El síndrome de Maruhin
Artistas como Clint Eastwood, Lennon, Dylan o Tolstói han defraudado la imagen que sus admiradores tienen de ellos. Su constante rebeldía creativa es un acto de libertad
23 octubre, 2021 00:10No podemos concebir el arte sin la figura del admirador, pero en realidad sabemos muy poco acerca de esa emoción misteriosa. ¿Por qué admiramos a un artista? ¿Y qué significa realmente la admiración? ¿Qué sentimos? ¿Y qué buscamos secretamente cuando admiramos a alguien? En cierta forma, la admiración reúne lo mejor y lo peor del ser humano. Admiramos al artista y su obra, sí, pero al admirarlo también lo encerramos en una especie de cárcel mental de la que no le permitimos escapar. Queremos que el artista sea como nosotros hemos decidido que sea. Y nunca admitimos desviaciones ni traiciones.
De A. Maruhin se saben muy pocas cosas. Sabemos que era rumano. Sabemos que era un lector voraz. Sabemos que era un admirador incondicional de Lev Tolstói. Y también sabemos, porque lo contó en sus Diarios la esposa de Tolstói, Sofia Tolstói, que un día de agosto de 1909, cuando Maruhin tenía 30 años, nuestro hombre se presentó en la hacienda de Tolstói, en Yásnaia Poliana. Por lo visto, Maruhin había leído La sonata a Kreutzer”, la novela del escritor ruso publicada en 1890 en la que se contaba la historia de un marido celoso que asesinaba a su mujer porque creía que ésta le engañaba con un violinista.
Cuando leyó la novela, el rumano Maruhin sintió tanta repulsión por lo que allí se contaba --o se vio asediado por tantos presentimientos sombríos sobre su futura conducta con respecto a las mujeres-- que acabó castrándose para no incurrir en la misma locura que narraba Tolstói. Y después, el buen Maruhin renunció a la vida de burgués ocioso y se compró un pequeño terreno para vivir pobremente trabajando la tierra. Como es bien sabido, al final de su vida el anciano Tolstói empezó a predicar a favor de la vida sencilla de los campesinos. La vida disipada de los burgueses y de los terratenientes ociosos sólo aportaba desgracias y sufrimientos. Para ser feliz, un hombre sano tenía que renunciar a todos los lujos y empezar a vivir en la pobreza. Y mejor aún si abrazaba la castidad, el vegetarianismo y el pacifismo. Todo lo demás era pecado y abominación.
Maruhin decidió aplicar las enseñanzas del maestro al pie de la letra. Y un buen día, castrado y reconvertido en humilde campesino, peregrinó hasta Yásnaia Poliana para comunicarle a su maestro la buena nueva. Pobre Maruhin. Cuando llegó se encontró con que el anciano Tolstói vivía como un terrateniente rodeado de lujos, en una enorme casa de campo atendida por sirvientes gracias a las rentas de los trescientos campesinos que trabajaban para él. Maruhin se sintió humillado hasta unos extremos que es muy fácil imaginar. ¿Cómo era posible que Tolstói escribiera una cosa y viviera de una forma tan contraria a la que predicaba? ¿Para eso se había castrado él? Así que el pobre Maruhin empezó a vagar por la finca suplicando que alguien le diera una explicación. Cada vez que se cruzaba con alguien suspiraba: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Cómo es posible? ¿Qué voy a decir en casa?”.
A partir de ahí se pierde el rastro de Maruhin. Y es una lástima porque este rumano del que apenas sabemos nada podría definir el trastorno que se da entre los admiradores de los artistas famosos cuando descubren que su maestro --o maestra, claro está-- lleva una vida muy distinta a la que predica en sus obras. A ese doloroso descubrimiento podríamos llamarlo el síndrome de Maruhin. Después de leer a Tolstói, Maruhin se castró y se puso a vivir como un pobre campesino cultivando solamente nueve desiátinas de terreno --unas diez hectáreas--, pero el gran Tolstói seguía viviendo en su hacienda de 300 campesinos en Yásnaia Poliana.
