‘La cena en casa de Simón’ (1556-1560), una de las obras maestras de Paolo Veronese.
La resurrección de Paolo Veronese, el sublime de Venecia
El Museo del Prado reúne en una exposición las obras maestras a uno de los grandes pintores del Renacimiento, una muestra que le devuelve todo su prestigio artístico y lo sitúa como una figura fundamental en la historia de la pintura occidental
La Sala de los Estados del Louvre, la mayor de sus más de cuatrocientas estancias, acoge desde 1798 el cuadro de mayores dimensiones de su colección, las Bodas de Caná de Paolo Veronese. Sin duda, un lugar de privilegio para un lienzo soberbio. Son muchos, sin embargo, los visitantes que pasan delante de él sin prestarle atención, invisible ante la arrolladora presencia de la Gioconda de Leonardo. En ese espacio, en el sancta sanctorum del museo parisino, sería posible encontrar una metáfora exacta de la actual posición del autor de la gigantesca tela en la Historia del Arte: sus logros están muy por encima de su reconocimiento.
Es cierto que el nombre de Veronese se recita, junto a los de Tiziano y Tintoretto, como uno de los pilares fundamentales de la pintura veneciana del Renacimiento. Con todo, sus creaciones parecen que han perdido parte de su pasada elocuencia y su vida está aliñada, de principio a fin, del éxito social, artístico y económico. No consta que tuviera un carácter difícil ni tampoco acumuló enemigos con los que ajustar cuentas en riñas tabernarias. Apenas se le cuentan escándalos, salvo una comparecencia ante el tribunal del Santo Oficio en 1573 por introducir elementos profanos (enanos, bufones, soldados alemanes…) en un encargo para los dominicos.
El lienzo de Veronese ‘Marte y Venus con Cupido’ (1565-1570), procedente de Turín.
Por el contrario, queda, entre sus méritos, alcanzar la cumbre de la pintura y permanecer allí, en lo más alto, indiscutible, al menos casi tres siglos, acaparando el gusto de los coleccionistas y las grandes cortes europeas. A su muerte, dejó una importante estela de seguidores y admiradores, aunque su poderosa leyenda se fue gastando hasta quedar reducida casi al olvido, solo sustentada por el arrojo del color y el acierto de sus composiciones. La sensibilidad contemporánea, tan poco atraída por las vidas plenas y felices, terminó por arrinconarlo entre las predilecciones del público.
Veronese (o Veronés) nació como Paolo Caliari, el quinto de los ocho retoños que trajeron al mundo un cantero y una hija ilegítima de un noble. Aprendió en los talleres de Antonio Badile y de los hermanos Caroto, pero él encontró una senda nueva por la que transitar en las formas y en las novedades salidas de los pinceles de Rafael y Parmigianino. Con este bagaje irrumpió en Venecia en 1551 para pintar el retablo de la capilla en la iglesia de San Francesco della Vigna, donde demostró tanta personalidad como inteligencia al reelaborar modelos de Tiziano, figura dominante en la escena artística de la ciudad.
Paolo manejó desde muy joven un notable dominio técnico y expresivo, lo que le permitió ejecutar obras de gran calidad con apenas veinte años. Su evolución durante las siguientes tres décadas fue sutil, exenta de cambios relevantes. Solo en la década final se detecta un eco más grave y sombrío, con evidentes repercusiones formales, principalmente cromáticas y compositivas. Su fallecimiento, apenas cumplidos los sesenta, en plenitud de facultades y adentrándose en terrenos expresivos tan novedosos como personales, plantea la incógnita de cómo hubiera sido la revolución estética que su temprana muerte truncó.
V1: Un visitante observa el lienzo de Paolo Veronese ‘Los peregrinos de Emaús’, en el Museo del Prado.
A poner en claro esa aventura creativa dedica el Museo del Prado una exposición de título conciso, sin florituras: Paolo Veronese (1528-1588). La muestra, que encajaría en la etiqueta de taquillazo por su gran atractivo para el público, cierra una línea de investigación de más de veinte años –Los Bassano en la España del Siglo de Oro (2001), Tiziano (2003), Tintoretto (2007) y Lorenzo Lotto. Retratos (2018)– con la que el Museo del Prado ha indagado en la línea troncal de la colección veneciana de la dinastía de los Austrias que anima su propia identidad y, de paso, la genealogía más ilustre de la pintura española.
