Brisseau: la sombra donde brillan sus pupilas
El director francés, que apasionó a los cinéfilos y escandalizó a los biempensantes, dejó una obra singular, arriesgada y turbadora
20 septiembre, 2019 00:20Interrumpida a la fuerza la polémica, salvado el honor de nuevo por Portugal –la cinemateca lisboeta le dedicaba el pasado julio, dos meses después de su desaparición, la retrospectiva integral que le negara la francesa en su día debido a las presiones mediáticas por una antigua (y cumplida) condena por abusos sexuales–, a los por ahora vivos sólo nos queda regresar metódicamente a Brisseau, para disfrutar, claro, de su filmografía; también para comprender su caso, que incumbe un poco a todos los cinéfilos, su salvaje y negligente inocencia de cineasta obsesivo que deja una de las obras más importantes del cine contemporáneo cimentada en un constante arrojo contra viento y marea, en una decidida apuesta por deshacer la maraña de fuerzas que colisionan en el acto cinematográfico: voyerismos y otros abismos escópicos, aperturas al conocimiento y al éxtasis, pero también a la revelación de miedos acendrados, drásticas ruinas y redes de simulacros.
Al poco de morir, como en un giro sobrenatural de sus propias historias filmadas, se puso en circulación fantasmalmente una de sus primeras, y hasta entonces invisibles, películas, Mediumnité (1976), una de aquellas en 8 milímetros que le supusieron el primer empujón hacia la industria del cine profesional bajo el padrinazgo de dos colosos, Eric Rohmer y Maurice Pialat. Y quizás esta aparición estuvo motivada por su deseo de ultratumba de recordarnos que todo estuvo ahí desde el principio.
Su último cine doméstico rodado en su propia casa, con su cuerpo y con la inestimable ayuda de su compañera y montadora Lisa Hérédia (La fille de nulle part, 2012; Que le diable nous emporte, 2018), no resultaba tan ajeno a estos iniciales pasos autodidactas y auto-psicoanalizantes; que, en todo caso, su obra había respondido, más que a una concatenación de títulos, a un proceso de intensificación y profundización bajo un temerario anhelo de saber más, de comprender algunos enigmas de la existencia. En la película, donde una mujer (la misma Hérédia) ya dejaba constancia de la superioridad femenina para elevarse del mundo terrenal (también para alterar el potencial fantasmático del varón), el propio Brisseau describía el principal efecto de su proceder de entomólogo: “Cuanto más observo las cosas, mejor las comprendo y más bellas las encuentro”. Se trataba de seguir mirando, de seguir ensayando.
Hijo de una limpiadora y de un padre que pronto los abandonó, Brisseau fue acogido desde esa infancia casi huérfana por el cine en un caso no muy lejano al de Truffaut, con quien también le une el profundo interés por Hitchcock, especialmente por el que en La ventana indiscreta, Vértigo y Psicosis escenificó ese desgarramiento entre percepción y narración que el cine clásico había mantenido suturado a favor de alegorías constructivas.
Si a la fórmula le añadimos otra influencia capital, la de Cocteau, la lúdica y pregnante exploración de fugas hacia dimensiones ocultas e inefables a partir de sencillas artesanías –el cine a la altura de un niño entre puertas y espejos–, y el sobrevuelo de Buñuel, el desvelamiento de mundos originarios y pulsiones primarias entrevistos entre las costuras de la cotidianidad, creo que nos acercamos al corazón del cineasta. Un verdadero heredero, entonces, de la modernidad, es decir, de ese momento de rupturas en el equilibrio entre visiones y enunciados, entre miradas y relatos, que tantas respuestas –tantas poéticas– deparó desde una renovada inestabilidad entre cielo e infierno, atracción de las alturas y también de los abismos.
Sin embargo, y a pesar del abrigo de la tradición, Brisseau siempre estuvo un poco solo, y fue bastante malinterpretado entre los tirones y sacudidas de esos puristas que lo querían en su bando. Nadie quedaba del todo contento. Los amantes de la sociología porque en su primer cine (La vie comme ça, 1978, Un jeu brutal, 1983, De bruit et de fureur, 1988, Noce blanche, 1999) la orientación marxista y la inspiración documentalista (el cineasta aún compaginaba al principio de su carrera el cine con su primera profesión de maestro de francés en el extrarradio y en barrios desfavorecidos) sufrían los primeros cortocircuitos fantásticos (“cuando un espectador cree estar en una película realista, tac, le envío un ángel”, le dijo a Antoine de Baecque en su precioso libro de entrevistas con el cineasta).
Los freudianos, al contrario, por la importancia que el Brisseau del sexo, la muerte y la mística (L’ange noir, 1994, Choses secrètes, 2002, Les anges exterminateurs, 2006, À l’aventure, 2008) daba al contexto de las clases socioeconómicas, y por su tendencia a sobrepasar el viejo teatro de las formaciones del inconsciente camino de interrogaciones más profundas y de corte metafísico.