Quizá parezca ridículo, pero Maruhin me parece un personaje admirable. Al fin y al cabo, todos somos un poco como él. Cuando leemos, cuando nos dejamos atrapar por el hechizo de una obra de arte, todos actuamos como autómatas que nos dejamos gobernar por la nueva realidad que ha creado esa obra. Es como si esa obra de arte nos impusiera sus normas de conducta, sus leyes físicas, sus valores morales, sus realidades geográficas, su toponimia e incluso su propio sistema de pesas y medidas (corpóreas y morales). Y no podemos escapar. O mejor dicho, no queremos escapar. De un modo u otro, todos somos un Maruhin que se ha quedado atrapado en la telaraña que nos ha tendido el autor que admiramos.
La figura del admirador reúne a la vez lo sublime del ser humano (admirar a otro es una muestra innegable de grandeza y de generosidad), pero también presenta rasgos que surgen del magma más inquietante que anida en nuestro subconsciente. ¿No era Mark Chapman, el tipo que mató a John Lennon, un fiel admirador obsesionado por la figura del genio? Al admirar a alguien intentamos de alguna manera hacerlo nuestro, poseerlo, dominarlo, devorarlo. Y más aún, cuando admiramos a alguien nos castramos simbólicamente para demostrar nuestra veneración a la persona admirada. Pero al mismo tiempo --y eso es lo más peligroso-- estamos fabricando una cárcel mental en la que secretamente encerramos a esa persona admirada. Entonces le exigimos que se ajuste en todo momento a la imagen previa que nos hemos fabricado de ella porque esa idea preconcebida es la que amamos y queremos hacer nuestra al precio que sea. Se mire como se mire, hay un canibalismo simbólico en todo el proceso de la admiración.
Esa cárcel en la que encerramos al artista admirado, por supuesto, es mullida y confortable, pero está construida con las ideas y los prejuicios que nos hemos fabricado a partir de lo que buscamos en la persona admirada. Mientras el artista no intente escabullirse de esa cárcel, mientras acepte las normas del encierro, mientras siga fiel a las viejas pautas que le llevaron allí, el admirador --mentalmente castrado-- no tendrá ningún problema en seguir volcando su admiración en esa persona. Pero si la persona admirada quiere evadirse de esa cárcel, si cambia de rumbo, si decide iniciar una nueva vía artística que se aleje por completo de la anterior, el admirador no se lo va a perdonar jamás. En esos casos se activa el síndrome de Maruhin, aunque sea en una modalidad un poco más benigna que la del admirador decepcionado por la forma de vida del artista. Pero esa otra modalidad --la del admirador defraudado por el cambio de rumbo del artista-- también suele ser implacable.
Veamos otro ejemplo. A finales de julio de 1970 aparece en las páginas de la revista Rolling Stone una reseña del crítico Greil Marcus que tiene este rotundo título: ¿Pero qué es esta mierda?. Marcus se refiere a Self Portrait, el doble álbum que acaba de sacar Bob Dylan con un autorretrato en la carátula que se supone representa al propio Dylan. Todo el mundo da por hecho que el personaje pintado en el cuadro de la portada es Dylan, pero Dylan siempre ha asegurado que no es él, sino un desconocido que vio pasar por la calle cuando estaba en casa de unos amigos. Tratándose de Dylan, nunca sabremos la verdad. Es muy probable que la pintura sea un autorretrato de Dylan, pero es evidente que Dylan jamás querrá reconocerlo. Dylan está ahí y no está ahí. Es él y no es él. Eso --y sólo eso-- es Bob Dylan.
De hecho, cuando publicó Self Portrait Dylan ya llevaba muchos años jugando al escondite con sus admiradores. Al revés que Tolstói, que no paraba de predicar y de señalar un camino que llevaba a la salvación de la humanidad, Dylan quería huir de todas las ideas preconcebidas que lo identificaban con una forma de ser y con una forma de actuar. Estaba harto de ser el profeta de Woodstock y el espíritu viviente de la contracultura. Ya no quería --si es que alguna vez lo había hecho-- señalar un camino a sus admiradores.
