Rita Azevedo Gomes: delicada fiera alquimista
Después de su estreno en Berlín y del éxito cosechado en el Festival de las Palmas, ‘La portuguesa’ ha comenzado a distribuirse en España gracias al empeño de Númax
9 julio, 2019 00:00Como tuvimos la suerte de ser uno de los extras en una escena –uno entre los barones y sus respectivos séquitos en la firma de paz con el agonizante obispo de Trento– podemos afirmar que es del todo cierto que Rita Azevedo filma, entre otras cosas, para reunirse con sus amigos. Es decir, que en sus películas, además de las encarnaciones se concitan las presencias. Los actores profesionales de la mencionada secuencia se desenvolvieron mucho mejor en ella, pero nosotros, torpes amateurs, añadíamos a la farsa onírica el ridículo que le era imprescindible. Rita, en el fondo, sabía lo que hacía, y por nuestra parte quedamos encantados y hasta sobrecogidos de pisar ese mismo lugar (el Domus Municipalis, misterioso edificio románico de Braganza), y quedar durante más de cinco minutos frente al mismo director de fotografía (el legendario Acácio de Almeida) que a las órdenes de António Reis registrara allí en su día a otro improvisado grupo de aldeanos, entonces recitando a Kafka traducido al mirandés en la mítica Trás-os-montes (Reis y Cordeiro, 1976), una de las más intensas pruebas de aquello que escribiera Giorgio Agamben sobre qué podía ser lo contemporáneo: la cita secreta entre lo moderno y lo arcaico.
Entre los que son más –y no menos– que actores destacan en La portuguesa grandes nombres, del también cineasta Pierre Léon a la ya casi invisible Manuela de Freitas, habitual con Oliveira y cómplice de Monteiro, aunque el mayor riesgo de todos lo corre Rita dando a la octogenaria Ingrid Caven, musa de Fassbinder o Schroeter, inspiración de Jean-Jacques Schuhl, un papel en tierra de nadie, eco trágico tanto fuera como dentro de la ficción, acorde con sus rasgos estatuarios, con su potencial polifacético (actriz, cantante, cabaretera, bailarina), así como con su condición de reflejo de aquel frágil Angelus Novus de Klee en el que Benjamin cifrara su crítica a la causalidad y al progreso: ese ángel enredado por el viento huracanado que desde el paraíso lo proyecta, de espaldas, al futuro, fijos los ojos mientras en el pasado, esa “catástrofe única” en la que los hombres creen apreciar una concatenación de etapas.
Podría decirse al hilo de todo esto que Caven, como Rita, como Agustina Bessa-Luís –La portuguesa nace de los seis folios de diálogos en los que la escritora fallecida hace un puñado de días transformó el agujereado relato de Robert Musil, que no contiene ni una línea de plática entre personajes–, como la joven protagonista a la que da vida la pelirroja Clara Riedenstein, se alían desde distintos frentes para boicotear la continuidad. Un asunto de mujeres hechiceras contra el hombre de la guerra, este von Ketten (o delle Catene), que, tras las largas ausencias exigidas por la enconada confrontación con el obispo, regresa al castillo que compartía con una mujer y unos hijos a los que apenas conoce para caer en la espesura del tiempo. En este, en palabras de Musil, “mundo que, en realidad, no es mundo alguno”, un lobo se puede convertir en un adversario en el amor, justo porque la joven portuguesa con la que se casó vio en la bestia un parentesco con el marido siempre a la fuga, y allí le espera a von Ketten esa feminidad brujeril y vampírica que en el imaginario pasa a equilibrar la balanza de quien se opone a los designios de los representantes de Dios en la tierra.
