Elvis no está (tan) vivo
El 'biopic' dirigido por Baz Luhrman sobre el rey del 'rock & roll' combina excelentes momentos de éxtasis sinestésico con escenas de cartón-piedra que lastran el resultado final de la película
20 julio, 2022 20:30Todo el mundo sabe que Elvis Presley está muerto. O, por lo menos, no tan vivo como a sus herederos y al mercado musical les gustaría. Hace tiempo que la figura del Rey –a diferencia de la de Queen o The Beatles o Elton Jon o Nina Simone– no ocupa el lugar preponderante que tenía en el imaginario colectivo. Ya no se ve su irónica caricatura en el salpicadero de los automóviles. Ha desparecido de las camisetas. Ha ido perdiendo la pátina de popularidad, especialmente entre el público juvenil, esas acciones a futuro, ese seguro de eternidad. Así las cosas, los herederos de su legado artístico han tratado de resucitarlo con un exorcismo cinematográfico. Han pensado que nada mejor que un revival para tratar de ponerle de nuevo sobre el escenario.
El encargado de obrar el milagro –resucitar a Elvis como a Lázaro-- es nada menos que el australiano Baz Luhrmann (Nueva Gales del Sur, 1962), autor de algunas de las experiencias cinematográficas –algo así como películas, pero con trazas de videoclip, musical y grand guinyol– más excesivas de lo que llevamos de siglo. Padre de la desmesura, el barroco y la superposición de imágenes. El terror para los amantes del plano-secuencia. Antítesis de Manuel de Oliveira o Theo Angelopoulos. Entre su cinematografía uno se acuerda especialmente de Romeo+Julieta, una versión muy literal de Shakespeare en el cuerpo del texto y muy chiflada –pero extrañamente coherente– en la puesta en escena.
Se sitúa en un Miami lleno de bandas violentas, corrupción, rap y un maravilloso Mercuccio transformista. O el éxito oscarizado y masivo de Molin Rouge, con Ewan McGregor y Nicole Kidman, que acabó por popularizar la manierista manera del australiano de mezclar música e imágenes como lugar común. Antes de Elvis, Luhrmann no había vuelto a estrenar en pantalla grande desde su adaptación de El gran Gastby, protagonizada por Leonardo di Caprio. Su último trabajo, la serie The Get Down, fue un fracaso en toda regla. Aunque trataba de reseñar los inicios del hip-hop en los barrios neoyorquinos y, pese a sus atractivos hallazgos rítmicos, acabó cancelada por Netflix antes de lo previsto, tras emitir seis capítulos, en buena parte porque convertía los inicios del afilado género musical en un melodrama azucarado.
Cuando, hace unos años, los productores anunciaron la alianza entre Elvis y Luhrmann, algunos pensamos que los universos kistch, sincréticos y horteras de ambos casarían de fábula en una nueva aventura fílmica. Los dos son amantes de la mezcla, del pastiche y el exceso. Podríamos decir que Lurman es el Francisco de Quevedo del celuloide, pero cambiando el vitriolo por el almíbar. Elvis hizo apta para todo tipo de públicos la nueva escena de música negra en su fórmula mágica, que reunía carisma y blanquitud. Ambos aspiran a raptar la atención del público y hacerlos estallar en una cascada infinita de microrgasmos. Y a fe que la primera parte de la película da razón a tal expectativa.
La apertura resulta simplemente deslumbrante. Como en uno de aquellos maravillosos prólogos de las mejores películas de Pixar (recordamos el de Wall-E heredando la majestuosidad muda de Buster Keaton o el inicio emocional y devastador de Up) la experiencia sensorial de contemplar esos minuros en pantalla grande, después –o en medio o ya veremos– de una gran pandemia, produce una sensación de euforia que se contagia entre el público. La película está narrada por la voz de Tom Hanks, que interpreta al mánager –a un tiempo abusón y paternal– de Presley, el Coronel Tom Parker, y este punto de vista es muy acertado. Lo hace diferenciarse de otros biopics musicales y dota a la película una capa de profundidad que el director no acaba de aprovechar.
La fascinación que sintieron los primeros jóvenes –y más especialmente las primeras jóvenes– ante las actuaciones de Elvis en los pueblos polvorientos del sur, es reflejada con pericia, ritmo, poder e imaginación. Destacan los números musicales donde se reivindica la semilla del rock. La importancia de los garitos de blues o de las misas góspel, fuentes de las que Elvis bebió sin tasa para después entregar al gran público en su versión personal. Está excelentemente dibujada la relación, y la polémica que suscitó, entre el éxtasis místico y el físico que provocaba la voz y el meneíto del señor de Graceland.
También es meritoria la labor del actor Austin Butler como joven Presley. Suma a su fotogénico atractivo una voz resultona y una actuación convincente, lejos de las prótesis o las máscaras. Huele a nominación importante. También funciona el montaje fragmentado, los saltos hacia atrás y adelante, los cambios de texturas y las mezclas de la música original con nuevos samples y mutaciones. El problema es que, una vez llegamos a lo alto de la noria, la película no hace más que languidecer. No en el ritmo con el que Luhrmann nos martillea incesante, ni con sus cambios de planos continuos y artilugios visuales –tal es la longitud del exceso que a veces nos produce momentos de hartazgo ataráxico--, pero sí en lo que se refiere al guion.
El principal problema de este Elvis es que el manierismo visual –marca de la casa– se traspasa también a los protagonistas principales. El cartón-piedra de la puesta en escena se contagia a las máscaras de los personajes. Así, Presley es un joven encantador, sensible, buen hijo, concienciado de los problemas sociales y raciales. Si se droga lo hace impelido por el abuso del personaje de Hanks. Si traiciona su estilo lo hace obligado por Tom Parker. Si no realiza una gira mundial es por el malo de su mánager. Incluso en su caída final, Elvis resulta un personaje pusilánime y muy dolido por haber echado por la borda su matrimonio. Tom Parker es un malvado y siniestro personaje del inicio hasta el final, con un pasado que en ocasiones parece querer explotar pero que nunca lo hace del todo.
Vayan a ver Elvis si lo que quieren es una ración de euforia momentánea, una orgía de brilli-brilli y nostalgia en pantalla grande, un ligero mareo por los movimientos de cámara, unas actuaciones carismáticas, una vuelta al fanatismo de la pelvis y un espectáculo resultón, dogmático y excesivo. No es poca cosa, ¿eh?. Eso sí, absténganse cinéfilos exigentes. En esta película tal vez Elvis esté vivo, pero quizás no tanto.