Rosa María Sardà, una furtiva lacrima
Pigmalión de las naturalezas creativas, la Sardà, actriz mayúscula y mujer titánica, nos mostró el camino agridulce del éxito y del fracaso con placidez. No tuvo miedo a nada
12 junio, 2020 00:10La romanza de L'elisir d'amore (Donizetti) encaja con el aplomo de la gran dama de los escenarios. La canción habla de amor y del miedo a morir por perder, no la vida, sino el amor. Incluye también una ironía elíptica, que podría ser perfectamente la de Rosa María Sardà, frente al caballero que viene a buscarla para jugar con las negras su última partida de ajedrez ¿Qué cara se le habrá quedado a San Pedro, en las puertas del Paraíso, al oír de su boca aquello de “tengo más sentido del humor que del honor”? Ella ya disfruta de lleno de la simbología trinitaria: “Tiene la oportunidad de ver cosido en un volumen todo lo que despliega el universo”, como dice el texto de la Comedia. Los ángeles están de enhorabuena; hoy se ríen de sus ocurrencias a mandíbula batiente. Entre todas las greguerías de la actriz, destaca ahora aquella que habla de lo “complicado que es morirse en el primer mundo, y qué caro”, contenida en su libro autobiográfico Un incidente sin importancia (Planeta).
La Sardà no quería esquelas ni en La Vanguardia, que es dónde van siempre; no las quería porque “son algo muy feo”. A pesar de todo, conoció el tiempo en el que las glorietas del Eixample no se limpiaban hasta después del primer café y de haber leído los nombres de los fallecidos y de las farmacias de turno. En las casas de toda la vida, dejando a un lado las crónicas futboleras, la crítica teatral de los grandes estrenos se dejaba casi siempre para el final de la jornada. Entonces la política no inundaba la escena; y ayer, por unos minutos, tampoco. El odio de Sus Señorías nos dio un respiro al conocerse el pésame de Pedro Sánchez: “Sardà ha sido historia en mayúscula de nuestra cultura”.
Hoy mismo empieza una peregrinación telemática con destino a Barcelona; un homenaje de los maestros del celuloide y del proscenio, similar a la que le ofreció el mundo de la escena a Sara Bernhardt a su muerte, en 1923, cuando una multitud acudió a despedirla al cementerio parisino de Père-Lachaise. Los adioses del Covid no permiten las aglomeraciones, pero sí los momentos de homenaje íntimo que concentran el sentir de muchos. “Era la mejor”, dijo hace mucho Luis García Berlanga, el director inefable y editor cachondo de la colección La sonrisa vertical, que se hacía llamar el último austrohúngaro, mostrando un sentido muy preciso de la libertad en tiempos de capillitas.
Cuando la Academia de Cine anunció el fallecimiento de Sardà, las ciudades enmudecieron. Una vanguardia categórica de presentes y ausentes se cruzó en memorias, afectos y palabras; fue el torbellino de Pedro Almodóvar, Fernando Trueba o Icíar Bollaín, y de otros que, en algún momento de su vida, habían influido en ella, como Benet i Jornet, Mario Gas o Terenci Moix; el dolor por la pérdida de Rosa María atravesó a Banderas, a Santiago Segura o Javier Cámara, y especialmente a la silente amiga, Nuria Espert. El arte es la actividad humana que mejor sostiene en el tiempo los diálogos entre vivos y muertos, según una idea original de Chateaubriand, en sus Crónicas de ultratumba, practicada a pelo por el realismo mágico de los ochenta.
Iban pasando las horas y casi nadie pensaba en sus entorchados. Goya por sus papeles en Sin vergüenza o ¿Por qué le llaman amor cuando quieren decir sexo? Y una nominación por La niña de tus ojos, y muchos galardones más, como la medalla de oro de la Academia y el Max de Honor en 2015. Películas como El efecto mariposa, Moros y cristianos, Todo sobre mi madre, Anita no pierde el tren, Torrente 2: Misión en Marbella, El embrujo de Shanghai o Te doy mis ojos. Alcanzó hasta el centenar de apariciones en las pantallas, empezando en la seria de TV Hora once y acabando en su último toque cinematográfico en la película de Ángeles Reiné, Salir del ropero.
