Alegoría de John Keats / DANIEL ROSELL

Alegoría de John Keats / DANIEL ROSELL

Poesía

John Keats, 200 años de fugacidad

El poeta romántico inglés creó una obra plástica, exuberante y sensual, pero también meditativa, cuya vigencia perdura en el segundo centenario de su muerte en Roma

6 febrero, 2021 00:10

Si, como escribió Quevedo, solo lo fugitivo permanece y dura, habrá que reconocer a John Keats (1795-1821), de tan breve vida, una de las condiciones necesarias para esa permanencia y durabilidad. Ninguna vida, por más corta que sea, se adhiere a la memoria de los demás si no reúne en su torno, juntamente, alguna otra circunstancia o cualidad. La de Keats salta a la vista –y al oído–: se trata de uno de los más grandes poetas de la lengua inglesa. Habrá otros que prefieran voces más doctas,  pero la virtud del autor de la “Oda a un ruiseñor” es que, de extracción humilde (su padre fue un cochero que murió al caer seguramente bebido del pescante), alcanzó por intuición y genio, es decir talento innato, una visión (y una musicalidad, repito) que lo sitúan en la cima del Romanticismo inglés, lo cual equivale, con el germano, a decir universal.

Hölderlin, Novalis y una parte de Goethe ya habían abierto en Alemania la puerta de una nueva sensibilidad. En Inglaterra el aldabonazo lo dieron dos jóvenes amigos, William Wordsworth y Samuel Taylor Coleridge en 1798 con la publicación de Baladas líricas. A ellos sucedió lo que se conoció como segunda generación romántica, y formaron en este segundo contingente Byron, Percy Bysshe Shelley y el propio Keats. Si el primero de los tres es esencialmente un cantor de la carne y la sensualidad, y el segundo siempre estuvo preocupado aun desde su ateísmo por lo metafísico, Keats, el inigualable Keats, unió –tesis, antítesis, síntesis– ambas facetas en una obra plástica, exuberante, sensual, pero también meditativa y con vislumbres filosóficos que lo hacen el más querido y el que hoy es más vigente.

Aunque asistió a una buena escuela que despertó en él el interés por la poesía, su formación posterior, que no fue universitaria, equivalía a la de un practicante raso o en términos actuales un ATS. Keats publicó un primer libro que no fue del todo bien acogido por la crítica. Esto hizo que se creara en torno a él una leyenda según la cual al sentirse vapuleado por algunas plumas se sumiría en una melancolía (y la inmortal “Oda a la melancolía” es obra suya) que le quitó las fuerzas para vivir y propició la mella y a la postre la destrucción de la tuberculosis que acabó con él. Ciertamente, esta atribución encaja en el ideal romántico de desgarro, pero no se atiene a la realidad. 

Antología bilingüe

Porque Keats (como un toro bravo en la poesía de Miguel Hernández o el hoy no tan leído Rafael Morales) se creció en el castigo y en el último lustro de su existencia entregó una sucesión de joyas entre las que destacan por derecho propio las odas: a la indolencia, al otoño, sobre una urna griega, a Psique, a un ruiseñor. Es esta, precisamente, uno de los poemas más revisitados de la lengua, la que hizo escribir a Borges un delicioso ensayo recogido, “El ruiseñor de Keats”, en el que defiende el carácter platónico, frente al aristotelismo de otros, de nuestro poeta.

Ahí, un verso que inspiraría a Francis Scott Fitzgerald el título de Suave es la noche. Y dos estrofas finales extraordinarias uniendo vigilia y sueño y la conciencia de que el canto que el poeta oye en ese instante en el jardín de una casa de Hampstead, al norte de Londres, es el mismo que ha sonado siempre y seguirá sonando cuando otras voces se apaguen (como la suya). No es cuestión de trufar estos párrafos de versos, pues ahí están los libros para disfrutarlos; pero es tan poderoso el impulso de trasladar aquí entera la estrofa VII (la penúltima), que no me resisto. Traduzco: 

¡No para morir naciste, ave inmortal!

Ni generaciones ávidas te huellan. 

La voz que oigo esta noche la escucharon

antaño emperador y campesino;

quizás igual canción halló su senda

hasta la triste Ruth, cuando nostálgica,

lloró entre los trigales extranjeros;

la misma que hechizara

a mágicas ventanas sobre el mar

en olvidadas ínsulas de ensueño.

John Keats EpitafioCurioso que el poeta que no pasó por Cambridge ni por Oxford haya sido el que mejor haya recogido el testigo del helenismo en Inglaterra. Aparte de las citadas odas y varios puñados de excelentes sonetos, Keats escribió algunos poemas narrativos sobre Hiperión y Endimión, y ahí de nuevo esa suntuosidad verbal que no está privada de alfilerazos gnómicos con versos rotundos, epigramáticos. Si Byron se fue a Grecia para morir, Keats trajo esta a su vida, y desde el encuentro epifánico con las traducciones de la Ilíada y la Odisea cultivó el terreno de esa huella. “Al asomarme por primera vez al Homero de Chapman” es la muestra de esa fascinación. También, “Al ver los mármoles Elgin” (parte del friso de las Panateneas que luce con el nombre del lord que lo rapiñó en el Museo Británico y, por el contrario, falta en el de la Acrópolis). 

