Pat Collins y Joe Heaney: voces en el reino mineral
Con un año de retraso empieza a circular por festivales y ventanas cinéfilas la película que Pat Collins dedicó a Joe Heaney, controvertido cantante tradicional gaélico
22 agosto, 2018 00:00Recibimos el chivatazo de Álvaro Arroba, legendario crítico barletbyano –de los del “preferiría no hacerlo”; “no escribirlo”, en su caso– en el fiel cumplimiento de su nueva tarea de programación en el Bafici de Buenos Aires; labor que, además, ha corregido el defectuoso, tuerto y amnésico proceder de los festivales del año anterior, donde había pasado casi desapercibida por la mayoría de citas, si bien fue el largometraje que Irlanda propuso en 2017 para competir en la siempre dudosa categoría de películas de habla no inglesa (aunque ésta, en parte, lo sea): “chicos [masculino inclusivo, que conste], tenéis que ver Song of Granite, de Pat Collins”.
Las dos o tres secuencias iniciales fueron suficientes para entender la conmoción del ex-crítico y justificar la intensidad de la recomendación. Desde aquellas infancias en contrastado blanco y negro de Bill Douglas y Terence Davies, autores, el escocés y el inglés, que bien podrían considerarse modelos ético-estéticos para todo el film, no recordábamos algo parecido. Y, al igual que en Children (Davies, 1976), My Childhood o My Ain Folk (Bill Douglas 1972-73), más allá de los paralelismos iconográficos y narrativos entre las vidas de niños retraídos, solitarios y observadores, aquí regresaba la sensación de nueva aurora que traen algunas películas cuando no recortan el mundo de la misma manera que el resto, lo que las hace pasar por imperfectas o defectuosas.
La infancia de Joe Heaney (Pat Collins, 2017)
Así, junto al entramado de relaciones que va naciendo, la concatenación de planos-escena que, uno sobre otro como los estratos minerales, señala una evolución hacia lo desconocido, Pat Collins gusta de seguir al pequeño Joe (Colm Seoighe) como Muybridge multi-fotografiaba a sus modelos en la ejecución de ejercicios ante fondo oscuro: por un interés en el movimiento que no oculta la dimensión de placer escópico ante la belleza de lo vivo. El chico llegará lejos, quizás para su desgracia, pero en la base, junto al cine que contará su historia, se remueve esta placenta arcaica donde lo mágico y lo científico se reunieron un día para mirar con asombro y curiosidad al hombre. Viejo sueño, el de las máquinas de registro, bajo el pesado manto de las convenciones pseudolingüísticas, que también comparece explícitamente en la figura del etnógrafo que graba canciones en el pueblo pesquero de Carna, en Galway, al oeste de Irlanda; una titánica lucha desde los pequeños gestos del embalsamador.
Song of Granite, a todo esto, es un biopic, es decir, cuenta la historia de una persona real: Joe Heaney, mítico intérprete de música tradicional irlandesa (sean-nós, emocionante canto a capella) que acabó sus días en una residencia para artistas de la universidad de Washington, en Seattle, con cientos de canciones entre el corazón y la cabeza y una vida marcada por un voluntario exilio –primero en Londres y Glasgow, luego en Nueva York, con trascendente parada en el Newport Folk Festival– que se encabalgó en una inexplicada, arrogante y melancólica voluntad errante.
El cineasta irlandes Pat Collins
Collins divide este tránsito en tres momentos (infancia, madurez y vejez), tres tipos de actores y tres estados del alma, y desemboca, desde la estilización algo alucinada del primer tercio, en una formulación más calma y realista, si bien el círculo queda cerrado con la pregnante escena del diálogo entre el viejo y el niño. De esta forma, la coda, que certifica que las implicaciones alegóricas de lo seco, lo pétreo y lo rugoso –fuente del delirio táctil de las imágenes y los sonidos del film– se han elevado desde ese remanso de fantasmas que es el cine, reúne al joven con el único intérprete profesional, Macdara Ó Fátharta, como si así reforzara el núcleo de lo narrado: la secreta transmisión de un prístino legado –ese fue el gran tesoro de Heaney–, siempre amenazado, medio extinguido, al que acceden los capaces de tratar con lo invisible, de escuchar el silencio.
Un fotograma de Silence (2012)
Justo así, Silence (2012), se llamó la primera ficción de Collins, en la que un sonidista regresaba a su Irlanda natal en busca de lugares no contaminados por el hombre y sus ruidos, para finalmente toparse con distintas huellas, los ecos perdidos de otras formas de vida que asaltan y ponen en entredicho su presente de ciudadano berlinés en trabajo de campo.
Song of Granite, sin embargo, no sólo canta lo que se pierde; no queda sepultada por la alabanza de la aldea, ni por el tono elegíaco y arty. El mérito le corresponde a Collins, en cierta medida por lo ya expuesto hasta ahora, por esa sensibilidad hacia las corrientes subterráneas del dispositivo, a lo que habría que añadir un respeto frontal por la figura de Heaney, no precisamente un héroe al uso.
Incorporando, de improviso y a contrapelo, material de archivo del cantante, se provoca una curiosa sensación, la de que la película ha podido ser en parte infiel al retrato a fuerza de coquetear con la abstracción. Pero la aparición del Heaney real, escurridizo y aureolado de sentido del humor, no supone giro alguno o parada reflexiva, representa más bien un efímero enigma, el reflejo de la pieza de caza no cobrada, objetivo de un film que sólo pretende traducir algo del motor invisible que animó a este espíritu en fuga. En la huida, Heaney abandonaría, en Escocia, a su familia, con la que no volvería a ponerse en contacto ni cuando supo que su mujer había muerto y que uno de sus hijos perdería la vista debido a la diabetes que siguió a un trasplante de riñón.
En una de las secuencias centrales de la película, varios intérpretes de sean-nós cantan en un bar. Ya hemos asistido a estas reuniones en otros lugares, principalmente en el primer cine de Terence Davies, donde, también a medio camino entre el sueño y el recuerdo, la comunidad se reunía para beber y escucharse unos a otros, entrelazando los hilos de la actualidad en el viejo esparto de las generaciones pasadas, en un proceso de añadidura y sutil matización de los mismos sentimientos a la luz del presente continuo.
La escena del bar. Song of granitee (Pat Collins, 2017)
En ese momento del film, a Heaney lo interpreta el también cantante Michael O’Chonfhlaola, otro hombre de facciones duras y similar opacidad en el semblante. Collins filma y documenta a Heaney/O’Chonfhlaola en su vibrante canto gaélico –ningún subtítulo nos va a acercar a los significados de las canciones en Song of Granite– mientras un músico mayor le sujeta la mano como si necesitara un apoyo –o una intensa vía de contacto y comunicación, casi como la del cordón umbilical–. Ante el silencio de la concurrencia, con ojos cerrados y disposición de médium, el cantor ejecuta su variación del tema. De su boca nace una indescifrable fabula que reverdece antiguos mitos; y se siente que fue ahí donde Heaney prefirió establecer su verdadera morada, en la semiinconsciencia del trance.