Se trata de una gran retrospectiva, quizá irrepetible, que hasta el próximo 21 de septiembre reúne en Madrid más de un centenar de obras, algunas monumentales, llegadas de prestigiosas instituciones internacionales, como el Louvre, el Rijksmuseum, la National Gallery de Londres y la Galleria degli Uffizi, entre otras, que dialogan con las quince piezas de Veronese que posee el Museo del Prado. Esa idea de acontecimiento artístico se refuerza cuando Miguel Falomir, director de la pinacoteca y comisario de la exposición, deja esta definición del maestro: “Estamos ante el Cary Grant del Renacimiento”.
De este modo, las seis secciones temáticas y cronológicas de la exposición dan cabida desde los preludios a los ecos del artista. De los orígenes al manejo de la escenografía, de sus trabajos como fresquista (se exhiben los fragmentos de La Justicia y La Templanza que decoraron la Villa Soranzo, cerca de la ciudad de Castelfranco Véneto) a la exploración del proceso creativo investigando en el taller, uno de los obradores más fecundos y de mejor calidad en la época, pero también la sagacidad en la representación mitológica y alegórica, así como el último Veronese, que vendría a anticipar el uso simbólico de la luz en el Barroco.
La ‘Alegoría del nacimiento del infante don Fernando’ (hacia 1575), de Michele Parrasio, seguidor de Veronese.
“Hay que reconocer que Veronese, más que cualquier otro maestro del Renacimiento italiano, supo concretar una idea orgánica y totalizadora del arte, capaz de abarcar una enorme cantidad de referencias culturales, como ejemplificaría el uso de los conceptos arquitectónicos de Andrea Palladio y Jacopo Sansovino. Y todo lo hizo con una libertad formal y una desenvoltura conceptual sin parangón en un momento crítico para Venecia, cuando afloraban las tensiones religiosas y se evidenciaban los primeros síntomas de una decadencia que sus pinceles camuflaron con maestría”, ha destacado Falomir.
Se descubre así que la imagen que nos ha dejado el pintor de Venecia no es, por supuesto, una foto fija de su realidad social, sino una sofisticada creación artística del ideal de la Serenísima que quisieron proyectar sus elites: ese mito de Venecia cuidadosamente forjado cuando su gloria declinaba: la peste de 1575-1576 arrasó con un tercio de la población y el control sobre el Mediterráneo oriental se iba debilitando ante el empuje de los otomanos, al tiempo que las sublevaciones heréticas se replicaban por toda la ciudad, obligando a sus jerarquías a encontrar un difícil punto de equilibrio frente a las injerencias pontificias.
Detalle de una de las salas del Museo del Prado que acoge las obras de Paolo Veronese.
También contiene, a su modo, una historia del gusto, pues el lujo de las escenas de Veronese ha condicionado en buena medida su recepción. Explica su extraordinario éxito en las cortes europeas del Antiguo Régimen y podría revelar el distanciamiento con el público actual, que lo ha asociado al artificio y a la grandilocuencia. Sin embargo, más allá del oropel, anida un pintor de extraordinaria calidad, capaz de concebir un universo propio y trasladarlo mediante complejos recursos expresivos a composiciones que fascinan al espectador, atrapándolo, convirtiéndolo en rehén de tanta elocuencia,
En definitiva, muchas de las piezas que aquí se encuentran son obras maestras que nunca se habían visto reunidas, agrupadas a modo de mapa del tesoro. Y menos aún de este modo, trazando la cartografía de varios momentos fundamentales en la historia de la pintura occidental. En esa órbita están La disputa con los doctores en el Templo, La cena en casa de Simón o Los peregrinos de Emaús. En estas escenas se filtra el pulso de un pintor gigante que recupera su sitio. Ese lugar de un coloso fuera ya de los clichés, de los olvidos: una forma de recobrar a Paolo Veronese, el sublime.