Después del recorrido biográfico de citas y felicitaciones, el rol, el plano y el decoro intelectual de sus actuaciones abandonaron momentáneamente a la Sardà. Pero el hemisferio izquierdo de su cerebro había dejado una estela: “Si saber no es un derecho, seguro será un izquierdo”, debe estar cantando ella en la voz de Silvio Rodríguez, autor, dulce, mago de la nota y el verso. Ella ha destacado como defensora de la igualdad de oportunidades, de la cohesión social y de la extensión de los derechos civiles desde la infancia hasta la identidad de género.
La Sardà, que se ha ganado el galicismo del artículo delante del nombre, (como La Callas, la Bardot o la Garbo), ha sido fiel a sus ideas republicanas de izquierda, muy próxima al PSC. Ha sido crítica con el nacionalismo, defendió un catalanismo racional y se opuso abiertamente al procés, demoliendo la irresponsabilidad de sus líderes y la frialdad de los soberanistas ante las consecuencias desastrosas de su desafio al Estado y a la Constitución del 78. Su militancia es anterior a 1975; desplegó su presencia ética e intelectual ante las autoridades del Antiguo Régimen en los años del hierro.
Esta mujer brava no tuvo miedo de casi nada. Siendo la mayor de cinco hermanos se puso al frente de su familia, como una madre sin complejos que “nunca ha dejado de coger de la mano al grupo”, confesó ayer su hermano, el periodista y presentador Xavier Sardà. El humorista Carlos Latre, al que muchos descubrimos en aquellas Crónicas marcianas de Sardà, ha destacado la figura de Rosa María en el cine, en el teatro, en el humor, como “maestra de ceremonias”. La Sardà nunca jugó con las cosas de comer. Devolvió la Creu de Sant Jordi de la Generalitat, convencida de que el galardón emanaba, en aquel momento, de la furia racial de dirigentes políticos incapaces y poseídos por el dogma. Se ha reído mucho sin reírse de nadie y ha sacado de nosotros la hilaridad del que cree en un mañana mejor y más pacífico. Ha servido al arte como una trabajadora de cultura sin cerrar su percepción ante ningún desafío de progreso.
Una mujer titánica y sensible, dotada de “una inteligencia superior”, recuerda Juan Carlos Martel, director del Teatre Lliure; ha sido una actriz capaz de dominar el drama y la tragedia al mismo tiempo. Francamente, hoy es un buen día para recordar su papel de Poncia de La Casa de Bernarda Alba, la pieza de Lorca sobre la que el autor lanzó su gran deseo a modo de ensalmo: “El teatro es la poesía que se levanta del libro y se hace humana. Y al hacerse, habla y grita, llora y desespera”. La envidia, los celos, la lujuria o la codicia, todo resumido entre cuatro muros, eso es la Bernarda Alba del teatro de La Barraca. Quien se siente capaz de repetir lo que alguien anterior bordó para su gloria roza la proeza; y Sardà lo hizo, no dudó incluso a costa de exigirse la finura declamatoria de la gran Margarita Xirgú, lorquiana por aclamación y designación. Sardà salió airosa del empeño, convencida de que Lorca hubiese aprobado su actuación a pesar de que el gran poeta granadino, fusilado en el 36, no llegó a ver la obra representada.
La Sardà se desafió a sí misma cada vez que una dirección escénica o un papel lo exigían. Supo reinar al predicar con sacrificio lo que otros desestiman por pura incapacidad. Así sacó adelante la mejor presentación de los Premios Goya, después de muchos intentos fracasados de culminar una celebración digna de nuestro mejor cine. Habíamos descubierto el juego de pasadizos que conducen al escenario de la gloria, pero no sabíamos cómo pisar sobre alfombras de rosas y dar cariño sin sobresaltos a los ganadores atemorizados ante su gran noche. Pigmalión de las naturalezas creativas, la Sardà, nos mostró el camino agridulce de las dualidades –éxito o fracaso, gloria o infierno– con aparente placidez. Su vacío lo llena la romanza. Una furtiva lacrima.