Zürn y Binet: el fulgor antes de la caída
La editorial Pepitas de Calabaza edita ‘Primavera sombría’, de Unica Zürn, una historia de soledad infantil adaptada al cine por la directora Catherine Binet
27 abril, 2021 00:10Pocos dossieres de prensa tan impactantes como el de Les jeux de la Comtesse Dolingen de Gratz (1981), de Catherine Binet. En él, Georges Perec, pareja de la cineasta, aclaraba la sinopsis –los dos niveles, las dos historias: por un lado, la pareja desunida y en descomposición que espera un hijo; por otro, como si ese vientre acogiera junto al nasciturus una nueva ficción, la telegrafiada por Unica Zürn en Primavera sombría, la de “una pequeña niña que morirá de amor”– y anticipaba la lectura más provechosa del film: había que dejarse llevar e intuir cómo estas historias se encabalgaban, se precedían y adelantaban, se intoxicaban.
Perec, que invirtió el dinero obtenido con La vida, modo de empleo en la puesta en imágenes y sonidos del minucioso guión de Binet, concebía la película como un laberinto de espejos que excitaba posibilidades imaginarias: entre los grabados de la literatura de Verne, las muñecas de Bellmer, un puñado de objetos –llaves, cerraduras, rosas rojas–, lugares –mansiones, segundas residencias, casas de reposo– y sonidos –voces seductoras, neutras, gritos y canciones– se le ofrecía al espectador las piezas del puzzle para que completara en su cabeza esa “historia de amor tan fuerte que se hace crimen, suicidio quizás, locura, antes de hacerse película”.
En el mismo dossier de la película –que recibió premios y tuvo una vida comercial decente, aunque luego nunca haya traspasado el gueto cinéfilo– se reproducía la carta que Julio Cortázar le escribiera al productor Anatole Dauman celebrando su “extraño hechizo” y la misteriosa ósmosis que ponía en relación e imbricaba los distintos relatos; vasos a la postre comunicantes donde se establecían rimas más allá de intenciones y decisiones racionales. Cortázar, inspirado, resumía esta rara influencia entre las partes de ese todo inasible llamado Les jeux de la Comtesse Dolingen de Gratz en el establecimiento de correspondencias por capilaridad, vínculos secretos y subterráneos que se objetivaban simbólicamente en los dos momentos del relato de Zürn donde se arrancaban cabellos –la púber que le quita las canas a su lasciva madre y que más tarde le exige un mechón al hombre del que se ha enamorado perdidamente– como testimonio de atracción y sometimiento. Ceremonias eróticas y vampíricas.
Catherine Binet conoció a la pareja Bellmer-Zürn por mediación de su primer marido, el psiquiatra Jean-François Rabain, que trató a la escritora en uno de sus encierros psiquiátricos, en concreto en el hospital de Sainte-Anne. Dos meses después del suicidio de Unica, Binet leyó por consejo de Perec Primavera sombría, un relato que la marcaría profundamente y que, aunque no convirtiera en guión hasta seis o siete años después, ya la empezó a acompañar durante aquella década. Primero, en esa película a dos manos –aunque dirigida por Marcel Hanoun– que contribuiría al ciclo de las estaciones del cineasta francés: Le Printemps (1971), de donde parecen arrancar algunos motivos visuales y sonoros que recuperará en Les jeux, así como el tema del tránsito de la infancia a la adolescencia como momento revelador de los sentidos y la imaginación, con un componente de pureza –y crudeza– erótica.
Ya aquí el experimento con el color y el blanco y negro trababa dos películas en una, suspendido cualquier indicio de jerarquía enunciativa y narrativa entre ambas, abierto el conjunto a las simpatías y los contrastes de las formas: por un lado la película de la niña y su abuela en el pueblo; por otro, la del fait divers –ya con Michael Lonsdale, al igual que en Les jeux–, la de un crimen nebuloso y una huida por los alrededores del mismo pueblo; las dos cerrando un impreciso círculo cuando la primera menstruación de la niña coincida con el abatimiento del hombre, como un padre atraído y finalmente eliminado.
Segundo, ya en solitario, con Film sur Hans Bellmer (1974), donde los juegos, antes de a la condesa, pertenecían a las famosas muñecas descoyuntadas del artista (Les jeux de la poupée), a los restos tozudos de una infancia interminable que Bellmer y Zürn ponían al servicio de una obscenidad primigenia. Una transgresión grave pero todavía elegante que no sabe de pecado ni de moral, pues aún no ha caído en el mundo, en el reino de los adultos, donde todas las desgracias dan comienzo. De Bellmer, en concreto de su opúsculo Petite anatomie de l’image, Binet quizás extrajo un ideario de trayectos entre lo real y lo virtual que tiene al inconsciente corporal de protagonista: del dolor desplazado –la conexión entre la punzada del diente picado y la mano que se crispa– al contagio y transferencia de sensaciones –ese “ver con la punta de la nariz u oler con el talón del pie” que Bellmer recuperaba a partir de los casos de histeria e hipnosis llevados a cabo por Lombroso– se trataba de una comprensión hiperbólica de los sentidos y de una dramatización irracional de sus funciones.
