Sean Connery
Nos quedamos sin Bond
Sean Connery (Edimburgo, 1930 - Bahamas, 2020) se despidió del cine en 2003 con una película estúpida, La liga de los hombres extraordinarios, basada en un cómic igualmente memo de Alan Moore, un tipo que siempre se queja de lo mal que lo adaptan, aunque a mí me parece que esas adaptaciones son muy fieles y el problema está en que de donde no hay, nada se puede sacar (y ahí lo dejaré, que los fans de Moore son muy rencorosos y enseguida se enfadan y te ponen de vuelta y media). Tras participar en semejante gansada, un hombre cabal y de una cierta edad puede verse obligado a replantearse su vida, que es lo que hizo el señor Connery, jubilándose --no como Michael Caine, que parece haberse propuesto reventar en el set-- y pasando sus últimos años en las islas Bahamas (previamente, había vivido una larga temporada en Marbella, hasta que el equivalente más o menos humano de La liga de los hombres extraordinarios, Jesús Gil y Gil, parodia involuntaria de los villanos de la saga de James Bond, lo puso en fuga). Todos lamentamos su jubilación anticipada porque Connery era de esos actores que mejoran con la edad, que les aporta una gravedad y un tronío del que carecían de jóvenes. Cuando lo descubrimos en 1962 en la primera aventura de 007, nos pareció un gañán escocés, alto (casi uno noventa) y apuesto pero con un talento limitado, al que costaba imaginarse haciendo algo que no fuese repartir sopapos, encamarse con macizas y, por el camino, salvar al mundo libre de las amenazas de algún chiflado peligroso.
Con el paso del tiempo y, sobre todo, la entrada en la edad provecta, Connery se convirtió en un actor sólido y fiable y, sobre todo, en una presencia, algo que hoy día cada vez está menos al alcance de cualquiera. Aunque arrastraba cierta fama de machista --unas declaraciones de 1987 a la revista Playboy sobre la pertinencia de pegar a las mujeres en determinadas circunstancias han sido exhumadas tras su fallecimiento: siempre hay alguien con ganas de mearse sobre la tumba del difunto--, lo teníamos por un caballero cuya única rareza era su obsesión por la independencia de Escocia, país en el que prácticamente no había puesto los pies desde que las cosas empezaron a irle bien (no es de extrañar: su casa cutre en un barrio cutre de Edimburgo era una de las paradas del autobús turístico cuando visité la ciudad a principios de los noventa). De vez en cuando, hacía unas declaraciones patrióticas (desde Marbella o las Bahamas) y seguía a lo suyo (la reina Isabel, que lo convirtió en sir Sean, nunca se lo tuvo en cuenta).
No sé si Connery fue el mejor Bond de la historia, pero sí el que fabricó la manera de ser en la gran pantalla del personaje creado por Ian Fleming. Roger Moore convirtió sus aventuras en entretenidas charlotadas y Pierce Brosnan (que tampoco es inglés, sino irlandés) confirió a 007 una elegancia a lo Bryan Ferry que no estuvo nada mal. Connery bendijo a Daniel Craig diciendo que le parecía un gran actor, y no seré yo quien lo niegue, pero para muchos devotos de Bond de mi quinta, Craig habría sido un gran villano de la serie (y un insuperable Vladimir Putin), pero nunca nos lo hemos acabado de creer en el papel. No sé si Connery fue sincero al elogiarlo, pero, en cualquier caso, hizo lo que llevaba décadas haciendo: quedar como un señor.