Gente de mala calidad
La serie 'Industry' es un retrato de trabajadores de la banca de inversión que muestran lo peor de nuestra sociedad
6 febrero, 2021 00:00Le tomo prestado a mi amigo Juan Cavestany el título de una de sus películas para encabezar esta reseña de Industry, la nueva serie de HBO, cuyo primer capítulo dirige, por motivos que no alcanzo a comprender más allá de los pecuniarios, la brillante Lena Dunham, creadora de la serie Girls y una mujer dotada de un gran sentido del humor que aquí no se aprecia por ninguna parte. Creada por Mickey Down y Konrad Kay, Industry retrata las tribulaciones laborales y personales de unos cuantos aspirantes a un puesto fijo en un banco londinense, Pierpoint: así se llamaba, por cierto, el último inglés que ejerció el cargo de verdugo antes de que se eliminara la pena de muerte en Gran Bretaña, y hasta tuvo su propia biopic, protagonizada por el gran Timothy Spall, al que hemos podido ver recientemente en Nieva en Benidorm, de Isabel Coixet.
El robo del título del largometraje de Cavestany se debe a que no encuentro una manera mejor de definir a los protagonistas de Industry, que se mueven por un mundo asqueroso (la banca de inversión) como si fuera el paraíso. La visión de los creadores de la serie carece de cualquier dimensión moral, limitándose a mostrarnos a unos cuantos individuos e individuas con los que uno no iría ni a la esquina. Ni uno de ellos consigue generar la menor empatía con este sufrido espectador. Es más, todos ellos me caen mal. Alguien dijo que si el espectador no encuentra en la pantalla a nadie que le importe se acabará desinteresando rápidamente de sus andanzas. Es lo que me ha pasado a mí con Industry. Entiendo que todos esos chicos y chicas aspiren exclusivamente a enriquecerse y a hacerse la puñeta mutuamente para conseguirlo, pero me parecen despreciables. Ni siquiera el infeliz que la palma en el primer episodio por trabajar más horas de la cuenta (¡hay que hacer méritos para pillar plaza fija en ese banco con nombre de verdugo!) y atiborrarse a pastillas para rendir más y llegar al extremo de echarse siestas en un retrete para recuperar sus fuerzas, cada vez más mermadas por la farmacopea y el auto abuso, consigue despertar en uno la más mínima simpatía. En cuanto a sus compañeros, se toman el asunto con displicente fatalismo y yo diría que hasta se alegran de haberse librado de un competidor.
Cuando no están currando, estos masters of the universe (por usar el término que patentó Tom Wolfe en su novela La hoguera de las vanidades) sacan a pasear a clientes, se dejan meter mano si es preciso y se emborrachan sin alegría alguna, como si fuese la única manera de soportar mínimamente aquello en que se han convertido. A veces follan (la expresión “hacer el amor” es aquí un eufemismo ridículo, pues nadie quiere a nadie en esta serie), pero lo hacen con una tristeza desoladora, pues uno diría que, aunque tengan una apariencia humana, no acaban de ser exactamente humanos.
No he entendido a donde quieren ir a parar los señores Down y Kay con este retrato de gente de mala calidad. Tal vez lo entendería si hiciera el esfuerzo de llegar al final de la primera temporada (ya se ha renovado para una segunda), que consta de ocho episodios, pero me quedé frito al final del tercero y la perspectiva de asomarme al cuarto la veo muy improbable. Mientras apagaba el televisor, la única frase que me vino a la cabeza fue: “¡Que os zurzan a todos!”. A los personajes, a sus creadores y a todos los involucrados en este preciso retrato de lo peor de nuestra sociedad. Igual soy un maldito moralista, pero, francamente, que le suelten este rollo a otro.