Unica Zürn (Berlín, 1916, París, 1970)
Cuando, ya en los ochenta, Binet se propone adaptar Primavera sombría de Zürn, todo este bagaje previo la lleva a buscar cómo amortiguar y matizar mediante el cine lo descarnado del relato, sin dejar de asumir las implicaciones del texto. Para ello, como adelantábamos, y con absoluta fidelidad a la historia de la niña en su turbador y violento descubrimiento del erotismo y la idealización amorosa, Binet decidió entremeter el recuento literario de la infancia de Zürn entre la historia de una pareja desacompasada –con ella (Carol Kane) esperando un bebé y él (Lonsdale) preparando en su casa de campo una gélida venganza contra un ladrón reincidente (suceso real que la cineasta tomó de los periódicos)– y una breve transposición del primer capítulo del Drácula de Bram Stoker: quince segundos dedicados a la vampiresa Dolingen de Gratz que le permiten a Binet rescatar una sentencia –The Dead Travel Fast– que sobrevuela toda la película y la trasciende, al sumar a la intimidad fantástica del cine y sus géneros la implicación de una supervivencia –la de las suicidas, Zürn y su pequeña antecesora en la ficción– en forma de voz indesmayable.
En este entrelazado de historias, Binet plantea un paralelismo profundo con la práctica lúdico-experimentadora que compartieron ella y Perec por un lado y Zürn y Bellmer por otro. El gusto por lo encriptado, secreto y alusivo, por los anagramas y sus esforzadas permutaciones de letras, se traduce así al cine, donde los cuerpos y los gestos se presentan troceados, como aquellas frases. Desarticular y recomponer, desarmonizar para más tarde alentar nuevas simpatías, es lo que convierte Les jeux de la Comtesse Dolingen de Gratz en mucho más que una simple adaptación de Primavera sombría, en algo así como una delicada exacerbación –Binet comprueba la resistencia de la aleación entre erotismos: el zürniano, el bressoniano y el durasiano– de sus potencias expresivas.
Así, por ejemplo, advertimos y entendemos mejor la fatal sed de amor que la niña siente por el desconocido gracias a que su mirada anhelante también sirve para colmar la principal ausencia en la otra historia, el enmascaramiento del rostro de Lonsdale hasta que caiga el ladrón en su trampa y su desmedido plan se consume. Ambos objetos de deseo son interpretados por el mismo actor (Roberto Plate), ambas esperas en paralelo amplifican la noción de canibalismo que comparten el amor y la venganza.
Junto con esta poderosa idea de las afinidades con las que el montaje activa juegos de significante y significado similares a los de la escritura, Binet asimismo reclama para su película el establecimiento de un diálogo con otro aspecto nuclear que late en la obra de Zürn y que tiene que ver con el cine (la alemana también fue montadora y trabajó en la UFA nazi antes de huir de su país natal) en tanto que reflejo de los altibajos de la locura. Es en otro de sus libros, El hombre jazmín (1977), donde Zürn, al recoger sus “impresiones de una enfermedad mental” y describir la crisis que le sobrevino en una sala de cine, parece tender un puente entre los aspectos extáticos de la locura –su enamoramiento del estado visionario e hiperestésico al que le portan sus brotes– y la manera con la que las películas “nos completan”, permitiéndonos vivir otras vidas, multiplicar y metamorfosear nuestra sensibilidad y capacidades imaginativas.
Este éxtasis del antes de la caída –como explicitan las voces que cruzan Les yeux en su arranque–, esta fase álgida que antecede al advenimiento de la esquizofrenia severa y a la triste comprobación, tras la multiplicación de las estancias en sanatorios y hospitales, de que “las ideas de los locos se parecen todas”, anima a Binet a abrir su cine al poder de las verdaderas imágenes, ahí donde la asociación de ideas, los hallazgos y los pasajes entre espacios y tiempos retienen el misterio de la infancia –que, como diría Godard, también es la del arte– como hogar, como reminiscencia inagotable.
Que todas terminaran por caer –la niña, Zürn, luego la propia Binet, como colofón de una vida repleta de infortunios– no hace sino recalcar el mérito del equilibrismo mantenido, de ese “derramarse sonámbula al límite del juego” del que habla Lurdes Martínez en su prólogo a la nueva edición de Primavera sombría. Fue la última coincidencia de todas las que relacionaron a Zürn y Binet, aquella mujer con “su bello rostro de muñeca antigua”, como la describiera Marina Vlady en su emocionante C’était Catherine B., de quienes podría decirse que siguieron a rajatabla la bella máxima bellmeriana según la cual no hay relación válida que no quede confirmada por el azar; que sirve, por otro lado, como el mejor resumen posible de Les jeux de la Comtesse Dolingen de Gratz.