En lo que respecta a Rita, su arte siempre obtuvo la gracia, desde aquella O som da terra a tremer (1990), de intuiciones irresponsables que quiebran toda unidad y esperanza de armonía, alentando pasajes y rimas entre dimensiones espacio-temporales suspendidas, pero que no obstante reciben el trato más delicado imaginable. Así, por ejemplo, aquí el suplemento pictórico –la amenaza de aplastamiento por el universo cerrado de la referencia culturalista (Friedrich, La Tour, Everett Millais…)–, queda en cada ocasión cortocircuitado, si bien luego de herir nuestra memoria, por una maliciosa frase de rechinar irónico o por el imprevisible desarrollo en plano de esos numerosos animales (principios de irracionalidad, según la cineasta) que poseen la película. El auténtico zoológico que introduce Rita en La portuguesa, corroborando las teorías del ensayista Raymond Bellour en torno a la animalidad en la pantalla como una de las fuentes de la especificidad estética del cine, demuestra a la perfección este convencimiento sobre las virtudes del azar y del temblor de lo pasajero sobre lo razonable y preconcebido.
Bajo esta acendrada voluntad de “dejarse sorprender”, un plano, aun imperfecto desde el punto de vista de la sutura lógico-narrativa, puede incorporarse al montaje final de la película si en él se ha capturado la esquiva belleza de un momento, los imponderables que atentan contra toda previsibilidad, como un galgo que despereza el espinazo ante el obispo moribundo, un lobo que atraviesa impasible la naturaleza ajardinada o un gato que se regodea en los límites del encuadre.
La portuguesa, que ahora empieza tímidamente a exhibirse tras su paso por Berlín y el éxito en el Festival de Las Palmas, acumula estas preciosas aberraciones, que son como aquellas que Deleuze considerara en el cine, en relación a los poéticos trabajos de Baltrusaitis sobre los secretos parentescos entre hombres y animales o entre naturaleza e imaginación creadora, la antesala, aún desde el movimiento, de las rupturas de un tiempo salido de sus goznes. Y es a partir de este tejido de anomalías que se persigue la constitución del inefable clima sensorial que acompaña a toda situación nueva (un punto de partida podríamos denominarlo), en relación a la vuelta de von Ketten de la inacabable guerra y a la necesidad de afrontar a su esposa desde el decaimiento físico
En este sentido, y con Musil de por medio, parece complicado obviar la influencia del inacabamiento de El hombre sin atributos en la cineasta y la guionista, más cuando el asombro que acarrea ese estado renovado que reunía en los últimos capítulos escritos a Ulrich y Agathe, los hermanos incestuosos, ha inspirado buena parte del cine iconoclasta de otra bruja confesa, la Marguerite Duras de, en el caso más explícito, Agathe o las lecturas ilimitadas (1981). Ya en Correspondencias (2016), que traducía desde la mayor heterogeneidad mediática hasta la fecha en su filmografía las relaciones entre dos poetas, dos amigos y dos exilios, el interior (Sophia de Mello) y el exterior (Jorge de Sena), Rita amueblaba muchas de las tomas de actores y demás cómplices, piezas deslavazadas y a la deriva súbitamente imantadas por el montaje, con sus cuerpos desocupados, como en un letargo al margen de la temporalidad mensurable.
Aquí, en la morosa intimidad de las mujeres abandonadas a orillas de los acontecimientos, o en la lenta y dudosa convalecencia del marido posbélico sujeta a la estrategia definitiva de la portuguesa, Rita reincide en el trato con un tiempo perdido y reanimado que siempre ha sido materia predilecta entre los cineastas portugueses, “arqueólogos enamorados” en el imperecedero sintagma que Serge Daney les dedicara en virtud de esa facilidad por acrisolar los tiempos en uno y constatar, tanto que nada pasa del todo, como que en los lugares se acumulan huellas que arriban gritando, invisibles y sordas, desde las más oscuras profundidades.
En esta aurora se distingue a una cineasta que, en las antípodas del feminismo hegemónico y obviando las presiones de lo políticamente correcto, se alinea junto a su protagonista en tanto que mujer deseante, cautivadora de voluntades, y, sobre todo, experta en la alquimia que transmuta con naturalidad la materia en algo maravilloso. A saber, en tanto que cineasta curtida que adorna con esmero los signos de su supervivencia.