Quedaban sus iguales del cine, los educados en el reino de las sombras, que sabían de esa frágil compensación mágica que permite sobrevivir, siquiera ilusoriamente, después de que los grandes pensadores hubieran decretado la trágica condición del hombre encerrado en sociedad. Ellos sí pudieron admirar la asombrosa heterogeneidad de su cine, su apasionamiento no reglado que mezclaba sin prejuicio lo alto con lo bajo, la materia con el espíritu, identificando, desde primera hora, que en Brisseau palpitaba el drama del espectador –condenado a mirar sin actuar (ver sin tocar, la prohibición que congela la mano del niño ante el striptease sobrevenido en L’echangeur, 1982)–; transformada luego, esta pasividad fundacional, en la ambigua omnipotencia del orquestador de imágenes; de uno, además, al que nadie esperaba.
Y este dudoso poder reconquistado se tradujo en la osada aventura por filmar lo nunca antes filmado, por acomodar al cine objetos extraños y peligrosos. Primero, un lado, digamos, neorrealista: los sobresaltos perceptivos de la vida en el suburbio que tan bien conocía (la violencia cotidiana y constante que todos dieron por exagerada; la insaciable necesidad de un escapismo —el cine, la literatura— al alcance de pocos afortunados). Más tarde, asumida la gimnasia del ojo, de ese mirar intenso base de la cinefilia, el enigma del placer femenino como correlato de una sed de conocimiento que distingue en la realidad pliegues que la tiñen con los poderosos colores del mito.
Poseyendo desde el origen su práctica autodidacta, pero convertido en objetivo primordial desde L’ange noir, filmar el sexo se convirtió para Brisseau en su tarea de cine; una ocupación con limitados precedentes, ya que, como advertía el propio cineasta, si para representar el crimen y el suspense uno podía tirar de Hitchcock o Lang, para poner la cámara delante de dos chicas que se acarician o hacen el amor, sólo existe el referente del porno, escasamente interesante. El cometido de Brisseau sería desde entonces interrogarse por el deseo y ejercitarse, como apuntó David Vasse, en la grabación de escenas de sexo como si de escenas de suspense se tratara: en “utilizar el sexo como Hitchcock ha utilizado el miedo en su cine”.
Este paso hacia lo desconocido y lo hasta cierto punto inédito fue el gran objetivo estético —y la gran temeridad artística— de Brisseau, quien obtuvo réditos dramáticos de esta pregunta por el placer (la superficie genérica, de thriller o melodrama erótico, de muchas de sus películas) para mejor y más afiladamente dedicarse al aspecto experimental de su opción por dar nacimiento a una gramática del deseo.
Así, mientras sus protagonistas sufrían elevaciones místicas o trágicos descensos morales, Brisseau se ejercitaba en esa escena primordial (la mujer que se abandona al placer mientras el espectador masculino, impotente, la observa) que apenas ocultaba su condición de metáfora del propio dispositivo fílmico: la película, como el sexo, resulta a fin de cuentas un espectáculo destinado a los ojos de otro, algo efímero, condenado a desaparecer en el aire.
La pregunta por el placer femenino y su representación puso en relación a Brisseau con Bergman, Antonioni o Godard, y se concretó en el esfuerzo por hacer de la escena erótica un espacio de investigación estética que deparara un cortocircuito con respecto al propio discurrir de la película, una fuga que convierte en hegemónica a la mirada –de la cámara, del cineasta, del espectador– como agente fascinado que posibilita una suerte de suspensión temporal donde se siente que algo nuevo puede acontecer. Es esa temporalité du désir de la que hablara Vasse al respecto de los ya famosos travellings hacia delante de Brisseau, la pulsión escópica que se precipita con morosidad hacia el encuentro, posiblemente fatal, con lo que se anhela. Arte del suspense erótico que pone sobre la mesa las bondades y posibilidades expresivas de una enunciación visual libre de las constricciones de la lógica narrativa.
Brisseau, como se sabe, pagó caro este atrevimiento experimental, en especial tras recibir la denuncia por acoso de cuatro actrices (dos de las acusaciones fueron desestimadas) que se prestaron a ensayos eróticos videográficos para su Choses secrètes y luego no entraron en el casting definitivo. Analizado a posteriori, el ruidoso caso no tiene demasiado recorrido, más allá de la culposa negligencia del cineasta, que no se cubría las espaldas con contratos específicos ni con testigos y mantuvo una actitud contestataria frente al tribunal, pero sí reflejó algo significativo de la mentalidad dominante (ahora in crescendo), al permitirse los jueces en su sentencia llegar a dudar de si lo que hacía Brisseau era cine, de si, en definitiva, estas pequeñas películas de bajo presupuesto (la mayor parte del cine de autor de todo el mundo) no serían simples tapaderas para desviados y depravados.
El mismo año de la sentencia inculpatoria el cineasta ya rodaba Les anges exterminateurs (2006), cuya trama encabezaba un cineasta enganchado a las pruebas eróticas con las que prepara su film sobre el placer femenino. Ni venganza, ni respuesta, sólo su manera de aprovechar el impulso de lo ocurrido, incluso si desmoralizante, para seguir desbrozando ese irrepresentable –el goce de la mujer– donde Brisseau tantea las cimas de la sinceridad y las simas del simulacro. El cineasta, como el niño que fue, como tantas de sus desvalidas criaturas de ficción frente a improvisadas pizarras bajo techo o al aire libre, sólo quería seguir aprendiendo. Y para ello siempre resulta necesario tomar riesgos y poner en suspenso las leyes más inamovibles (que luego, con la misma naturalidad, pueden volverse en nuestra contra y aniquilarnos).