El país imaginario de TV3
Que la televisión pública catalana haya disminuido su audiencia es por dos razones de peso. La primera está relacionada con ser un instrumento del proceso independentista que acaba hartando incluso a los convencidos por su falta de rigor informativo y su dibujo de un país imaginario inexistente en términos reales. La segunda es más prosaica: si no hay retransmisiones sobre el Barça la utilidad pública de la televisión de los catalanes es proporcionalmente inferior.
En los últimos días, María Jesús Cañizares ha llevado a cabo un interesante trabajo de investigación en Crónica Global sobre el medio público. Hemos sabido que en los últimos diez años más de 600 millones de euros se han dedicado a invertir en productoras externas que están todas ellas vinculadas a antiguos empleados del medio y que son las responsables de generar unos contenidos audiovisuales que son el relato del país. Tanto da que sea una teleserie de éxito en la que la mala sea la profesora de historia de España o cualquier producto humorístico donde lo propio siempre es serio y lo ajeno o contrario risible. La producción de series y programas tienen en común que inoculan ideología sin ningún tipo de escrúpulo y permiten, con el apoyo de la información, ser la principal arma propagandística del nacionalismo dominante durante décadas. Por si fuera poco, hasta cuando hace caridad para sustituir al presupuesto público con su Marató no puede dejar de apelar a la bondad del pueblo catalán, como si esa fuera una exclusiva condición más allá de las sacristías.
Atrás quedan los años en los que TV3 era una televisión de referencia, que innovó en programación e información. Ahora, apenas se distingue de las televisiones autonómicas al servicio del partido en el poder en el resto de España y, sobre todo, ha dejado de representar al conjunto de los catalanes cualquiera que sea su ideología. La caspa de Telemadrid puede representar al menos a los ciudadanos de derechas de la comunidad; Canal Sur hace lo propio con los socialistas convencidos del sur, pero el caso catalán es otro. Lo dice alguien que no se echó a llorar por la libertad de expresión cuando se produjo el cierre de la valenciana Canal Nou después de que sus profesionales hubieran dado carta de naturaleza a todo tipo de tropelías en nombre de un gobierno cercado por las prácticas de corrupción.
La promoción de la lengua ha dejado de ser una coartada para justificar el elevado coste de una televisión que divide más que une a los catalanes
El país imaginario que cada día presenta TV3 cada día tiene menos adeptos. Tantos como pierde su audiencia. El primer político en denunciarlo, el socialista Joan Ferran, admite en una entrevista que fue lapidado en público y tachado de mal catalán por hablar de la “costra nacionalista” que invadía la televisión y que se adueñó de ella para instalarse sin posibilidad de marcha atrás.
La promoción de la lengua ha dejado de ser una coartada para justificar el elevado coste de una televisión que divide más que une a los catalanes. Un medio en el que se puede difamar, insultar y apedrear al disidente nacionalista no es representativo de prácticas democráticas y no es el lugar al que un profesional de la información desee acceder para desarrollar su carrera. Es, sencillamente, un lamentable accidente político que costará mucho remontar. No es de extrañar, en consecuencia, que sus ingresos hayan caído en picado y que el coste futuro se incremente de forma irremediable para todos los ciudadanos, televidentes o no del medio.
TV3 es ese espacio en el que los cazadores de setas, los adictos a las banderas patrióticas, los enfermos de sectarismo y los aficionados culés pueden ver estimulados en sobredosis sus instintos más primarios. En ningún caso se trata ya de un medio de comunicación con capacidad para retratar un país real, plural, abierto y transaccional como el catalán.