias a que Petrov no había hecho nada. Muchos, decía, deberían imitarle, muchos deberían seguir su ejemplo, el mundo sería mejor. Berger tenía reputación de hosco y desagradable, pero muy al contrario, por lo menos conmigo fue gracioso, amable y locuaz. Despachamos la botella de champagne y luego otra. Cuando quise pagarlas me dijo el camarero que ya estaba saldada la cuenta.
Ahora, al enterarme de que los padres de Helmut, los señores Steinberger, eran prósperos hoteleros, pienso que quizá el establecimiento en el que me alojaba era propiedad de su familia. Recuerdo bien nuestra conversación, que publiqué en su día y no vale la pena transcribir ahora, pues casi todo lo que me dijo –sobre su infancia en un internado severísimo, sus años de la más temprana juventud, loca y promiscua, en Londres, sus problemas de adicciones, sus relaciones tormentosas con Visconti, etcétera-- lo han contado ya, entre otros, Pilar Eyre en youtube y el mismo Helmut en su libro autobiográfico. Otras confesiones más delicadas y comprometidas que me hizo no puedo revelarlas, por discreción. Recuerdo, eso sí, una frase que me sorprendió: "Para valorar de verdad la vida, incluso cuando estás jodido, hay que pensar a menudo en la muerte". Él desde luego había no sólo pensado en ella sino también la había cortejado en algún suicidio fallido.
De repente, no recuerdo cómo, apareció una señora, de edad madura, muy enjoyada, en nuestra mesa. Era rica y disparatada, dijo llamarse Elsa pero que todos la conocían como 'Mercedes':
--¿Sabes por qué? –me preguntó-- ¡Por ése! –y señaló, a través de la ventana, un coche, un Mercedes Benz como tantos había en Bad Ischl, sólo que éste era plateado y de un tamaño descomunal. Lanzó una risotada estúpida. De pie junto al auto estaba el chófer, de negro y con gorra de visera. Nos llevó a los tres a una fiesta en una villa junto al lago. En la fiesta, para liberarme de Mercedes perdí de vista también a Helmut. Al cabo de un par de horas, cuando volvimos a encontrarnos, recuerdo que estuve elogiando la película Ludwig, y entonces me dijo algo sorprendente: convertirse, gracias a Visconti, en actor, había sido la gran suerte de su vida, había procurado encarnar sus papeles lo mejor posible, superando sus limitaciones, que al principio eran muy graves. Pero mirando retrospectivamente a Luis II también sentía una especie de vergüenza, le avergonzaba la idea de haberle robado a un muerto el relato de su vida, el relato, que es lo único que dejan detrás cuando se van de este mundo, y que sólo ellos tienen derecho a contar o a callar. Me pareció una idea extraña pero no descabellada. La fiesta se prolongó hasta muy tarde. A la mañana siguiente cuando desperté el anciano emperador seguía en la pared de enfrente, caminando por el bosque entre cortesanos y perros, con aquella mirada cansada, seguramente sin imaginar que pronto se iba a desencadenar la primera guerra mundial.