Para bien o para mal, Dylan estaba harto de ser Dylan. Y por eso publicó Self Portrait, con versiones del cancionero tradicional americano y adaptaciones de clásicos como Blue Moon y composiciones propias donde reinaba una extraña, una insólita paz. Además se trataba de una paz doméstica, bucólica, amable, autosatisfecha. Dylan sólo quería contar que era feliz en Woodstock con su mujer y sus hijos. Pero sus admiradores --como Marcus-- no podían aceptarlo. Igual que Maruhin, querían que Dylan siguiera siendo el profeta rabioso, el visionario incansable, el hombre que señalaba el camino. Y de ahí la amarga decepción al escuchar las canciones plácidas y un tanto almibaradas de Self Portrait: “¿Pero qué es esta mierda?”
Otro ejemplo del síndrome de Maruhin lo hemos tenido con la reacción que ha causado la última película del nonagenario Clint Eastwood, Cry Macho. Sí, ya lo sabemos: es una película blanda, autoindulgente, engañosa, traicionera, menor. Pues claro que sí. El vaquero solitario se refugia en la familia, el hombre que no se ataba a nada acepta que ha llegado la hora de sentar la cabeza y fundar un hogar con una mujer y un hijo adoptivos. En la vida, parece decirnos Eastwood, no se puede aspirar a nada más: una casa, una mujer, un hijo. Eso es todo. Y no hay nada más porque el que busque otra cosa no la va a encontrar. Pues sí, claro que sí. Eso es Cry Macho. ¿Qué esperábamos de un anciano de 91 años? ¿Que fundara una banda de trash metal?
Sergio Leone decía que Eastwood sólo tenía dos expresiones como actor: con sombrero o sin sombrero. Pero otra cosa muy distinta es lo que Eastwood ha conseguido como director. No vamos a repasar aquí su carrera, pero desde Infierno de cobardes (1973) hasta Cartas desde Iwo Jima (2006) ha rodado una gran película cada dos o tres años. Si tuviéramos que compararlo con los clásicos de Hollywood, desde los tiempos de Howard Hawks o William Wyler nadie ha hecho lo que Eastwood ha hecho (no vamos a compararlo con John Ford porque él mismo lo consideraría una estupidez).
Por supuesto que ha hecho películas flojas o incluso algunos bodrios (15:17. Tren a París, por ejemplo), pero eso es lo de menos. Igual que Dylan, Eastwood ha sabido escabullirse de todas las ideas prefabricadas que nos habíamos forjado de él. Si lo imaginábamos como un machista irredimible, se sacaba de la manga un retrato femenino tan sutil como el de Angelina Jolie en El intercambio (2008). Si lo veíamos como el viejo vaquero gruñón que apestaba a estiércol de caballo, ahí nos dejaba Los puentes de Madison (1995). Y si nos empeñábamos en juzgarlo como un tipo simplón incapaz de sostener dos ideas antagónicas a la vez, se descolgaba con una obra de monumental complejidad psicológica como es Mystic River (2003). Los pobres Maruhin lo han tenido siempre muy difícil con Clint Eastwood, igual que les ha pasado con Dylan.
Y además, Cry Macho no es ninguna mierda. ¿Y si lo que se hubiera propuesto Eastwood con esta película blandengue y sentimentaloide, tal vez indigna de él, fuera anunciarnos que esto es justamente lo que se puede esperar de un anciano como el que ahora es? ¿Y si nos quisiera decir que ya no tiene nada más que decir y que los viejos se despiden con esta clase de obras menores? ¿Y si nos indicara que ya no hay nada más, que todo se acaba, que el talento se extingue y que esto mismo es lo que nos va a pasar a todos? ¿Y si nos estuviera susurrando al oído que esa película que nos parece tan poca cosa es la única forma que conoce de recordarnos que aún sigue aquí y que no tiene ninguna intención de irse? Por supuesto que todos los buenos Maruhin se sentirán traicionados y abatidos. Y muchos, al salir del cine, gritarán desconsolados por la calle: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Cómo es posible? ¿Qué voy a decir en casa?” Pero qué querían. Al fin y al cabo, el propio Eastwood podría contestarles que él sólo sabía hacer dos cosas. Con sombrero o sin sombrero.