Curioso que el poeta que no pasó por Cambridge ni por Oxford haya sido el que mejor haya recogido

No, Keats no fue a Grecia (ya la llevaba en su corazón). Adonde marchó cuando su salud mostró los signos más amenazantes fue a Italia. Dejando atrás a buenos amigos, enterrado un hermano también tísico, y con la congoja en el pecho de su amor, Fanny Brawne, vecina de esa casa de Hampstead que hoy alberga su casa-museo, el poeta se asentó por indicación médica en Roma. Y allí, en un inmueble al que se accede por las escaleras que suben a la Plaza de España, pasó sus últimos días en compañía de un pintor admirador suyo, Joseph Severn, al que debemos muchos recuerdos punzantes de aquellas postrimerías. También esta casa se puede visitar, como el cementerio no católico al Sur de la ciudad en la que están enterrados ambos amigos en un paraje recorrido por gatos líricos y casi al pie de la pirámide de Cayo Cestio. 

Imagen de John Keats, Julio CortázarThomas Hardy escribió un poema sobre ese lugar bellísimo. Por su parte, la lápida que se alza sobre los restos de Keats recoge el epitafio que este escogió para sí mismo, un embuste que no se cree nadie si atendemos a la pervivencia de la obra, no a la de los castigados pulmones o el cuerpo que de desmoronó con ellos en su marasmo. Es el citadísimo: “Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua”. ¡Escrito en el agua! Qué imagen más terrible de la transitoriedad. Cernuda la eligió como título de la que había de ser la última página de Ocnos, pero la censura española la vetó cuando iba a aparecer la segunda edición, en Ínsula, y ya el pasaje quedó postergado como apéndice en futuras publicaciones acrecentadas.

Si Keats ha sido motivo de grandes poemas (basta recordar el “Adonáis” de Shelley, traducido por Manuel Altolaguirre), Cernuda es el poeta que mejor lo ha entendido entre nosotros. Y eso que le dedicó un poema en el que ni siquiera lo nombra, haciendo buena la idea de que no hay nada como una buena elipsis. Está incluido en Desolación de la Quimera y se titula “A propósito de flores”. Recoge ese final de Keats de modo memorable: ese periodo final de desesperanza en el cual el poeta ya no abría las cartas de su amada y sentía crecer, como muerto, las flores sobre él.

John KeatsCartas. Aparte de ese episodio final tan descorazonador, Keats escribió algunas que merecen la lectura por recoger preclaros juicios aleccionadores sobre la escritura de poesía. Poco después de su fallecimiento, lord Houghton publicó el libro Vida y cartas de John Keats, su primera biografía, la primera colección de su epistolario. Lo tradujo nada menos que Julio Cortázar, fascinado por el inglés, a quien dedicaría su monografía Imagen de John Keats. Luego se han ido agregando cartas a aquel corpus. ¡Con qué naturalidad y acierto escribe Keats a sus corresponsales creando una especie de poética en marcha, en la que destaca la idea de la “capacidad negativa”!

Cartas. Aparte de ese episodio final tan descorazonador, Keats escribió algunas que merecen la lectura por recoger preclaros

Keats vio que esa capacidad de ser esponja, de dejar de ser uno mismo para ser lo demás (que parece una vía literaria occidental de ósmosis no dispareja del budismo zen), la encarnó mejor que nadie Shakespeare, que en su obra dramática es todos y ninguno. Esa teoría del camaleón, ¡qué bien la expresa Keats! Y cincela: “Un poeta es lo menos poético de cuanto existe: no tiene identidad”. Mucho se ha escrito sobre este concepto en relación con la teoría de la impersonalidad de T. S. Eliot.

Cartel de la película %22Bright Star%22

En Inglaterra, grandes escritores lo veneran, y un anterior poeta laureado, Andrew Motion, le dedicó otra biografía. Uno anterior, Tennyson, manifestó su consideración más alta por Keats (carácter melancólico como el suyo), y los pintores prerrafaelistas  llevaron al lienzo varios de los motivos de sus poemas. Yeats, sin embargo, no mostró gran aprecio por él, y en “Ego Dominus Tuus” se pregunta por boca de una de las voces del diálogo, como restando vuelo a su inteligencia: “Su arte sí es feliz, ¿pero y su mente?”. Seamus Heaney, que frecuentó lo pastoral en sus inicios, lo reconoció como uno de los que más lo influyeron, y en el discurso del Premio Nobel calificó a la “Oda al otoño” como “un arca de la alianza entre lenguaje y sensación”.

Jane Campion filmó sus tres años de vida en Bright Star (que toma su título de un soneto en el que anhela la constancia en el amor, equiparada a la de la luz de una estrella). Pero retrocedamos en el tiempo y miremos en España. Al catalán lo llevó Marià Manent (Sonets i odes, 1919). Juan Ramón Jiménez acogió como propia la identidad belleza/verdad (Keats aseveró: “Belleza es la verdad, verdad lo bello”). Gerardo Diego tradujo parte de la “Oda sobre una urna griega”, y Cernuda la “oda al otoño”. José Ángel Valente, esta última y la dirigida a la melancolía.

En tiempos más recientes, Lorenzo Oliván lo tradujo en Belleza y verdad, recogiendo ese binomio de la “Oda sobre una urna griega”. Juan Carlos Mestre escribió el poema en 21 cantos o secciones La tumba de Keats, “aquí donde Roma es una aldea de roja cal dormida bajo las rosas pútridas”. Y han escrito poemas que dialogan con él varios otros, entre ellos Luis Alberto de Cuenca (que además ha traducido “La víspera de Santa Inés” y “Lamia”). Otros poetas traductores han sido Alejandro Valero o Gustavo Falaquera (seudónimo de Jesús Munárriz).

“A thing of beauty is a joy for ever”, observa Keats en Endimión. Esa es la clave por la que su nombre no fue escrito en el agua por más que sea brillante el exceso retórico. Con esa doble verdad que ofrece un pensamiento atinadamente expuesto con el subrayado del ritmo, de la poesía, “Perpetua dicha son las cosas bellas”. Si bellísima es la obra de John Keats, complete el lector el silogismo acerca de su eternidad.